Largo viaje hacia la transparencia
Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez sabe ahora c¨®mo es el alma invisible del hielo. Fortuna ser¨¢, para cada uno de nosotros, alcanzar a ver con luminosa claridad cu¨¢l ha sido nuestro ya ineludible cielo prometido
Nunca llegu¨¦ a leerlo, aunque era el libro que m¨¢s me atra¨ªa en la biblioteca de mis padres. Seguramente me cautivaba el t¨ªtulo, tan seductor como repelente. Se llamaba Primavera mortal y lo hab¨ªa escrito un h¨²ngaro entonces extensamente le¨ªdo, pero hoy desaparecido, Lajos Zilahy. Creo que en posteriores ediciones se le cambi¨® el t¨ªtulo por otro m¨¢s comercial, Primavera mort¨ªfera. Se me asociaba con un verso famoso: ¡°Abril es el m¨¢s cruel de los meses¡±. Un verso a veces prof¨¦tico.
La ¨²ltima primavera est¨¢ siendo especialmente mort¨ªfera con mis amigos, Ana Mar¨ªa Moix, Leopoldo Panero, Jos¨¦ Mar¨ªa Castellet... Ojal¨¢ que Garc¨ªa M¨¢rquez sea tan solo su invitado final. Ahora le veo, en alg¨²n momento del siglo pasado, abriendo la puerta de su modesto apartamento en la calle de la Rep¨²blica Argentina de Barcelona, donde ten¨ªa que entregarle unas galeradas de parte de Carlos Barral. Vest¨ªa un ch¨¢ndal azul prusia, muy notable en una ¨¦poca en la que a¨²n no se hab¨ªa aprobado el ch¨¢ndal ni siquiera como prenda casera. Sonaba una m¨²sica y con el desparpajo de la juventud le dije que era una de mis piezas favoritas. Le llam¨® la atenci¨®n y me hizo pasar para terminar de o¨ªrla. ¡°Es usted la primera persona que conozco que la conoce¡±, dijo con aquella facilidad para el juego de palabras tan t¨ªpico de su generaci¨®n. A partir de entonces siempre que nos ve¨ªamos me hablaba de aquel cuarteto de Bart¨®k y yo le comentaba que era el ¨²nico escritor que conoc¨ªa que lo conoc¨ªa.
Menos la ¨²ltima vez, har¨¢ cosa de cinco a?os. Fue en casa de Carmen y con los encantadores Feduchis. En alg¨²n momento de la comida sali¨® a relucir el bello soneto an¨®nimo que comienza con el verso, ¡°No me mueve mi Dios para quererte¡±. Comenz¨® a recitarlo Luis Feduchi, pero se le a?adi¨® Garc¨ªa M¨¢rquez y lo dijeron a capella. Sigui¨® luego una conversaci¨®n sobre asuntos generales hasta que la interrumpi¨® la voz de Gabo que comenz¨® de nuevo con ¡°No me mueve mi Dios para quererte¡±. Luis se uni¨® tambi¨¦n en esta ocasi¨®n al recitado. La escena se repiti¨® 10 o 12 veces. Luis le sigui¨® en todos los recitados. Gabo dec¨ªa los versos lentamente, como si los paladeara, y a veces con los ojos cerrados.
Podr¨ªa haber sido una broma muy de los a?os setenta. Recuerdo escenas similares con amigos recitando una y otra vez un verso, un poema, un fragmento de novela. En mi grupo de colegas, casi todos escritores, pod¨ªamos repetir docenas de veces: ¡°Es cierto, el viajero que saliendo de Regi¨®n pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real¡¡±. Cualquier ocasi¨®n era buena para ello, nadie pod¨ªa pronunciar la frase ¡°es cierto¡¡± sin que se le echara encima la jaur¨ªa presente para continuar la cita a coro y luego repetirla a lo largo de la noche tantas veces como aguant¨¢ramos hasta aburrirnos.
Para amar algo, sea un dios o una compa?¨ªa, no es necesario que sea una garant¨ªa de felicidad
Pero esta vez no era ninguna broma. Aunque yo dir¨ªa (no lo s¨¦, por supuesto) que Garc¨ªa M¨¢rquez no ten¨ªa creencias religiosas, aquel soneto, como cualquier obra maestra del lenguaje, le permit¨ªa participar de toda la esperanza, de todo el consuelo que suele aportar una religi¨®n. La perfecci¨®n de la palabra escrita con arte, el resplandor de la verdad que lleva consigo, bastan para entender que el sentido de nuestras vidas es exactamente aquel que nosotros le damos, el que alcanzamos a cristalizar en algunos momentos excepcionales. As¨ª podr¨ªamos nosotros ahora, si esto fuera una comida de amigos y lectores, comenzar a repetir una y otra vez, ¡°Muchos a?os despu¨¦s, frente al pelot¨®n de fusilamiento el coronel Aureliano Buend¨ªa hab¨ªa de recordar aquella tarde remota en que su padre le llev¨® a conocer el hielo¡±. Porque quiz¨¢s en esta frase se encuentre el sentido mismo de la vida de Garc¨ªa M¨¢rquez, as¨ª como la de Regi¨®n resume de modo extraordinario la vida de Benet, aquel viajero que para llegar a donde quer¨ªa, ¡°siguiendo el antiguo camino real¡±, no pod¨ªa dejar de ¡°atravesar un peque?o y elevado desierto que parece interminable¡±. Comienzos de obras inmortales que son tambi¨¦n reflejos de vidas completas.
El segundo verso del soneto an¨®nimo a?ade una causa determinante al primer verso: ¡°No me mueve mi Dios para quererte / el cielo que me tienes prometido¡±. Para amar algo, sea un dios, una compa?¨ªa, un soneto, un paraje o la literatura misma, no es necesario que veamos en ello una garant¨ªa de felicidad, como pretend¨ªa Keats, para quien la belleza encerraba siempre una promesa de gozo perpetuo, ya que nunca se marchitaba: ¡°Lo hermoso es alegr¨ªa para siempre?/ su encanto se acrecienta y nunca vuelve a la nada¡±, dice el poeta en la traducci¨®n de Irene.
El verso es muy bonito, A thing of beauty is a joy for ever, pero es falso. El gozo de la belleza es pasajero y siempre vuelve a la nada. Ese es precisamente su encanto, que es ef¨ªmero y debe ser tomado al vuelo, dura un instante y desaparece. Es la peque?a estrella shakespeariana que uno desear¨ªa ver danzar en la palma de la mano y observar su centelleo durante a?os y a?os placenteros, pero el lugar de la estrella es el firmamento en donde parpadea durante unas horas y ni siquiera podemos saber si su luz viene de un astro vivo o de una estrella muerta.
Por esta raz¨®n cuando queremos a alguien o algo no suelen movernos sus promesas de felicidad, sino m¨¢s bien su naturaleza transitoria, fugaz, la belleza de su paso ¨ªgneo antes de fundirse en la helada luna de la noche sin fin. Participar de esa fugacidad es la aut¨¦ntica alegr¨ªa, acabe como acabe. As¨ª lo dec¨ªa Ishmael, tras la cat¨¢strofe del capit¨¢n Ahab y su velero, el Pequod: ¨¦l estaba all¨ª y por eso pudo contarlo, porque todo lo vio y particip¨® del instante en que el gigantesco Leviat¨¢n engulle en las simas del oc¨¦ano al infame, al obsesivo, al destructivo perseguidor de Moby-Dick. Tambi¨¦n en las destrucciones hay una chispa de belleza cuando la destrucci¨®n arrastra al maligno.
Tambi¨¦n en las destrucciones hay belleza cuando la destrucci¨®n arrastra al maligno
Y all¨ª, frente al pelot¨®n de fusilamiento, est¨¢ tambi¨¦n el testigo de una destrucci¨®n, esta vez definitiva, con su ¨²ltimo recuerdo. En el chispazo que va a llevarle a las simas de la nada, el coronel vislumbra la posible raz¨®n de toda su existencia, ¡°aquella tarde remota en que su padre le llev¨® a conocer el hielo¡±. Suelen decir algunos escritores que en el momento preciso de la muerte, un instante antes de que se abra la puerta del sue?o eterno, toda nuestra vida circula velozmente por una memoria que se despide de s¨ª misma. Prefiero pensar que m¨¢s bien la memoria elige un instante privilegiado, un momento en el que se concentra todo el sentido posible de nuestra existencia, y con ¨¦l nos ensimisma. El caso m¨¢s exacto y precioso que conozco es el que relata Ambrose Bierce en El puente sobre el r¨ªo del b¨²ho.
Como el hombre del cuento de Bierce, que va a morir de un momento a otro sobre el funesto r¨ªo de Alabama, no sin que antes la memoria le arranque del presente con una prodigiosa mano m¨¢gica, as¨ª tambi¨¦n el coronel, erguido ante la muerte, recibe la visita de un recuerdo espec¨ªfico e imborrable, aquel d¨ªa en que su padre le llev¨® a conocer el hielo. Y no es que su padre ¡°le ense?ara¡± o ¡°le mostrara¡± el hielo, es que le llev¨® a ¡°conocerlo¡±. Tantos ni?os han esperado impacientemente a conocer el mar, a conocer la caza del oso, a conocer el amor, a conocer el mundo, a conocer la victoria, que el conocimiento del hielo es una hip¨¦rbole magn¨ªfica de todas las desesperadas ilusiones de la infancia.
El cielo que nos tiene prometido, la inmarchitable belleza eterna, el siempre te amar¨¦, la estrella cautiva, la perduraci¨®n de lo maravilloso, se truecan, en el instante supremo, en un radiante pedazo de hielo, en el remolino espumoso de la ballena blanca hundi¨¦ndose para siempre, en la estrella que se posa en tu mano durante unos segundos. A cada cual, seg¨²n sus merecimientos.
Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez sabe ahora c¨®mo es el alma invisible del hielo. Fortuna ser¨¢, para cada uno de nosotros, alcanzar a ver con luminosa claridad, en el rel¨¢mpago previo a la oscuridad eterna, cu¨¢l ha sido nuestro ya ineludible cielo prometido.
F¨¦lix de Az¨²a es escritor.
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