Un fr¨ªo de muerte
?A qu¨¦ impulso responde el esperar a la intemperie a la una de la madrugada para decir adi¨®s a alguien que ya no puede o¨ªrte?
Al grito de "Pan, trabajo y libertad" m¨¢s de 100.000 personas recorrieron el Camino de los Vinateros en Moratalaz, mi barrio. Era el a?o 1976. En una noche de abril de 1977 las calles herv¨ªan de coches que cruzaban Madrid enarbolando banderas rojas, reproduciendo a golpe de claxon la musiquilla que celebraba la legalizaci¨®n del PCE. El 24 de febrero de 1981 una multitud atravesaba la glorieta de Atocha condenando el intento de golpe de Estado de Tejero. El 21 de enero de 1986 los madrile?os acompa?aban la carroza f¨²nebre de su alcalde m¨¢s querido, Tierno Galv¨¢n. Yo me sum¨¦ al duelo, baj¨¦ a Neptuno desde ese ¨¢tico de la calle de las Huertas en el que hac¨ªa radio, y quise ver y vivir, con mi grabadora al hombro, en un intento de capturar el ambiente, los comentarios y la respiraci¨®n del silencio colectivo. Ya hab¨ªa brujuleado por la Carrera de San Jer¨®nimo la noche en la que los socialistas estrenaron el poder en 1982 y la pareja Gonz¨¢lez-Guerra se asom¨® con las manos entrelazadas en se?al de uni¨®n y fuerza a la ventana del Palace.
Por mucho que Su¨¢rez surgiera de las filas franquistas se crey¨® con firmeza su papel de representante de la voluntad popular
Son im¨¢genes recogidas por la prensa, tan populares algunas de ellas que modifican el recuerdo personal, porque unas veces pude ver las cosas desde muy cerca, otras desde lejos, y la mayor¨ªa, en mi calidad de bajita, las respir¨¦, pero casi ni las vi. Son todas ellas escenas en donde lo hist¨®rico se une a lo ¨ªntimo, al confuso libreto ideol¨®gico de la adolescencia, a los amores de entonces, a las amistades que el tiempo ha borrado. Estuvieron las peligrosas manifestaciones que se convocaban en mis tiempos de instituto, en las que yo quer¨ªa estar, pero siendo invisible.
O esas otras m¨¢s pr¨®ximas que condenaron los asesinatos de Tom¨¢s y Valiente y de Miguel ?ngel Blanco que emanaban dolor y rabia, plenas de gran intensidad emocional. Aquella de 2003 en contra de la guerra de Irak en la que una abrumadora multitud exig¨ªa a Aznar la no intervenci¨®n y esa otra de 2004 en la que la calle mostraba la repulsa a las bombas de Atocha y el deseo imperioso de conocer la verdad. Cada uno de esos momentos tuvo el sello de la condena, la reivindicaci¨®n y el dolor, pero a las razones concretas por las que el pueblo pis¨® masivamente la calle subvirtiendo el ritmo urbano se un¨ªa esa emocionante paralizaci¨®n de la vida diaria en defensa de la justicia y en contra de la violencia o del abuso de poder.
La otra noche, sin pensarlo demasiado, sal¨ª de un restaurante con ¨¢nimo de volverme a casa y me acab¨¦ dejando llevar del brazo de un amigo embaucador hasta la puerta del Congreso de los Diputados. En estos casos, uno siempre se acaba alegrando de haber vencido la pereza. El tiempo no acompa?aba, el fr¨ªo fulmin¨® los animosos efectos del vino. Una hilera silenciosa de ciudadanos de toda ¨ªndole guardaba turno para decir adi¨®s a un presidente con el que los peri¨®dicos hab¨ªan acabado 48 horas antes, haci¨¦ndose eco del extra?o titular que les regal¨® el hijo del ilustre moribundo; yo me preguntaba a qu¨¦ impulso responde el estar a la intemperie a la una de la madrugada esperando para decir adi¨®s a alguien que ya no puede o¨ªrte.
En esto, mi amigo, el embaucador, me puso la mano sobre el hombro y me col¨® con artes de suavidad y descaro, a¨²n me pregunto c¨®mo, y yo me dej¨¦ embaucar, que esa es otra. Rogu¨¦, mientras me acercaba a la sala convertida en capilla ardiente, para que no se le viera el rostro al difunto, que es una pr¨¢ctica de impudor a la que se somete a los grandes hombres que ya no pueden defenderse, y me sent¨ª aliviada cuando vi que el ata¨²d ocultaba los restos de Adolfo Su¨¢rez.
Uno no pod¨ªa detenerse, pero aun as¨ª a m¨ª me recorri¨® el cuerpo el halo de fr¨ªo que siempre me transmite la presencia de los muertos. Sent¨ª emoci¨®n. E hice un esfuerzo por sentirla, por desterrar de mi mente el distanciamiento sentimental que a menudo me impongo en las tramposas emociones colectivas. Ah¨ª estaba este Su¨¢rez del que tanto se ha escrito y se ha dicho en estos d¨ªas. Unas veces con mezquindad a la espa?ola, otras con pomposidad marca Espa?a y las m¨¢s escasas con sosiego y justicia tan poco espa?oles.
Gran columna la de Soledad Gallego D¨ªaz, si se les pas¨®, l¨¦anla. Porque aqu¨ª, o se exalta o se condena, no hay manera de despedir con mesura a quien fue una figura hist¨®rica desde el primer momento en que comenz¨® a trabajar en unos acuerdos pol¨ªticos hoy tan denostados.
Su¨¢rez, el hombre que consigui¨® que los militares se cuadraran ante la presencia de un presidente democr¨¢tico, habitaba el mundo de los inocentes hac¨ªa ya mucho tiempo, pero ese silencio forzado por la enfermedad se ha convertido, parad¨®jicamente, en ejemplo involuntario para esos otros que no han sabido renunciar ni al poder ni a la vida p¨²blica, enturbi¨¢ndola a menudo con su presencia.
Muchas p¨¢ginas se han dedicado al hombre que permaneci¨® sentado en su sill¨®n mientras el Congreso era tomado por las armas. Para m¨ª ese gesto se resume en pocas palabras: por mucho que aquel individuo hubiera surgido de las filas franquistas se crey¨® con firmeza su papel de representante de la voluntad popular. Y no se tir¨® al suelo. Su valent¨ªa ampar¨® unos principios s¨®lidos. Por eso creo que quiso despedirlo tanta gente. Al menos as¨ª lo interpret¨¦ yo en esa noche fr¨ªa que invitaba poco a salir de casa.
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