A vueltas con el exilio
La empat¨ªa es lo que nos hace humanos, pero como ata?e a lo sentimental, nos puede cegar
Si Sigmund Freud aprendi¨® espa?ol para poder leer El Quijote en su lengua original, yo aprend¨ª ingl¨¦s para leer The New Yorker, esa revista peque?a en formato y grande en contenido que ha dado a conocer a los mejores narradores en ingl¨¦s y muestra cada semana un repertorio de ilustraciones y vi?etas que te alegran la vista y la vida, entre ellas, en ocasiones, las de mi querido Javier Mariscal. The New Yorker tiene, eso s¨ª, mucho peligro. Te roba horas del sue?o y de otras lecturas y te convierte en uno de esos lectores encanecidos, un poco rancios, que se definen a s¨ª mismos como lectores de una sola publicaci¨®n. Si nuestro presidente Mariano se defini¨® como lector del Marca para no casarse con nadie, yo me siento casada con todos, esclava de la prensa, y a?ado a dicha esclavitud The New Yorker, la publicaci¨®n que me quita de leer novelas o que me hace leerlas m¨¢s lentamente. La otra noche me llev¨¦ a la cama la revistilla, porque uno de sus alicientes es lo manejable que es, y me sumerg¨ª en un art¨ªculo, The baby in the well (La ni?a en el pozo), que llevaba un subt¨ªtulo intrigante: El caso contra la empat¨ªa.
El autor, Paul Bloom, hablaba de c¨®mo la empat¨ªa se ha convertido en un asunto estrella para neur¨®logos, psiquiatras y dem¨¢s estudiosos del comportamiento humano; de c¨®mo el nivel de empat¨ªa puede estar castrado como consecuencia del abuso o el maltrato en la infancia, de la experiencia traum¨¢tica o ya, en el m¨¢s extremo de los casos que corresponde solo a un m¨ªnimo porcentaje de personas con la empat¨ªa deteriorada, a causa de la psicopat¨ªa. Recuerda el autor que empat¨ªa es un t¨¦rmino reciente, de casi solo un siglo de existencia, pero que se ha revelado como fundamental a la hora de entender de qu¨¦ manera el ser humano trata habitualmente de ponerse en el pellejo o en los zapatos del que sufre. Y c¨®mo no, uno de los casos con los que ilustra su reflexi¨®n es el de la ni?a de tres a?os Kathy Fiscus, que en 1949 tuvo en vilo a toda una naci¨®n, la estadounidense, que asisti¨® en directo a trav¨¦s de la radio a su rescate de un pozo en San Marino, California. Nosotros, los amantes de Woody Allen, sabemos algo del suceso por haberlo visto reflejado en la pel¨ªcula D¨ªas de radio.La empat¨ªa es la caracter¨ªstica que nos hace humanos, pero como ata?e a lo sentimental, nos puede cegar tambi¨¦n. Sufrimos por los ni?os de Newtown porque vimos las fotos de sus caritas con sus nombres debajo en toda la prensa internacional, pero hay muchas caras de ni?os que nunca veremos, ni tampoco conoceremos sus nombres, ni?os que se convierten en cifras, y las cifras, se sabe, no conmueven de igual manera. Sufrimos m¨¢s en un sentido f¨ªsico por el asesinato de Marta del Castillo, porque su vida nos concierne como padres, que por tantas ni?as que fueron vejadas y asesinadas en Guatemala. Y no hay maldad en esa discriminaci¨®n del sentimiento, pero, eso s¨ª, hay que mantener la empat¨ªa a raya para no acabar luchando solo por lo que se tiene delante de las narices. Debemos apelar a la raz¨®n para ser justos, y es la raz¨®n la que nos induce a pensar que no solo se lucha por los ni?os que se parecen a tu ni?o, sino por el derecho de todas las criaturas, aunque desconozcamos sus nombres, a vivir en paz.
En todos se percib¨ªa la mezcla explosiva de la crisis y de la inercia espa?ola de premiar al que no se ha movido
De pronto, conect¨¦ aquello que me ense?aba este art¨ªculo con una serie de cartas que hab¨ªa recibido ese mismo d¨ªa a ra¨ªz de mi columna del mi¨¦rcoles sobre el obligado exilio de los cient¨ªficos espa?oles. Recurr¨ª, como muchos periodistas esta semana, a la historia de Diego Mart¨ªnez, el joven f¨ªsico que vio en el mismo d¨ªa rechazado su contrato para la beca Cajal y premiado su trabajo en Europa. Algunos investigadores me contestaron que era injusto pensar que los que hab¨ªan sido aceptados ten¨ªan menos m¨¦ritos para serlo. Es cierto, reconozco mi error si es que se entendi¨® as¨ª. Tambi¨¦n me ped¨ªan que se pusiera el acento en los recortes: solo hab¨ªa tres plazas para el puesto al que optaba Mart¨ªnez y solo 22 para todas las ciencias f¨ªsicas y del espacio en todas las universidades y del CSIC. Cada carta que recib¨ª conten¨ªa una historia: la de un cient¨ªfico de curr¨ªculo brillante que hab¨ªa querido volver a Espa?a a pesar de tener un trabajo prestigioso en Alemania, pero al que la rancia din¨¢mica de la universidad espa?ola hab¨ªa dejado sin posibilidad de promoci¨®n ni de acceder a la c¨¢tedra; la de otro al cual nuestra universidad no le reconoc¨ªa los m¨¦ritos obtenidos durante a?os en el extranjero; la de una mujer que sabe que solo podr¨¢ volver tras su jubilaci¨®n¡ En todos ellos se percib¨ªa la mezcla explosiva de la crisis y de algo m¨¢s antiguo que la crisis: la inercia espa?ola de premiar al que no se ha movido de su sitio.
Cuando escrib¨ª mi columna sobre el exilio cient¨ªfico, le puse varias caras a mi indignaci¨®n, la de Diego Mart¨ªnez y la de amigos que investigando en Nueva York corren la misma suerte. Me pudo la empat¨ªa; la raz¨®n me lleva ahora a recordar tambi¨¦n a los que s¨ª que han ganado su beca Cajal (?enhorabuena!) y a todos aquellos, los m¨¢s, que se han quedado fuera. Pero pienso que al menos la imagen de Diego se?alando una pizarra nos ayud¨® a recordar que hay una frustraci¨®n individual detr¨¢s de ese n¨²mero ascendente de cient¨ªficos que se nos han ido.
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