Hacia la igualdad real
Las medidas que se exigen son radicales y, desde luego, tienen un coste que hay que asumir
La lucha por la igualdad laboral entre hombre y mujer (incluyendo por supuesto los cargos directivos en las empresas) se parece mucho a la pelea contra el fraude fiscal: todos los agentes sociales se pronuncian en contra de la desigualdad, igual que contra la evasi¨®n fiscal; todos se rasgan las vestiduras y piden o prometen acciones radicales para corregir ambas anomal¨ªas, pero nadie las toma y cuando se escriben en normas, decretos o recomendaciones, su eficacia se dispersa en multitud de nudos de decisi¨®n. La diferencia es que el fraude fiscal es ilegal y la discriminaci¨®n por sexo, pocas veces admitida como tal, pertenece a un confuso universo situado entre la alegalidad y las recomendaciones bienpensantes que nada resuelven, pero a muchos tranquilizan. Los resultados, para la desigualdad y para el fraude, son la mediocridad que cabr¨ªa esperar: escasos avances, ret¨®rica huera y promesas de mitin.
Resulta dif¨ªcil explicar las causas de la desigualdad entre hombres y mujeres en las empresas, particularmente en lo que se refiere a la ausencia femenina en los puestos de alta direcci¨®n, salvo que se recurra al t¨¦rmino machismo, que parece decirlo todo y no explica nada. La incorporaci¨®n de la mujer a las tareas profesionales progresa a buen ritmo (bien que relativamente y de forma desigual) mientras se mueve en estratos salariales bajos o medios; pero sufre un colapso progresivo cuando empieza a aproximarse a los altos niveles de direcci¨®n. Las hip¨®tesis para explicar este oscurecimiento apuntan a la presi¨®n familiar, los horarios inconvenientes o la ausencia de pol¨ªticas de conciliaci¨®n en Espa?a. En favor de esta hip¨®tesis est¨¢ el que pa¨ªses como Suecia hayan conseguido cotas muy elevadas de igualdad intensificando las pol¨ªticas de conciliaci¨®n. Pero, claro, la condici¨®n de eficacia es que el mensaje sea n¨ªtido y contundente; no valen correcciones menores de la legislaci¨®n, de esas que suelen saludarse como ¡°un paso adelante¡± a falta de expectativas mejores; las medidas que se exigen son radicales y, desde luego, tienen un coste para el Estado y para las empresas que, si se quiere ir m¨¢s all¨¢ da la chatarra verbal, hay que asumir.
La desigualdad parte de una actitud da?ina para los intereses de los asalariados de una compa?¨ªa, de sus directivos y de la propia empresa: la de relegar el m¨¦rito a la ¨²ltima consideraci¨®n cuando se trata de contratar o ascender a una persona. Esta disfunci¨®n en origen es notable, porque quien decide prefiere considerar antes y sobre todo caracter¨ªsticas manifiestamente mediocres (fidelidad, baja conflictividad, m¨ªmesis con el entorno, simpat¨ªa, incluso el banal ¡°?es un gran chico!¡±) a la capacidad t¨¦cnica, la creatividad o la pericia para encauzar el trabajo de un equipo. En este humus se fabrica, como un destilado primordial, la desigualdad del sexo en las posiciones directivas de la empresa. Porque el ¨®rgano de decisi¨®n sobre los equipos directivos forma sus ideas (el m¨¢s fiel, el m¨¢s simp¨¢tico, el amigo) en entornos extraprofesionales, donde, como se repite con frecuencia, las mujeres no suelen estar.
Es pura negligencia sostener que la igualdad de la mujer en las empresas, a cualquier nivel, debe ser entendida como ¡°una larga paciencia¡±. Quiz¨¢ el camino sea largo, pero no puede emplearse ese eslogan tipo coartada mientras no se hayan tomado todas las decisiones pol¨ªtico/administrativo/corporativas imprescindibles para conseguir el objetivo propuesto. Hay modelos sociales que imitar -es el punto de partida- y, desde luego, modelos societarios que mejorar. Es dif¨ªcil entender que la elecci¨®n de consejeros y directivos en las empresas tenga m¨¢s que ver con el nepotismo o la proximidad que con un proceso abierto, transparente y neutral de selecci¨®n. Veremos qu¨¦ compromisos se adquieren y se cumplen en la legislatura.
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