Soterramientos que son p¨¦rdidas
?Qu¨¦ alcalde puede resistirse a una operaci¨®n urban¨ªstica que deje una profunda huella en la ciudad, se vea como signo de modernidad, impulse la actividad inmobiliaria, ning¨²n partido se atreva a oponerse y cuente, adem¨¢s, con la aprobaci¨®n general de los vecinos? Pocos, desde luego. ?Qui¨¦n est¨¢ interesado en abrir un debate p¨²blico sobre las ventajas y los inconvenientes, a largo plazo, de algo que apoya la gran mayor¨ªa de la poblaci¨®n y los partidos? Nadie.
Tal es el contexto de cuasi unanimidad en que se mueven en Espa?a las propuestas de soterramiento del tren, que l¨®gicamente han aumentado exponencialmente en los ¨²ltimos a?os. Lo de menos es la justificaci¨®n. Nadie la necesita. Se soterran trenes que atraviesan la ciudad por en medio o por la periferia, que est¨¢n junto a r¨ªos y r¨ªas o dentro del espacio urbano, que discurren en superficie o ya marchan elevados sobre viaductos, que cuentan con terrenos de servicio adyacentes o carecen de ellos, que discurren junto a calles ya formadas o rodeados de traseras, que afectan a poblaciones alargadas en el sentido de las v¨ªas o transversales a ellas. La casu¨ªstica es enorme; pero el resultado es siempre el mismo: soterrar.
Da igual. Se soterra todo, y s¨®lo se libran las escas¨ªsimas ciudades que han optado por sacar la estaci¨®n del centro urbano, impulsando, eso s¨ª, un nuevo barrio en su entorno, y promoviendo la reforma urbana de los terrenos liberados. Pero son rar¨ªsimas, en Espa?a, las soluciones en que se mantiene el ferrocarril en superficie. Es cierto que el urbanismo que hoy vivimos en este pa¨ªs es cualquier cosa menos racional. Las grandes decisiones, por disparatadas que puedan ser, no suelen ir acompa?adas de una argumentaci¨®n medianamente s¨®lida. De hecho, las memorias de los procesos de soterramiento del tren suelen ser lamentables, sin que en ellas siquiera se eval¨²e con un m¨ªnimo rigor los beneficios y las p¨¦rdidas de las distintas opciones posibles de intervenci¨®n.
La justificaci¨®n general, est¨¢ndar, del soterramiento la conocemos bien: se dice que el actual trazado ferroviario constituye una barrera que rompe en dos partes la ciudad. Un enunciado b¨¢sico que se acompa?a, cuando viene al caso, del argumento complementario de que el tren de alta velocidad no puede acceder por el actual corredor ferroviario (as¨ª se dec¨ªa en Valladolid hasta que el tren lleg¨® en superficie, en el corredor tradicional. Ahora el argumento que ha quedado es el de las dos mitades que quieren darse la mano, y otras cursiler¨ªas por el estilo). Pues bien: se?alemos otras razones contrarias al soterramiento, que tambi¨¦n deber¨ªan considerarse.
La primera, el coste. Por sintetizar, el soterramiento supone un gasto que multiplica por diez, como m¨ªnimo, el de la adecuaci¨®n y tratamiento del ferrocarril en superficie, incluyendo la construcci¨®n de pasos, espacios intermedios y de transici¨®n, construcciones de enlace, y todo lo que se quiera.
Se ve a la gente, las calles
El soterramiento es much¨ªsimo m¨¢s caro, nadie lo pone en duda. Y el mantenimiento del espacio subterr¨¢neo tambi¨¦n es mucho m¨¢s costoso que el del cielo abierto. Si se quiere mejorar la conexi¨®n entre los sectores a un lado y otro del ferrocarril, no hay por qu¨¦ acudir directamente a la soluci¨®n m¨¢s costosa. (Y viene al caso el conocido dictamen por el que si se pretende creatividad basta con quitar un cero en el presupuesto). En segundo lugar, la experiencia del viajero. Pi¨¦nsese en la llegada del tren a una ciudad en que no se hayan soterrado las v¨ªas, y donde los m¨¢rgenes se hayan tratado adecuadamente. Se ver¨¢n las calles y la gente, las casas pr¨®ximas, el arbolado, las lejan¨ªas, el paisaje urbano, las luces de la noche.
Traten de imaginar ahora la llegada en t¨²nel: negritud. ?No estamos hablando de calidad de vida, de calidad de viaje? ?Este aspecto es irrelevante? Por no hablar de los adioses, del tren que llega y del tren que se va. La llegada del tren es una de las experiencias urbanas m¨¢s atractivas, y enterrarla en un tubo negro es, cuando menos, una pena.
Consideremos ahora c¨®mo afecta a la estructura urbana y la lectura de la ciudad. Ver pasar los trenes es una vivencia atractiva. Y si desaparece el tren de la vista la ciudad pierde una de sus principales referencias, de un modo semejante al que se dio cuando se desviaron (o enterraron) los r¨ªos o arroyos que la atravesaban, y que hoy se lamenta. Un elemento b¨¢sico, estructurante, que explicaba la forma urbana desaparece, y en su espacio se forman nuevas calles tan iguales a todas las dem¨¢s que siempre resultan indiferenciables. Una pieza esencial de la historia urbana se oculta, y el bienestar general, derivado de una buena lectura urbana, tambi¨¦n se esfuma. Por otra parte, habr¨ªa que recordar la existencia de estudios que hablan de una mayor utilizaci¨®n de los transportes p¨²blicos cuando se ven, cuando est¨¢n integrados en la ciudad y son valorados positivamente. Una integraci¨®n que tambi¨¦n supone (y ¨¦sta es una ventaja no menor) la aplicaci¨®n de un urbanismo no violento, frente a la opci¨®n m¨¢s contundente de hundir trenes y estaciones, sin entrar en matices, sin aceptar ni dialogar con lo existente.
De esa forma el urbanismo traslada a la poblaci¨®n (que lo asume como cultura) una manera de actuar y resolver conflictos poco matizada, excesivamente implacable, brusca y agresiva.
Consideremos la seguridad y la salubridad. Se tome como se tome, un t¨²nel es m¨¢s peligroso e inseguro que el tendido a cielo abierto. Y tambi¨¦n menos saludable. Cualquier accidente en el espacio cerrado del t¨²nel multiplica los riesgos. Y pueden comentarse aspectos psicol¨®gicos y fisiol¨®gicos muy variados, derivados del confinamiento, el enterramiento y la oscuridad. Son cosas evidentes.
Pero acabemos esta relaci¨®n de las ventajas de no soterrar con una observaci¨®n que parecer¨ªa banal, pero que no lo es en absoluto: la obligaci¨®n de ornato, de mantener las instalaciones y los cierres de las parcelas en condiciones de una m¨ªnima decencia tambi¨¦n rige para la Renfe (o Adif), aunque no lo parezca. Por tanto, mantener esos cierres infames, esas acumulaciones de traviesas y material, edificios ruinosos y toda clase de desechos va, sencillamente, contra la ley. Los ayuntamientos no se lo consentir¨ªan a ning¨²n propietario, pero se lo toleran, incomprensiblemente, a la compa?¨ªa de ferrocarriles; cuando el efecto de su desidia es mucho m¨¢s importante y demoledor.
Los trenes ya no fuman
Tambi¨¦n habr¨ªa que considerar otra serie de efectos derivados indirectamente del soterramiento. Por ejemplo, c¨®mo se condiciona la ordenaci¨®n urbana para conseguir determinados aprovechamientos que contribuyan a financiar (en todo o en parte) la obra misma del soterramiento; con lo que se tensa de forma insoportable la l¨®gica urbana. Se determinan los usos, edificabilidades y tipolog¨ªas de los terrenos liberados por el soterramiento en funci¨®n de su rentabilidad, y no de las necesidades del barrio o de la ciudad. Y adem¨¢s, con frecuencia se va a la sustituci¨®n del trazado ferroviario por una v¨ªa rodada r¨¢pida, con lo que supone de ruido y contaminaci¨®n que nada tiene que ver con las condiciones ambientales actuales de unos trenes que "ya no fuman", y que se comportan mucho mejor que el tr¨¢fico rodado en v¨ªas de gran capacidad.
Y sobre todo hay que decir, finalmente, que no soterrar podr¨ªa significar, casi siempre, la eliminaci¨®n de la barrera de una forma mucho m¨¢s sensata. Las barreras se superan por puntos, como los r¨ªos, y no en toda su longitud. La m¨¢xima permeabilidad de un espacio urbano significa la existencia de pasos cada cierto tiempo, cada cierta distancia. Las zonas m¨¢s permeables se atraviesan por medio de calles transversales, a un lado y otro de cada manzana, y no a lo largo de toda su extensi¨®n.
Por tanto, con frecuencia se trata de un debate falso, con unos puntos de partida tergiversados. Y finalmente perdemos todos. Porque, record¨¦moslo, el urbanismo supone llevar la racionalidad a la construcci¨®n de la ciudad, m¨¢s all¨¢ de las decisiones que, por muy vistosas, atractivas y sugerentes que puedan ser para los pol¨ªticos que las promueven, resulten a la larga irracionales y nocivas para todos. Manuel Saravia Madrigal es arquitecto Y profesor de Urbanismo de la Escuela T. S. de Arquitectura de Valladolid.
Arquitecto profesor de Urbanismo de la Escuela T. S. de Arquitectura de Valladolid
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