La novela infame de la corrupci¨®n
Miles de imputados, cientos de sumarios pudri¨¦ndose y nadie devuelve un euro
En una novela, las primeras p¨¢ginas suelen abrir interrogantes a los que el narrador deber¨¢ luego dar respuesta, sin incurrir en incoherencias ni dejar ning¨²n cabo suelto. La mente humana aspira al equilibrio y quiere que las cosas encajen, que tengan sentido. Cuando el coronel Aureliano Buend¨ªa recuerda frente al pelot¨®n de fusilamiento la tarde remota que su padre le llev¨® a conocer el hielo, est¨¢ plantando en la mente del lector unas inc¨®gnitas que este no reposar¨¢ hasta despejar. ?Qu¨¦ hizo para ser fusilado? ?Qu¨¦ ocurri¨® esa tarde remota en que vio por primera vez el hielo? Cuando el innominado protagonista de Desgracia, de John Coetzee, dice que para un hombre de su edad, divorciado, cree que ha conseguido resolver la cuesti¨®n del sexo bastante bien, el lector sospecha que hay gato encerrado y contin¨²a leyendo con la seguridad de que las cosas no ser¨¢n tan sencillas.
Al plantear estos interrogantes, el novelista sabe que est¨¢ contrayendo una deuda con el lector, una deuda que deber¨¢ pagar a lo largo de la novela, midiendo bien los tiempos para que el lector, una vez saciada su curiosidad, no le abandone antes de la ¨²ltima p¨¢gina, pero que no podr¨¢ dejar insatisfecha, so pena de ser considerado un mal novelista. Incluso en las novelas abiertas, en las que algunas de las inc¨®gnitas quedan sin resolver, lo que el autor le est¨¢ diciendo al lector es que las preguntas que cuentan son otras y que es a esas a las que ha dado cumplida respuesta.
Este af¨¢n tan humano por el equilibrio, este anhelo de que el mundo tenga sentido, se proyecta tambi¨¦n con gran fuerza sobre la justicia. Cuando alguien comete un delito, los dem¨¢s nos identificamos inconscientemente con la v¨ªctima y esperamos una reparaci¨®n. Para poder reposar tranquilos, deseamos que el orden previo se restablezca: queremos ver al culpable, esposado, entrando en la c¨¢rcel con la cabeza gacha. Si no, nos sentimos estafados, privados de sosiego por esa inc¨®gnita que permanece sin despejar en nuestra mente. Sabemos que la vida, a diferencia de una buena novela, no siempre tiene sentido, pero aun as¨ª una fuerza inconsciente nos mantendr¨¢ a la espera de una sentencia que haga justicia.
Queremos ver al culpable entrando en la c¨¢rcel con la cabeza gacha. Si no, nos sentimos estafados
Los griegos lo sab¨ªan y acu?aron el concepto de catarsis, una saludable descarga de emociones destinada a poner las cosas en su sitio. Un alumno, harto de un profesor particularmente malhumorado y antip¨¢tico, le pone una tachuela en la poltrona. Al sentarse, el profesor da un brinco y los alumnos se r¨ªen. Sus carcajadas son a la vez veredicto y condena. Esto es catarsis. Otro ejemplo, m¨¢s pegado a la actualidad. El jubilado A tiene unos ahorrillos. El director de sucursal de su banco, B, le sugiere que los invierta en preferentes, asegur¨¢ndole que recibir¨¢ un inter¨¦s estupendo y que el riesgo es inexistente. Dos a?os m¨¢s tarde, A ha perdido el 80% de sus ahorros y B sigue dirigiendo la sucursal. L¨®gicamente A no puede dormir, desvelado por la injusticia de este mundo. En cambio, si B es procesado y va a la c¨¢rcel, A dormir¨¢ mucho mejor. Es m¨¢s: es posible que tenga sue?os agradables. Se imaginar¨¢ a B encadenado a una pesada bola negra en una mazmorra l¨®brega y hedionda, rodeado de ratas y cucarachas, y puede que descanse tan a gusto que por unas horas llegue a olvidarse de sus ahorros.
Lo mismo sucede a gran escala cuando una confluencia de hechos delictivos destruye el sentido de justicia de una comunidad. Los ciudadanos se sienten frustrados y no pueden descansar en paz mientras los culpables no sean castigados. No es un af¨¢n justiciero, ni un deseo soterrado de linchamiento. Simplemente, quieren recuperar la fe en las instituciones y en los que las encarnan, la convicci¨®n de que la justicia funciona y es igual para todos. Quieren carcajearse viendo c¨®mo el preboste de turno da un brinco al sentarse, quieren poder imaginarse a los aprovechados pagando sus fechor¨ªas en la c¨¢rcel, o al menos privados de sus privilegios y coches oficiales. Necesitan que la justicia les acabe de contar la historia, para dormir tranquilos.
Esto es justo lo que no est¨¢ ocurriendo con las innumerables estafas y casos de corrupci¨®n que infestan las p¨¢ginas de nuestros peri¨®dicos, y en particular con el caso B¨¢rcenas. Nuestro sistema pol¨ªtico carece de mecanismos de depuraci¨®n y nuestro sistema judicial, con su lentitud exasperante, no apacigua nuestra conciencia. Los casos se dirimen a la vista de todos. A los ciudadanos nos gustar¨ªa no tenernos que enterar de los detalles escabrosos de cada caso, no tener que soportar el hedor que despiden. Desear¨ªamos que los responsables dimitieran y que los culpables fueran condenados con rapidez, para descansar a gusto. Es la tarea que esperamos de nuestros pol¨ªticos y de nuestros jueces. Que los unos asuman las responsabilidades que les correspondan y que los otros se tapen la nariz, que se enfrenten al hedor, sin dejar que lo inunde todo, y nos limpien la casa.
Desear¨ªamos que los responsables dimitieran y que la justicia fuera r¨¢pida
Pero nuestras instituciones judiciales y pol¨ªticas escriben novelones infames en las que los hilos del argumento se pierden en extra?os laberintos procesales, los protagonistas se confunden en la mente del lector, sobran personajes y cap¨ªtulos, los enredos se entremezclan, las pistas se pierden, todo suena a sabido por la reiteraci¨®n de los chanchullos, pocas veces se llega al final y a¨²n menos al fondo de ning¨²n asunto, nadie se da por enterado de nada y pocos pagan de verdad sus fechor¨ªas. La acumulaci¨®n de casos y su similitud son tales que ni los pintorescos nombres con los que son denominados ¡ªG¨¹rtel, Campe¨®n, ITV, N¨®os, Emperador, Palma Arena, Pok¨¦mon, Clotilde, Mercurio, Palau, Pretoria, Malaya, Ballena Blanca, etc¨¦tera¡ª sirven para individualizarlos en la mente del lector. Hay miles de imputados, cientos de sumarios pudri¨¦ndose en los juzgados, nadie devuelve un euro y el conjunto es una novela sembrada de indicios concluyentes de los que nadie saca conclusiones, de acciones sin consecuencias, de responsables que no se responsabilizan de nada y de v¨ªctimas impotentes ante la insultante impunidad de los culpables.
No es una novela para abandonarla distra¨ªdamente a media lectura: es una novela para arrojarla con rabia contra la pared. Hoy, esta novela tiene un protagonista indiscutible, el preso de Soto del Real, y los indicios sobre la financiaci¨®n ilegal del partido del que era tesorero son tan abrumadores que si de verdad fuera una novela no podr¨ªamos abandonar la lectura hasta llegar al final, con las dimisiones y condenas pertinentes, que sin duda ser¨ªan ejemplares. Pero aqu¨ª nadie escribe el ¨²ltimo cap¨ªtulo y nosotros seguimos en suspenso, sin saber c¨®mo acaba el denigrado protagonista de Desgracia ¡ªque, si la traducci¨®n fuera fiel, deber¨ªa titularse Deshonra, por cierto¡ª ni qu¨¦ tipo de maldici¨®n pesa sobre la estirpe de los Buend¨ªa. ?C¨®mo no van a cundir el cinismo y la desafecci¨®n?
Estoy convencido de que la mayor¨ªa de nuestros pol¨ªticos son honestos y la mayor¨ªa de nuestros jueces, diligentes y capaces. Pero es obvio que algo est¨¢ fallando. Algo fundamental.
Carles Casajuana es diplom¨¢tico y escritor.
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