La formaci¨®n de las culturas nacionales
El historiador debe preguntarse por la cohesi¨®n social que pide cada comunidad
Es una completa obviedad afirmar que la forma como los historiadores se acercan al pasado var¨ªa con el tiempo. Solo que el tiempo se mide, al igual que en el resto de ciencias sociales, por la sucesi¨®n de rupturas en la forma de interpretaci¨®n del pasado que condicionan el desarrollo de la disciplina. Por esta raz¨®n, los historiadores sabemos que el a?o 1983 constituy¨® un momento importante en los estudios sobre el nacionalismo. Reputados historiadores y soci¨®logos, nada menos que Eric Hobsbawm, Ernest Gellner y Benedict Anderson, publicaron en aquella fecha algunos de los libros m¨¢s brillantes y desprejuiciados sobre el fen¨®meno. Uno de ellos, The Invention of Tradition, preparado por el primero de estos autores en colaboraci¨®n con el africanista Terence Ranger, se convirti¨® en un gran ¨¦xito de ventas y un semillero de estudios conforme a tal modelo. La idea que recorr¨ªa las diversas contribuciones incluidas en el libro era tan sencilla como certera: los nacionalismos contempor¨¢neos consagraron de manera deliberada una visi¨®n retrospectiva del sujeto nacional con parcial o total dejaci¨®n del indispensable rigor hist¨®rico. Hechos probados, mitos y puras y simples invenciones se combinaron de modo muy parecido en todas partes para dar una p¨¢tina de antig¨¹edad y asentamiento centenario a las grandes naciones triunfantes. Sana reacci¨®n, la iconoclastia y humor brit¨¢nico de aquellos cient¨ªficos sociales dio alas a una reconsideraci¨®n completa de la g¨¦nesis y la formaci¨®n de aquellas mitolog¨ªas, de tan evidente utilidad en t¨¦rminos pol¨ªticos. Dicho de otra manera, terminaron de una vez por todas con la aparente comodidad con que se manejaban las historias nacionales,el molde compacto y forjador de consenso sobre el que se asentaron las historiograf¨ªas prevalecientes.
La tetralog¨ªa de Wagner contribuy¨® a la construcci¨®n de la naci¨®n alemana
El flanco m¨¢s vulnerable de la cr¨ªtica al esencialismo del discurso nacional debe buscarse, no obstante, en la dificultad de encajar la respuesta a dos preguntas que caen por su peso: ?sobre qui¨¦nes se proyecta tal discurso?; ?qu¨¦ necesidades satisface en qui¨¦nes lo formulan y a qui¨¦nes se dirige? Enfocado as¨ª, resulta f¨¢cil entender que sin una elaboraci¨®n m¨¢s compleja no es posible desentra?ar los motivos por los que aut¨¦nticas supercher¨ªas hist¨®ricas (el mito del Cid, fundador del castellanismo y, en consecuencia, de una periferia peninsular sospechosa) o confusiones interesadas (1714 como guerra entre Catalu?a y Espa?a) prosperan y terminan siendo aceptados como parte de la legitimidad nacional. ?Alguien puede pensar seriamente que los alemanes del Kaiserreich bismarckiano daban por buenos los mitos germ¨¢nicos de la famosa tetralog¨ªa de Richard Wagner? Sin embargo, aquella mitolog¨ªa contribuy¨® a la consolidaci¨®n de una cultura y una psicolog¨ªa indispensables para la construcci¨®n de la moderna y tard¨ªa naci¨®n alemana, formada con los retazos de Estados heredados de un pasado de fragmentaci¨®n y diferencia. Es en la recepci¨®n del mensaje, entonces, donde intervienen otros factores, muchos de los cuales desbordan el estricto registro nacional: marcas de g¨¦nero para la definici¨®n del ideal patriarcal que deber¨¢ prevalecer; mitificaci¨®n de un pasado org¨¢nico y ordenado en un mundo de atomizaci¨®n mercantil y clases sociales en lucha en un contexto de emergencia de la industria a gran escala; quiebra del mundo rural anterior y migraciones de dimensi¨®n desconocida. Si atendemos a la naturaleza del cambio social, la formaci¨®n de las culturas nacionales, con su compleja mezcla de mitos, desarrollo de las ciencias sociales y filol¨®gicas y cultura de masas, presenta m¨²ltiples facetas y combinaciones. Como en el interior de toda gran cultura coexisten fermentos muy diversos, casi nunca es f¨¢cil determinar qu¨¦ es lo que prevalece, se impone y se?ala una direcci¨®n precisa. Paradojas de la modernidad, la cultura del nacionalismo nunca hubiese podido funcionar por s¨ª sola, desgajada de otros registros propios de toda cultura moderna, muchos de los cuales son internacionales por definici¨®n.
No es este el ¨²nico problema de calado que plantea el llamado viraje modernista. Uno de nuestros retos mayores es identificar con precisi¨®n a la comunidad que reclama aquel discurso en apariencia sencillo, enga?oso y congratulatorio. Y esta comunidad nunca fue una creaci¨®n de nuevo cu?o sino que acumulaba mucha historia detr¨¢s. Quienes la formaban pueden sin duda ser identificados: cuerpos intermedios en una sociedad de antiguo r¨¦gimen (c¨¢maras de representaci¨®n; corporaciones locales; gremios artesanos); comunidades religiosas o de lengua; gentes unidas por la lealtad al rey o al se?or, aunque lealtades mediadas por estructuras familiares, linaje o clan. La pregunta adecuada, entonces, es responder con precisi¨®n qu¨¦ factores de cohesi¨®n social y cultural operaban de manera significativa en el alba de las grandes revoluciones contempor¨¢neas porque la naci¨®n moderna no se afirm¨® en lugar alguno sobre un mundo desorganizado o prepol¨ªtico. La vigencia de aquellos nexos sociales explica, entre otras cosas, que la transmutaci¨®n de las fronteras mon¨¢rquicas en espacio de soberan¨ªa nacional exigiese violencias simb¨®licas de todo orden y, entre ellas, la formaci¨®n de un discurso legitimador pol¨ªticamente orientado. En este orden, un reciente libro de David Bell desmitifica de una vez por todas la idea del franc¨¦s identificado con la revoluci¨®n y los patois (lenguas usadas en el espacio p¨²blico y los parlamentos aunque no en las instituciones centrales de la Monarqu¨ªa) con la reacci¨®n legitimista, para mostrar las ra¨ªces religiosas de la imposici¨®n del franc¨¦s mon¨¢rquico al conjunto de la nueva naci¨®n, en lugares donde no constitu¨ªa siquiera la lengua de relaci¨®n social. Se entiende entonces que la Declaraci¨®n de los Derechos del Hombre de 1789 advirtiese (preventivamente) que ning¨²n individuo ni ninguna corporaci¨®n pod¨ªa desafiar la soberan¨ªa nacional. El problema era notable porque las fronteras de las monarqu¨ªas europeas se formaron con prop¨®sitos din¨¢sticos y militares las m¨¢s de las veces, incorporando a comunidades de connacionales muy diversas, en ocasiones en espacios lejanos fuera de Europa. No est¨¢ de m¨¢s mencionar, al respecto, que la primera Constituci¨®n liberal espa?ola, la de 1812, afirm¨® infructuosamente el espacio de la soberan¨ªa nacional desde la frontera con Francia hasta la Patagonia y Manila. Lo que sucedi¨® despu¨¦s nos es conocido. Diferencias en el desarrollo econ¨®mico y social reprodujeron sentidos de la diferencia que nunca hab¨ªan desaparecido del todo, desgajando imperios o emergiendo como proyectos alternativos en el espacio de la naci¨®n grande. En uno y otro caso, la necesidad de una cultura nacional legitimadora y cohesionadora era m¨¢s que obvia. Cuanto m¨¢s ag¨®nica la necesidad de la misma; mayor propensi¨®n a la distorsi¨®n mitol¨®gica de sus elementos constitutivos, el relato del pasado nacional en primer lugar.
La perspectiva revisionista del nacionalismo tiene evidentes limitaciones
La clave se situ¨® en la radicalidad de la soberan¨ªa invocada sobre el conjunto nacional, un acto de voluntad -¡ªel plebiscito cotidiano al que se refer¨ªa Renan¡ª ajeno en buena medida a la complejidad de los sujetos implicados. Por esta raz¨®n, el discurso abiertamente nacionalista no puede ser m¨¢s que un discurso radicalmente nuevo. Un discurso llamado a conferir unidad y prop¨®sito a culturas y formas de sociabilidad dispersas de orden y origen muy diverso; a naturalizarlas en su seno para hacerlas relevantes en la afirmaci¨®n del grupo, para s¨ª mismo y frente a otros. En otros t¨¦rminos: la cultura del nacionalismo precis¨® fagocitar en su interior las viejas lealtades de oficio y trabajo, lengua, religi¨®n o particularidad significativa que antes se solapaban y contrapesaban, hasta aparecer como una proyecci¨®n natural del pasado y el presente nacional. En este punto, la perspectiva revisionista de 1983 adquiere su sentido innegable y muestra al mismo tiempo limitaciones evidentes.
Josep M. Fradera es catedr¨¢tico de Historia de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.
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