Leer y releer ¡®La muerte de Virgilio¡¯
La obra de Hermann Broch cautiva a la vez el o¨ªdo literario y el o¨ªdo musical
?A Carlos Fuentes, in memoriam
Nuestra percepci¨®n literaria y humana de las grandes creaciones novelescas cambia con la edad. Cada relectura, conforme ascendemos al cenit de la vida y luego descendemos de ¨¦l, descubre lo que no supimos ver en nuestra lectura anterior, y si el lapso transcurrido es de medio siglo, la diferencia entre lo le¨ªdo y rele¨ªdo es proporcionalmente mayor. Lo que la obra dijo al joven que fui no interesa al viejo y curtido lector. Nuestro yo se ha transmutado y por eso leemos un libro nuevo. As¨ª ha ocurrido con la novela de Hermann Broch, La muerte de Virgilio, a la que me asom¨¦ apenas cumplida la treintena, cuando la devor¨¦ en su reciente traducci¨®n francesa, en el mismo ejemplar marchito que ahora releo editado por Gallimard.
Mis recuerdos de la primera y segunda parte de la novela se hab¨ªan borrado. Me deslic¨¦ sobre ellas para centrar mi inter¨¦s en la tercera; la que describe la larga conversaci¨®n didasc¨¢lica de Virgilio con sus antiguos colegas y amigos y, sobre todo, con su protector C¨¦sar Augusto, a su llegada al puerto de Brindisi con el s¨¦quito de ¨¦ste, lejos de su amada Atenas. Las reflexiones sobre el arte de escribir; las comparaciones contrastadas acerca del valor de la poes¨ªa, ciencia y filosof¨ªa; las referencias a Te¨®crito y Lucrecio, Catulo y Horacio, as¨ª como a sus maestros griegos (Homero, Esquilo, S¨®focles, Eur¨ªpides y al ¡°divino Plat¨®n¡±) y la evocaci¨®n de Las Buc¨®licas, Las Ge¨®rgicas y de La Eneida que Virgilio dej¨® sin terminar y cuyo manuscrito ¡ªcon la conciencia amarga de haber puesto la pluma ad majorem gloriam de C¨¦sar y no de la masa sufriente del pueblo¡ª quiere destruir, me apasionaron. Hoy, por el contrario, me han parecido convencionales e incluso inveros¨ªmiles en boca de un moribundo -si cabe verosimilitud alguna en la a veces impetuosa, a veces mansa fluidez verbal de la obra- tras la portentosa audici¨®n de la agon¨ªa del poeta en las dos primeras partes.
El murmullo de la voz interior de Virgilio a la entrada de la flota romana en el puerto; mientras es llevado en andas por entre la exaltada multitud que aclama a C¨¦sar; durante el penoso trayecto por barrios miserables guiado por la antorcha del ni?o que encarna sus sue?os, de ese muchacho casi transparente que surge y se desvanece, se funde con la imagen de un gigantesco esclavo y le conduce finalmente al pabell¨®n de descanso con la preciosa caja de cuero que encierra el manuscrito de La Eneida, es el lento rumor de una marea que asciende y asedia su conciencia: la voz imperiosa (?o diab¨®lica?) que le ordena destruir el poema.
Su duda corrosiva en el valor cognoscitivo de la poes¨ªa ¡ªen esa invisibilidad mel¨®dica de la que brota la poes¨ªa¡ª, pone en entredicho La Eneida. Los h¨¦roes de ¨¦sta son simples creaciones verbales, palabras perecederas como su propio autor, en busca de una inmortalidad inasible y ajena: la del universo nocturno que contempla ¡°bajo la m¨²sica de las estrellas¡±. El af¨¢n de abismarse en el vac¨ªo que le precedi¨® y el que volver¨¢ sin remedio le exige la previa aniquilaci¨®n de la obra, la renuncia al se?uelo de lo imperecedero.
La destrucci¨®n como secuencia ineludible de la creaci¨®n ¡ªmueren los hombres y mueren los dioses¡ª, la contradicci¨®n ¨ªnsita al arte, condenado a crear lo perdurable con cosas perecederas, palabras, sonidos, colores, piedras, pues ¡°la belleza no incide en la existencia del tiempo, solo la abole de forma simb¨®lica¡±, le conduce al axioma de su condici¨®n precaria, de la desaparici¨®n inexorable de la forma material creada.
?C¨®mo pod¨ªa asimilarla el joven lector vanidoso que fui?
La voz interior que le acompa?a, y acompa?a al lector, suave como una marea, en su traslado en andas a la escucha de la oscuridad, a la escucha de la muerte ya cercana, es el compendio de su propia vida y del azar que la remata; ¡°el poeta no puede nada, no puede evitar mal alguno. Se le aplaude si embellece el mundo, no si tal cual lo retrata¡±. Su manuscrito no evoca la inhumanidad de la esclavitud, la inutilidad de las guerras, la ferocidad de la masa circense sedienta de sangre. La mentira procura la gloria, el conocimiento no, le susurra al o¨ªdo la voz en reiteradas variaciones sinf¨®nicas. T¨² has vivido en el c¨ªrculo de quienes detentan el poder aunque nada en com¨²n tengas con ellos. No has logrado aunar, como Plat¨®n, poes¨ªa y conocimiento. Te has dejado mecer por la alabanza hip¨®crita de los que te rodean. ?Lib¨¦rate al fin de la mentira, destruye La Eneida!
La evocaci¨®n fragmentada y acr¨®nica del pasado, desde los recuerdos infantiles en el campo hasta el simulacro de la gloria y admiraci¨®n mundanas, alterna con fogonazos de belleza deslumbrante: la imagen casi desvanecida, pero anta?o real y bien real, de la mujer que am¨® sin compartir con ella el lecho, y hoy ¡ªen el presente narrativo novelesco¡ª una mera silueta, apenas una sombra: ¡°admirado, incluso en el recuerdo, de que tal belleza hubiera existido y de que posada en el rostro humano como un vapor ligero, nacida de la inmortalidad, del h¨¢lito de la inmortalidad, la luz emanase de ¨¦l sin cesar, resplandor y extinci¨®n distantes y familiares, sonrisa nocturna pr¨®xima y lejana, marchitable como la alhe?a blanca, delicado tejido que vela su ausencia real¡±.
Vuelvo a mi incomprensi¨®n de ¡°El agua¡± y ¡°El fuego¡±, primera y segunda parte de la novela de Hermann Broch. ?C¨®mo pod¨ªa asimilarlas el joven lector vanidoso que fui, atra¨ªdo como una falena por el brillo de la vida literaria y no asomado a¨²n ni de lejos al acantilado de la vejez? La muerte de Virgilio cautiva a la vez el o¨ªdo literario y el o¨ªdo musical. Su relectura es la audici¨®n de una sinfon¨ªa cargada de s¨ªmbolos, perturbadora pero serena. No la de Los adioses de Haydn, sino la de la Novena de Beethoven o del Requiem alem¨¢n de Brahms que sol¨ªa poner de sobrecena, acompa?ado, hasta hace diecis¨¦is a?os y que, desde entonces, me es imposible escuchar. M¨²sica, poes¨ªa y novela se superponen en ella sin confundirse, como una promesa liberadora que borra pasado y presente, suspendida en el hilo que nos lleva a la aurora de los tiempos y a su implosi¨®n final.
Juan Goytisolo es escritor
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