Origen
"Era impresionante. No hab¨ªa nada", afirma, decepcionado, un visitante de la cueva prehist¨®rica de Chez-Qu¨¦ret, aunque esta no viniese se?alada en los mapas tur¨ªsticos de la zona, Dordo?a, muy feraz, como es sabido, en restos del arte rupestre del cuaternario. La desilusi¨®n no era, sin embargo, la de un explorador que se encuentra con un techo virgen donde esperaba un hallazgo pict¨®rico sensacional, sino la de un joven maestro destinado en la localidad al adentrarse en una cueva discretamente se?alada que solo atesoraba algunos huesos de animales de la ¨¦poca. Pero, en el chasco del maestro, el protagonista de la novela El origen del mundo (Anagrama), del escritor franc¨¦s Pierre Michon (Cards, 1945), no hab¨ªa solo la frustraci¨®n de hallarse ante una maravillosa b¨®veda de calcita blanca como la de Lascaux, aunque sin el menor vestigio de pigmentaci¨®n, sino porque vio en ella el blanco de quien, por as¨ª decirlo, no acierta a dar en el blanco, como les ocurre, entre otros, a los amantes no correspondidos.
En realidad, el maestrito en cuesti¨®n, acababa de ocupar su primer destino en el pueblo de Castelnau, emplazado en el coraz¨®n de este formidable venero de yacimientos prehist¨®ricos, y, al poco, se hab¨ªa quedado prendado por los encantos de una bella estanquera del lugar, alta y blanca como la leche, cuyo "rostro regio iba desnudo como un vientre; y, en ¨¦l, esos ojos muy claros que tienen, milagrosamente, las morenas de piel blanca". Atizado por el violento deseo que le produjo esta visi¨®n, el joven as¨ª encandilado no tard¨® en informarse de que la resplandeciente beldad era una mujer de mediana edad, madre y divorciada, pero, ?ay!, ya enganchada en amor¨ªos con un guaperas de la zona, todo lo cual aument¨® su deseo hasta el paroxismo.
De manera que, seg¨²n nos adentramos en la lectura del relato de Michon, parece como si fatalmente los blancos se encadenasen: la blanca piel de Yvonne, el nombre de la estanquera, convertida en el blanco que un ansioso cazador er¨®tico trata de abatir; los parpadeos blancos de las cuevas prehist¨®ricas con el brillo humedecido con que restalla la caliza al ser s¨²bitamente iluminada; la insoportable albura de estos mismos ¨¢mbitos cuando permanecen v¨ªrgenes, como un lienzo en blanco; el supuesto blanco de la nada original, ante el cual, en esa para nosotros negr¨ªsima noche de los tiempos que encuadramos como prehistoria, nuestra mente por fuerza se queda en blanco, como los atrofiados ojos en las carpas que pululan por los charcos subterr¨¢neos de esas cuevas de la Dordo?a; y, en fin, para terminar con la retah¨ªla, el blanco de la p¨¢gina en blanco que atormenta al escritor antes de ensuciarla con la violaci¨®n impresa de sus cuitas.
He aqu¨ª, as¨ª, pues, una serie de blancos ensartados por el joven maestrito enamorado con ¨ªnfulas de escritor, cuya traves¨ªa art¨ªstica le lleva indefectiblemente a retroceder hasta la experiencia original de la creaci¨®n, "siempre recomenzada". "?Qu¨¦ ser¨ªa de nosotros sin el lenguaje?" -se preguntaba al final de su ensayo El erotismo Georges Bataille, autor asimismo de un libro sobre Lascaux, cuya visi¨®n aliment¨® otro, Las l¨¢grimas de Eros, todos los cuales sobrevuelan por la novela de Michon-, para a continuaci¨®n, responderse a s¨ª mismo: "Nos hizo ser lo que somos. Solo ¨¦l revela, en el l¨ªmite, el momento soberano que ya no rige. Pero al final el que habla confiesa su impotencia". ?No ser¨¢ esta la raz¨®n de la melancol¨ªa original de los artistas?
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