El duque de Palestina
El millonario Munib al Masri es una instituci¨®n en su tierra Desde su imponente mansi¨®n en Nablus, lucha por el proceso de paz entre israel¨ªes y palestinos Acompa?¨® el ata¨²d de Arafat, con quien comparti¨® una gran amistad, y se codea con dirigentes de todo el mundo
Cuando se abren las cuatro puertas de la rotonda que corona el monte de la Misericordia, en la ciudad palestina de Nablus, al norte se contempla el monte de las Maldiciones, al oeste se adivina la costa mediterr¨¢nea, el sur apunta a la Meca y al este se vislumbra en un d¨ªa claro Jordania. En el centro, a 900 metros sobre el nivel del mar, el ojo de una c¨²pula ba?a en luz intensa una estatua de H¨¦rcules, que en esta casa recibe el apodo de ¡°se?or de Palestina¡±, cuenta su due?o que por su fuerza, su resistencia y su tes¨®n. Apoyado en su escultura, Munib al Masri ojea sus posesiones sin darles excesiva importancia. Tapices, muebles, cuadros y antig¨¹edades son para ¨¦l meras piezas de museo entre las que vive con un deseo que le consume: lograr la paz entre palestinos e israel¨ªes.
No hay alma en Palestina que no conozca a Munib al Masri, de 79 a?os, apodado el Duque de Nablus. Desde los campos de refugiados de las playas de Gaza hasta las monta?as de Cisjordania, Al Masri es padrino y santo patrono, abogado de la causa palestina, benefactor siempre dispuesto a ayudar en todo, desde la educaci¨®n de los hijos de la familia m¨¢s pobre hasta la gesti¨®n diplom¨¢tica m¨¢s delicada del presidente Mahmud Abbas. Para llegar a su casa, uno no tiene p¨¦rdida. Cualquier persona en las calles de Nablus se?ala la cima del monte donde su mansi¨®n reposa solemne.
Ojal¨¢ acab¨¢ramos siendo pobres si pudi¨¦ramos retener nuestra tierra y nuestra dignidad"
Al Masri figura habitualmente en las listas de los ¨¢rabes m¨¢s ricos del mundo. Suele ser el ¨²nico palestino en ellas. Su fortuna se estima en 1.600 millones de d¨®lares, algo que ¨¦l ni confirma ni desmiente. Podr¨ªa vivir donde quisiera, Nueva York, Par¨ªs o Amm¨¢n, pero ha decidido quedarse donde le ancla su coraz¨®n. ¡°Soy un nacionalista¡±, dice, sent¨¢ndose en el sof¨¢ de cuero de su biblioteca. ¡°Amo a mi pa¨ªs. Amo al mundo ¨¢rabe. Y como Palestina es la que m¨¢s me necesita ahora, estoy en Palestina. Mi h¨¦roe, Arafat, me trajo aqu¨ª. Yo acompa?¨¦ su ata¨²d desde Par¨ªs hasta esta tierra. Nunca nos separamos¡±.
Cientos de fotograf¨ªas decoran esta mansi¨®n, a la que el propio Yasir Arafat bautiz¨® como la Casa de Palestina. Muestran a Munib al Masri con actores, reyes y cantantes; con escritores, pol¨ªticos y deportistas. Pero hay, sobre todo, muchos retratos de Arafat. Arafat con su ic¨®nico pa?uelo y su uniforme de tefl¨®n, o vestido de camisa y pantal¨®n en tiempos remotos. En Oslo o en Ramala. Dando discursos y presidiendo actos militares. Y, sobre todo, Arafat y Munib, Munib y Arafat, en amistad eterna. Una de las fotos es especialmente llamativa. En ella, dos hombres transportan a Al Masri, desmayado, a una ambulancia.
¡°Sucedi¨® en Ramala, en octubre de 2004. El helic¨®ptero se llevaba a Arafat, que iba a recibir tratamiento en Par¨ªs. Yo iba a acompa?arle, pero al verle all¨ª me desmay¨¦. No pude ir con ¨¦l. Finalmente fui, y traje su ata¨²d de regreso a esta tierra¡±, dice. El dolor se refleja en su cara e intenta despejarlo con un manotazo al aire. Arafat falleci¨® el 11 de noviembre de 2004. Fue enterrado pasados unos d¨ªas, pero en noviembre se exhum¨® su cuerpo, para tomar 20 muestras que est¨¢n siendo analizadas por m¨¦dicos forenses. Muchos palestinos, incluido Al Masri, creen que fue envenenado por agentes israel¨ªes.
Hace un mes, en una conferencia en el mar Muerto organizada por el Foro Econ¨®mico Mundial, en la que se propuso un plan para dinamizar la econom¨ªa de Cisjordania y relanzar el proceso de paz, hubo una frase repetida varias veces en el escenario: ¡°Gracias a Munib¡±. A Munib al Masri le saludaron en se?al de reconocimiento l¨ªderes de todo el mundo, desde el presidente Abbas hasta el secretario de Estado norteamericano, John Kerry. Quedaba patente el poder y la influencia de este hombre modesto, versado en los protocolos de la diplomacia y veterano hacedor de reyes. Muchos en Palestina consideran, por ejemplo, que al nuevo primer ministro, Rami Hamdal¨¢, nombrado por Abbas, lo eligi¨® ¨¦l.
En sus muchos viajes y despachos con l¨ªderes mundiales, Al Masri ha pasado tambi¨¦n por Espa?a. Visit¨® por primera vez el pa¨ªs cuando era un joven en la veintena. ¡°Recuerdo que visit¨¦ en una ocasi¨®n un bar de Madrid que se llamaba OK Corral. Se me acerc¨® una de las bailarinas, que me agarr¨® de las orejas y me dijo: ¡®Viva la madre que te pari¨®¡±, cuenta. Esas seis palabras, en espa?ol, no las olvid¨® nunca. Como ministro en Jordania, hab¨ªa coincidido en varias ocasiones con el rey Juan Carlos. Ambos se reencontraron en 2011, durante una visita del Monarca espa?ol al mar Muerto. All¨ª, Al Masri aprovech¨® lo aprendido en Madrid. ¡°Me acerqu¨¦ y le dije: ¡®Majestad, viva la madre que te pari¨®¡±, recuerda. ¡°?l se ri¨®. Me ha parecido siempre una persona agradable y humilde¡±.
Al Masri naci¨® en 1933 en el monte de las Maldiciones. Su padre era mukhtar, l¨ªder de la villa, y su familia regentaba una tienda de oro en un recoveco de la ciudad vieja. Es el menor de 11 hermanos. Vivi¨® con su familia la partici¨®n de Palestina y la declaraci¨®n de independencia de Israel. Con la guerra en la sangre, decidi¨®, costase lo que costase, viajar a Am¨¦rica, a convertirse en piloto para luchar contra los israel¨ªes. Luego opt¨® por algo menos beligerante y m¨¢s lucrativo: estudi¨® Geolog¨ªa del Petr¨®leo en Texas.
En las vacaciones de verano buscaba empleos temporales que le ayudaran a costearse la matr¨ªcula. En 1953 se mud¨® a Chicago, donde pagaban mejor a los inmigrantes. Frecuent¨® la sala de baile Palladium, decorada al gusto renacentista con un toque manierista. ¡°Pens¨¦ entonces que si volv¨ªa a Palestina, construir¨ªa una casa similar¡±, dice. Regres¨® en 1956, con ?ngela, su mujer, a la que hab¨ªa conocido en Estados Unidos, y con la que tendr¨ªa cuatro hijos y dos hijas, que ya le han hecho abuelo en 18 ocasiones.
Pero antes de construir su mansi¨®n tuvo que hacer su fortuna. Primero, al frente de la empresa EDGO, una contratista de proyectos de explotaci¨®n de crudo y gas en Jordania, y luego con PADICO, un grupo financiero que controla, entre otras, empresas de telefon¨ªa, manufactura y agricultura en los territorios palestinos. Paralelamente fue ministro en Jordania y, seg¨²n la leyenda, rechaz¨® en tres ocasiones ofertas de liderar el Ejecutivo palestino. En 1998 decidi¨® cumplir, por fin, su sue?o.
Le pidi¨® a su hijo Rabih, que hab¨ªa estudiado Arquitectura en California, que dibujara una r¨¦plica de Villa La Rotonda, construida en Vicenza en el siglo XVI con un dise?o de Andrea Palladio. Compr¨® una parcela en lo alto del monte de la Misericordia y contrat¨® a los interioristas Joseph Achkar y Michel Charriere. En total, 240 contenedores llegaron a esta monta?a desde Jordania con muebles, obras de arte y antig¨¹edades. A Al Masri le aguardaban, sin embargo, dos problemas.
El primero tuvo una soluci¨®n relativamente f¨¢cil. ¡°Excavando para construir los cimientos, encontramos estos tres trozos de cer¨¢mica¡±, explica, mientras se?ala una urna. Era parte de una iglesia bizantina del siglo V. Decidi¨® preservarlos y convertir su s¨®tano en un museo que ense?a a los visitantes.
La soluci¨®n al otro problema qued¨® fuera de su alcance. Tras dos a?os de construcci¨®n, estall¨® la segunda intifada, la revuelta palestina contra la ocupaci¨®n israel¨ª. Nablus fue uno de sus epicentros. Para los israel¨ªes, la ciudad se convirti¨® en capital del terrorismo. Las fuerzas armadas de Israel ocuparon la mansi¨®n ¡ªen construcci¨®n¡ª durante tres semanas. Desde uno de los porches se ven a¨²n los efectos de los desencuentros entre israel¨ªes y palestinos: Itamar y Braja, dos asentamientos jud¨ªos en tierra palestina, ilegales seg¨²n el derecho internacional. Esa vista le recuerda la necesidad de una soluci¨®n pac¨ªfica al conflicto, dos Estados vecinos y en paz seg¨²n las fronteras previas a la guerra de 1967.
Todo el dinero de Al Masri no podr¨ªa comprar la paz. Por eso, tal vez, no le da especial importancia a su riqueza. Es un hombre extremadamente sencillo. Cuando abandona una habitaci¨®n, apaga personalmente todas las luces. ¡°Tenemos grandes problemas en Nablus con el suministro de electricidad. A veces hay apagones. Hay que ahorrar¡±, dice. Casi todo lo que se consume en Casa Palestina se cultiva en sus huertos.
En esta mansi¨®n-museo, en la que cuelgan dibujos de Pablo Picasso y Amedeo Modigliani y donde la posesi¨®n m¨¢s preciada de su due?o es un antiqu¨ªsimo mapa de la llamada Tierra Santa en el que se muestra una lista de profetas b¨ªblicos, a Al Masri no le abandona una idea, que determina sus actos y sus planes de futuro. ¡°?De qu¨¦ vale la riqueza sin un Estado? Ojal¨¢ acab¨¢ramos siendo todos pobres si pudi¨¦ramos retener nuestra tierra y nuestra dignidad. De nada sirve ser rico sin dignidad y sin tierra¡±, sentencia, con cierto aire de melancol¨ªa.
El respeto del padre
Con la entrevista acabada, y a dos kil¨®metros de Casa Palestina, el asistente de Munib al Masri llama al periodista y al fot¨®grafo: ¡°El se?or Al Masri les pide que regresen¡±. De regreso a la mansi¨®n, Al Masri espera en el port¨®n. Ofrece ense?ar la ciudad vieja de Nabl¨²s, donde creci¨® y viven sus familiares. Es una labor casi imposible. En el paseo, decenas de personas se le acercan, le susurran al o¨ªdo, le piden consejos o favores. ¡°Abu (padre) Rabih¡±, le llaman en se?al de respeto. Le ofrecen manzanas, pepinillos, refrescos... Un hombre con gesto dolorido se le acerca y le susurra. Al Masri se aparta a un lado y saca de su cartera un fajo de dinares, que coloca en su mano. El hombre, aliviado, dobla algo las rodillas, y le dice: ¡°Gracias, Abu Rabih¡±.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.