Ojo de Dios, o¨ªdo del Diablo
Las revelaciones de Snowden han puesto al siglo XXI ante el espejo de sus propias aberraciones: abolici¨®n de la intimidad, apat¨ªa y sumisi¨®n. Ignor¨¢bamos que esto llegar¨ªa a ocurrir con nuestra participaci¨®n activa
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El verano pasado fui a comprar un coche. Les ahorro los detalles automovil¨ªsticos para explicarles por qu¨¦ no lo compr¨¦. A m¨ª me preocupaba la altura del volante. El vendedor, un hombre muy atento continuamente pegado a la pantalla del ordenador, me explic¨® que en el modelo de coche del que est¨¢bamos hablando la altura del volante era adaptable. De repente pareci¨® encontrar lo que buscaba en la pantalla y dijo: ¡°Como usted mide metro ochenta y siete¡¡±. Me qued¨¦ perplejo. Coment¨¦: ¡°?C¨®mo sabe mi estatura?¡±. El hombre, al inicio, no reaccion¨®. Luego, por fin, sac¨® los ojos de la pantalla y me mir¨® desconcertado. Se hizo el silencio. Le repet¨ª mi pregunta. El vendedor pas¨® del desconcierto a la desesperaci¨®n, como si no estuviese acostumbrado a este tipo de preguntas por parte de los clientes. Contest¨® con ansiedad, se?alando a su ordenador: ¡°Lo dice aqu¨ª¡±.
El resto de nuestra conversaci¨®n dur¨® 10 minutos, en los que no solo se frustr¨® la venta de un coche sino que se aclararon algunos enigmas. Le ped¨ª al vendedor que me dejara ver ¡°lo que dec¨ªa all¨ª¡±. Aleg¨® d¨¦bilmente el car¨¢cter confidencial de aquellas informaciones, aunque se derrumb¨® pronto al advertir que se trataba precisamente de mi confidencialidad, y no de la de ning¨²n otro cliente. Balbuce¨® que estaba avergonzado, pero que no se trataba de un asunto de su establecimiento sino de algo que proced¨ªa de la empresa multinacional de la que ¨¦l era un mero empleado.
Siempre hab¨ªa informaci¨®n relacionada con hipot¨¦ticos clientes y, como todos los ciudadanos eran hipot¨¦ticos clientes, en el ordenador hab¨ªa informaci¨®n sobre todos. Me sent¨¦ a su lado y le¨ª en la pantalla las cosas que me concern¨ªan. Eran muchas, tantas que inclu¨ªan una operaci¨®n en la espalda a la que me hab¨ªa sometido a?os atr¨¢s. De vez en cuando interrump¨ªa la lectura para mirar a los ojos a mi interlocutor. El hombre estaba con la frente sudada pese a que el aire acondicionado de su despacho era potente. Finalmente, harto de leer informaciones que, naturalmente, ya sab¨ªa, junto con otras que apenas recordaba, me levant¨¦ de la silla y me desped¨ª. El vendedor se disculp¨® con bastante torpeza, pero creo que con sinceridad.
Tras el asesinato de Palme, Suecia aleg¨® la importancia de preservar la privacidad de los ciudadanos
Desde el despacho en el que hab¨ªa estado recluido para la frustrada compra de un coche hasta la puerta de salida de la concesionaria advert¨ª varias c¨¢maras de vigilancia que, con toda probabilidad, hab¨ªan grabado mis movimientos. Era lo mismo que ocurr¨ªa en cualquier local. Me hab¨ªa acostumbrado, como mis conciudadanos, a que las lentes a¨¦reas siguieran mis pasos. En esta ocasi¨®n reparaba en su presencia porque mi ¨¢nimo hab¨ªa sido golpeado por lo sucedido en el despacho del vendedor. Esos ojos de cristal me agred¨ªan singularmente. ?Pero ma?ana me acordar¨ªa de la violencia que ejercen sobre nuestra intimidad esos centinelas omnipresentes? Seguramente mi reacci¨®n ser¨ªa tan sumisa como la de los otros ciudadanos.
Hubo un tiempo en que eso produc¨ªa esc¨¢ndalo. A la salida de la concesionaria de autom¨®viles hac¨ªa mucho calor. De pronto me vi buscando c¨¢maras de vigilancia y me fue f¨¢cil localizar varias en plena calle. Vino a mi memoria un acontecimiento que conmovi¨® al mundo en mis a?os de estudiante: el asesinato de Olof Palme. Al primer ministro sueco, si no recordaba mal, lo mataron en una calle peatonal de Estocolmo, a la salida de un cine al que hab¨ªa acudido, como siempre, sin escolta. A consecuencia del magnicidio, alguien, en el Parlamento de Suecia, plante¨® la posibilidad de instalar unas c¨¢maras en la calle peatonal. La inmensa mayor¨ªa se opuso. Se aleg¨® que la primera regla de una sociedad libre era preservar la intimidad de los ciudadanos. Eran otros tiempos, me dije mientras rememoraba la figura, por tantos conceptos ejemplar, de Olof Palme. A¨²n no dispon¨ªamos de Internet y de tel¨¦fonos m¨®viles. Faltaba bastante para que el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York, en 2001, impulsara una dr¨¢stica cesi¨®n de libertad a cambio de una proclamada seguridad.
Estos d¨ªas me he acordado de la truncada compra de un coche el verano pasado a partir del caso Snowden. Nuestra imaginaci¨®n con respecto a las posibilidades del mal es siempre muy pobre cuando la comparamos con la intensidad que el mal, en la realidad, puede alcanzar. Antes de estar en el despacho del vendedor de coches nunca habr¨ªa imaginado que alguien tuviese tanta informaci¨®n sobre m¨ª para conseguir algo tan banal como venderme un coche. Despu¨¦s de conocer el sistema de espionaje universal desvelado por Snowden, todas las tramas de control concebidas hasta ahora parecen infantiles. Ya no se esp¨ªa a individuos, entidades o instituciones; se esp¨ªa, y de manera global, la intimidad misma de las personas. El ojo de Dios lo ve todo; el o¨ªdo del Diablo lo escucha todo. Y lo peor es que los seres humanos ya no ofrecen resistencia, sea porque se sienten impotentes, sea porque han olvidado que es propio de un ser humano que aspira a la libertad ofrecer este tipo de resistencia.
Una vez conocido el sistema de espionaje actual, todos los controles concebidos parecen infantiles
Ni Aldous Huxley ni Georges Orwell, en sus negras profec¨ªas, llegaron a una percepci¨®n de este estilo. No pudieron prever, al menos en toda su extensi¨®n, la forma ni tampoco las consecuencias sobre la naturaleza humana. Es curioso que ni ellos, ni pr¨¢cticamente ning¨²n otro escritor, fuesen capaces de intuir los instrumentos t¨¦cnicos decisivos del futuro. La imaginaci¨®n, aunque sea potente, es siempre pobre. El ojo avasallador del Gran Hermano estaba concebido seg¨²n un modelo cl¨¢sico: un Dios todopoderoso controlar¨ªa hasta el anonadamiento a los hombres, si bien, desde el siglo XX de Stalin y Hitler, ya se presupon¨ªa que en el siglo XXI ese dios no vigilar¨ªa desde el Sina¨ª o el Olimpo sino desde estilizados rascacielos de poder.
Pero las profec¨ªas fallaron, o no advirtieron la hondura de lo profetizado, precisamente por aplicar un modelo cl¨¢sico. Ni Huxley ni Orwell pod¨ªan intuir que ser¨ªa el propio hombre el que pondr¨ªa en pie gigantescos engranajes de control, no bajo la amenaza de los dioses o por la aplicaci¨®n de ideolog¨ªas totalitarias, sino por el uso aniquilador de la propia intimidad de invenciones maravillosas como Internet o la telefon¨ªa m¨®vil. Es verdad que la sed de control por parte de los poderes es insaciable, pero lo m¨¢s inquietante es la complicidad con que los ciudadanos se prestan gustosa e insensatamente a saciar aquella sed.
Las revelaciones de Snowden son demoledoras fundamentalmente porque ponen de relieve esta complicidad. Por mucha que sea la histeria acusadora contra este agente secreto que se ha convertido en delator, lo que, en el fondo, se le reprocha a Snowden es que, consciente o inconscientemente, haya puesto al siglo XXI ante el espejo de sus propias aberraciones: abolici¨®n de la intimidad, apat¨ªa, sumisi¨®n. Aunque quiz¨¢ no con el celo que han demostrado Obama y Cameron, ni con la magnitud de las cifras, ya est¨¢bamos advertidos del amor al espionaje masivo de la humanidad por parte de quienes se han convertido en nuestros centinelas frente a la amenaza terrorista; lo que ignor¨¢bamos es nuestra colaboraci¨®n activa en el arrasamiento de la libertad individual gracias a las conversaciones, mensajes, cartas e im¨¢genes que cedemos a empresas sin escr¨²pulos para que, transformados en pura mercanc¨ªa, seamos impunemente encerrados en c¨¢rceles de sospecha.
La magnitud de las cifras no ofrece dudas: toda la humanidad es sospechosa. Incluso puede extraerse una conclusi¨®n m¨¢s radical: toda la humanidad es casi culpable. Por eso debe ser acechada, controlada, vigilada. No es una idea reconfortante del ser humano. Pero a¨²n lo es menos que los propios hombres, por estulticia o por servilismo, se presten alegremente como v¨ªctimas del sacrificio.
Rafael Argullol es escritor.
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