Antipol¨ªtica y multitud
Sustituir la institucionalidad deliberativa por el griter¨ªo de la poblaci¨®n no es democracia, como tampoco lo es defender que la voluntad de un pueblo est¨¢ por encima de las leyes. Ello aboca al conflicto y la violencia
El malestar colectivo que se llev¨® por delante las democracias liberales en el periodo de entreguerras vuelve a escena. Es cierto que no adopta las maneras totalitarias ni exhibe el matonismo pistolero y la marcialidad de aquellos a?os, pero no cabe duda de que actualiza en clave postmoderna la l¨®gica y los mitos que movilizaron a las masas con el fin de derribar la arquitectura institucional sobre la que se sustenta nuestra civilizaci¨®n democr¨¢tica.
Bastar¨ªa leer lo que dec¨ªan en 1922 los organizadores de la marcha sobre Roma o los que en 1933 aplaudieron el incendio del Reichstag, para comprender la importancia de aquello que afirmaba Georges Santayana de que: ¡°Quien no conoce la historia, est¨¢ condenado a repetirla¡±. Hoy, como entonces, se cuestiona abiertamente la legitimidad de nuestras instituciones y la fuerza de nuestra legalidad democr¨¢tica. Para ello se despliega ante la opini¨®n p¨²blica de forma abrupta una animadversi¨®n antilegal y antiparlamentaria que reproduce casi milim¨¦tricamente las cr¨ªticas que Carl Schmitt dirig¨ªa en los a?os 20 y 30 del siglo XX hacia el Estado de derecho, la primac¨ªa de la Ley, la Constituci¨®n de Weimar y los pol¨ªticos que la defend¨ªan. Conscientes o no, lo cierto es que son legi¨®n sus disc¨ªpulos, haciendo realidad la tesis de J¨¹rgen Habermas de que buena parte de la izquierda post-frankfurtiana, as¨ª como del comunitarismo que alienta muchas derivas nacionalistas dentro y fuera de nuestras fronteras, viven atrapadas por el bucle conceptual que urdi¨® el autor de La dictadura cuando dispar¨® sin remilgos contra el dise?o corrompido de la democracia liberal.
Sorprende que no sean muchos los que denuncian esta estrategia de convertir la calle en una asamblea
Espa?a atraviesa una coyuntura extraordinariamente compleja. La crisis golpea nuestro bienestar desde hace cinco a?os y se est¨¢ poniendo a prueba la entereza de nuestras instituciones democr¨¢ticas y, con ellas, las estructuras de equidad que salvaguardan la paz social de nuestro pa¨ªs. M¨¢s de 30 a?os despu¨¦s de recuperarlas, las instituciones democr¨¢ticas se ven discutidas por una tempestad antipol¨ªtica que ensalza las multitudes y reclama el derecho a que sean ¨¦stas quienes decidan por d¨®nde debe orientarse el inter¨¦s general, ya sea del conjunto o de partes significativas de la sociedad espa?ola. Lo grave de la situaci¨®n estriba en que este cuestionamiento de la pol¨ªtica representativa y de su institucionalidad se basa en una doble manipulaci¨®n. Por un lado, se utilizan los buenos sentimientos de mucha gente desasistida de esperanza que se manifiesta haciendo realidad aquello que Georges Bataille dec¨ªa de que la ¡°impotencia grita en m¨ª¡± y, por otro, se tergiversan los defectos que objetivamente pesan sobre nuestras instituciones para transformarlos en sist¨¦micos y deslegitimar as¨ª la ra¨ªz misma de su vigencia moral. De este modo, se desgarran las costuras de nuestra democracia invocando la promesa de una pesadilla venidera que tiene sus profetas y que levanta banderas de redenci¨®n colectiva que pretenden, por la v¨ªa de los hechos, subvertir el marco constitucional a trav¨¦s del desarrollo de un relato mesi¨¢nico que erige a la multitud, la que sea, en protagonista de un nuevo escenario constituyente o titular de un inexistente derecho de autodeterminaci¨®n.
Esta alianza entre antipol¨ªtica y culto a la multitud tiene en estos momentos una extraordinaria fuerza desestabilizadora. En primer lugar, proyecta hacia el exterior una imagen deformada de nuestro pa¨ªs que debilita nuestra credibilidad y solvencia. Y en segundo lugar, mina los cimientos de legitimidad de nuestra democracia debido a la simplicidad emocional de su planteamiento y a que insufla una noci¨®n rom¨¢ntica de identidad que pugna por dar sentido ¨¦pico al abatimiento individual que produce ver c¨®mo se derrumban casi todas las certidumbres colectivas que han dibujado la modernidad de Espa?a desde la transici¨®n a nuestros d¨ªas. As¨ª las cosas, no es extra?o que la inquietud abrume a muchos que no entienden por qu¨¦, cuando la crisis nos golpea m¨¢s intensamente, algunos han decidido picar las espuelas schmittianas de la antipol¨ªtica para gritar que es necesario que ¡°la vida real haga saltar con su energ¨ªa la c¨¢scara de una mec¨¢nica anquilosada por la pura repetici¨®n¡±. La antipol¨ªtica deviene as¨ª en una ¨¦pica de la multitud que agita la normalidad repetitiva de las leyes y la representaci¨®n para ver qu¨¦ surge del abismo excepcional, olvidando que siempre la primera v¨ªctima de esta peligrosa deriva es la propia libertad. M¨¢xime si, como dec¨ªa Montesquieu, la libertad es el derecho de hacer lo que las leyes permiten, pues, fiel a la tradici¨®n republicana, pensaba que el buen gobierno solo puede ser aquel donde gobiernan las leyes que los hombres se dan a s¨ª mismos con la voluntad de respetarlas.
Y si la exigencia de respetar la legalidad democr¨¢tica siempre ha de ser motivo de vigencia normal, esta circunstancia se refuerza con el status de urgencia c¨ªvica cuando el dolor y la desesperanza alfombran nuestras calles de gente que necesita respuestas para sobrellevar la inmovilidad que proyecta cada d¨ªa el horizonte de la crisis. De lo contrario, la calle se convierte en un espacio propicio para el despliegue de un eficaz reclamo de subversi¨®n pol¨ªtica en el que se violentan las formas y los l¨ªmites, quebrando la paz social y el respeto a las leyes que son el fundamento de un gobierno democr¨¢tico. Sustituir la institucionalidad deliberativa por el griter¨ªo de la multitud no es democracia. Como tampoco lo es defender que la voluntad de un pueblo est¨¢ por encima de las leyes. Una y otra idea abocan al conflicto y la violencia al confundir la deliberaci¨®n con la aclamaci¨®n y al conjunto de una sociedad con la multitud.
La antipol¨ªtica ha rebajado hasta el nivel de la caricatura a nuestra legalidad democr¨¢tica
Lo sorprendente es que hasta el momento no sean muchos los que denuncian esta estrategia que convierte la calle en una asamblea que allana el camino hacia una ¨¦pica de la excepcionalidad que justifica que nada se resista al pueblo cuando ¨¦ste se manifiesta multitudinariamente. El fen¨®meno no es nuevo. Lo analiz¨® Elias Canetti en Masa y poder cuando describi¨® c¨®mo los cauces deliberativos de la representaci¨®n institucional de la democracia fueron borrados en el periodo de entreguerras por el concierto totalitario de las multitudes y la l¨®gica asertiva de la aclamaci¨®n. ?sta se convirti¨® en un dogma indubitado que, como hab¨ªa defendido Carl Schmitt, elevaba el grito a la consideraci¨®n de un absoluto emocional que identificaba al pueblo como una masa con vocaci¨®n de poder irresistible. Una masa halagada por demagogos medi¨¢ticos cuyo objetivo era entonces, como ahora, el mismo: desposeer a la democracia parlamentaria de su soporte formal y, de paso, debilitar su legitimidad al cuestionar su fundamento como el gobierno de las leyes y no de los hombres. De ah¨ª que no extra?e c¨®mo la antipol¨ªtica organizada repita a trav¨¦s de sus francotiradores que el pueblo es una comunidad virtuosa per se que est¨¢ por encima de la ley y de sus representantes; especialmente si ¨¦stos han sido previamente caricaturizados como una clase parasitaria y prescindible debido a la indignidad de su comportamiento y la falta de merecimiento para desempe?ar ejemplarmente su funci¨®n de representaci¨®n.
Hemos llegado hasta aqu¨ª despu¨¦s de un caldo de cultivo que ha ido dando carta de naturaleza a una antipol¨ªtica que paso a paso ha rebajado hasta el nivel de la caricatura a nuestra legalidad democr¨¢tica, a sus instituciones y, sobre todo, a sus representantes. Es indudable que muchas cosas son mejorables en nuestra democracia, empezando por el comportamiento de quienes tenemos el deber de servirla ejemplarmente. Pero mejorarla no significa poner a cero el contador de la experiencia colectiva que llevamos a nuestras espaldas democr¨¢ticas y que, en t¨¦rminos generales, ha hecho de Espa?a un pa¨ªs pr¨®spero y moderno que, eso s¨ª, est¨¢ en crisis, como casi todos los pa¨ªses de nuestro entorno europeo. Podemos quedarnos aqu¨ª y ver en todo ello una oportunidad para mejorar y vencer la crisis. Pero podemos tambi¨¦n cuestionarnos a nosotros mismos y echar abajo todo lo bueno que ha tra¨ªdo la democracia a nuestra sociedad desde la Transici¨®n para ac¨¢. Basta rebasar un l¨ªmite para desandar todo lo positivo que aporta ese camino. Ese l¨ªmite empieza y termina en el respeto de la legalidad.
Jos¨¦ Mar¨ªa Lassalle es secretario de Estado de Cultura.
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