Digbou¨¦: redes, papeles y abandono
Un peque?o pueblo pescador al suroeste de Costa de Marfil, asentamiento de ghaneses que esperan la nacionalidad, pena por servicios b¨¢sicos
Denis ejerce de portavoz de los jefes de Digbou¨¦ cuando llegan los visitantes. Los jefes no pueden hablar directamente con los que llegan de fuera. Y viceversa. Disponen una mesa y unas sillas de pl¨¢stico y ofrecen a los invitados nuez de cola en dados y un platito con pimienta para acompa?ar, adem¨¢s de vasos con agua fr¨ªa y bandji, el vino de palma local. Las mujeres del pueblo han pasado la ma?ana hirviendo ?ames y preparando pescado en salsa en grandes calderos que bullen sobre peque?as lumbres alimentadas con le?a. Ahora, una multitud expectante se re¨²ne en torno a la carpa que protege a jefes y visitantes del cielo gris¨®n. Hace calor y un mar furioso se pelea contra la playa dorada mientras un cami¨®n extrae arena de la orilla.
Digbou¨¦ es un asentamiento de pescadores ghaneses instalados en Costa de Marfil desde hace generaciones. Se sit¨²a en el litoral al suroeste del pa¨ªs, cerca de la frontera con Liberia y de San Pedro, el segundo puerto marfile?o tras Abiy¨¢n, la capital econ¨®mica del pa¨ªs. Sus habitantes viven de la pesca y de ahumar con le?a sus capturas, dispuestas sobre rejas met¨¢licas en fumoirs (ahumaderos) de barro.
La pesca ha sido, en las costas marfile?as, un sector tradicionalmente dominado por extranjeros. La mayor¨ªa de ellos, hasta un 90%, ghaneses. Lejos de la aparente uniformidad con la que se suele definir la emigraci¨®n, en el caso de ?frica occidental atiende, al menos, a tres razones: la b¨²squeda de una fuente mejor de ingresos, el aprovechamiento de las redes comerciales que existen con sus compatriotas y el conocimiento del trabajo que van a realizar de manera temporal. En este caso, la pesca.
El grupo ¨¦tnico fante, que parti¨® de la zona central de la costa ghanesa, se asent¨® en diversos puntos del litoral de Costa de Marfil. El otro grupo mayoritario dedicado al arte de la pesca en Ghana, los ewe, tambi¨¦n se instal¨® en campamentos provisionales a lo largo de la orilla marfile?a, inmensa y dorada, respaldada por palmeras, alg¨²n arrozal y la esperanza de una vida mejor. De cambio. Ellos proceden del Este de Ghana.
En principio, el arreglo era por un tiempo. Lo justo para ahorrar y enviar a la familia un poco de ox¨ªgeno. Si sobraba, para vivir. Pero las circunstancias hist¨®ricas, tanto en Costa de Marfil como en Ghana, hicieron que lo que iba a ser una situaci¨®n transitoria se convirtiera en una indefinici¨®n cantada en ingl¨¦s, franc¨¦s y lenguas locales y aderezada por el salitre, la humedad y las letan¨ªas de una ristra de pol¨ªticos que han buscado, sin ¨¦xito, una respuesta a los problemas de estas comunidades.
En la playa de Digbou¨¦, los vecinos miran de reojo, con desconfianza, hacia los camiones que extraen arena casi donde rompen las olas.
La pesca en las costas marfile?as es un sector dominado por extranjeros; hasta un 90%, ghaneses
La extracci¨®n se produce muy cerca de la orilla y hace que la ca¨ªda al mar sea m¨¢s abrupta, revolucionando aun m¨¢s el oleaje y dificultando la entrada de las piraguas en el oc¨¦ano. A pesar de eso, cantan y bailan en homenaje a un grupo de periodistas, empresarios y agentes de viaje que llega con el Ministerio de Turismo, en alas de promesas de inversi¨®n. Quiz¨¢s pretenden olvidar que est¨¢n lejos de todo, carecen de m¨¦dico y sufren una carretera accidentada, un puro barrizal roturado por los camiones que cargan la arena para las obras de acondicionamiento de la red viaria de San Pedro. "Si nos ponemos enfermos, no tenemos manera de llegar al hospital", protesta uno de los jefes locales ante las autoridades llegadas de San Pedro. "Aqu¨ª nos morimos".
Sobre la arena pesada, Kwame, de unos 40 a?os y de la etnia ewe, empalma cigarrillos de los turistas y risas sobresaturadas de bandji. Explica que el negocio de la pesca ahora no va muy bien porque los grandes barcos pesqueros faenan delante de ellos y s¨®lo les dejan los restos. "Llegu¨¦ aqu¨ª hace 21 a?os y he viajado por las costas de Ben¨ªn, Togo, Ghana, Costa de Marfil, Liberia, Sierra Leona y Guinea", narra. Mientras vuelve a encender lo que le queda de colilla, justifica por qu¨¦ emigr¨® a esos pa¨ªses: "En busca de un trabajo en un barco pesquero. Somos los mejores en este oficio y pens¨¦ que ser¨ªa f¨¢cil. Pero la suerte no siempre viaja contigo", razona en un ingl¨¦s con acento desgastado.
Papeles y repatriaciones
Denis se arrima a los visitantes cuando se terminan las formalidades. Tras probar educadamente la comida e intercambiar cortes¨ªas, locales y extra?os pasean juntos entre las huellas de los desmesurados neum¨¢ticos de los camiones, dejando la playa a sus espaldas. Denis es un hombre t¨ªmido, con una sombra de barba oscureci¨¦ndole la cara y aspecto sufrido, de unos 30 a?os. Hace saber a los visitantes que se siente m¨¢s c¨®modo en ingl¨¦s que en franc¨¦s y, a continuaci¨®n, procede a contarles que estuvo en Espa?a.
"Fue en el 2012", cuenta Denis. "Apenas dos d¨ªas y me repatriaron. Antes estuve en Italia dos veces. Llegu¨¦ como poliz¨®n. Trabajaba de estibador en el puerto de San Pedro y me col¨¦ en un barco. Durante la ¨²ltima guerra me mataron a dos hermanos. No pude m¨¢s. Ten¨ªa que irme". Y garrapatea su n¨²mero en un papel, ansioso por mantener el contacto con Espa?a, con ese para¨ªso que apenas toc¨® y del que le expulsaron sobre la marcha.
Mientras, una de las vecinas, Th¨¦r¨¨se, muestra el laborioso proceso de ahumado del pescado y los peque?os crust¨¢ceos que luego acaban en salsas, sopas y convertidos en un polvo que se a?ade para dar gusto a la comida.
La historia de Th¨¦r¨¨se (53 a?os) se pierde entre el humo de las planchas en las que seca el pescado. Lleva 16 a?os en el mismo lugar, aunque su dinamismo y vitalidad lo desmentir¨ªan. Es una mujer grande, risue?a, vestida con colores alegres y que casi no suda junto al fuego, donde se maneja con la destreza que da la costumbre.
La sensaci¨®n t¨¦rmica bajo el fog¨®n roza lo insoportable, pero el olor engancha. Hay hambre, comienza a caer la tarde y los mosquitos hacen su particular agosto. "Somos una comunidad enorme. Y tan enorme que nos tienen abandonados. Solos con nuestro pescado y sin papeles", se queja Th¨¦r¨¨se.
Su marido, Philip, da m¨¢s detalles por tel¨¦fono. "Nuestra idea era trabajar durante dos a?os antes de volver. Pero todo se torci¨® por la maldita guerra. Me hago viejo y mis manos ya no sirven ni para poner el cebo", protesta. La madre de Th¨¦r¨¨se, Martha (70 a?os), se deja fotografiar en la penumbra de un fumoir. Es una mujer que apenas peina canas y que no parece ahumada despu¨¦s de casi dos d¨¦cadas anclada en Digbou¨¦. Aventura que esperan que el Gobierno cumpla sus promesas. "Nos deben agua potable y electricidad, ya que los papeles de refugiados o de ciudadanos marfile?os, despu¨¦s de tantos a?os, sabemos que nunca los tendremos", se resigna.
En el puerto
Digbou¨¦ es un lugar pobre, con casas de adobe cubiertas con pl¨¢stico, ca?izos y planchas met¨¢licas. Da la impresi¨®n de autenticidad y tambi¨¦n de desesperanza. Igual que las piraguas en el puerto de pescadores de San Pedro. De nuevo, m¨¢s ghaneses que tradicionalmente han faenado en Costa de Marfil y que navegan entre el ingl¨¦s y el franc¨¦s, adem¨¢s de sobre las olas de un mar turbulento.
Hay veces en las que no salen a faenar por falta de dinero para combustible. Esos d¨ªas, los cayucos cargados de plegarias en ingl¨¦s, pintadas entre brochazos de vivos colores, cabecean suavemente pegados al muelle. Los hombres remiendan redes y las mujeres se re¨²nen en grupos con los ni?os, dormitando a la sombra para sobrellevar el tedio.
Eduard, de 52 a?os, se enfrenta a una de esas ma?anas sin faenar embutido en un mono naranja salpicado de pintura blanca y verde y de noches de muelle. Resume su epopeya de mar con buena entonaci¨®n, sentado entre redes y nasas. La suya es una historia de ¨¦xito, pero aun as¨ª espera tiempos mejores. Oficio: contramaestre. Natal de Accra, capital de Ghana.
"?Espa?a? ?Claro que la conozco! He pescado la gamba de Huelva y el at¨²n en el Cant¨¢brico. (...) Mi salida para no volverme loco fue el mar y mi mente casi naufraga en el intento. Mataron a mis padres y a mi ¨²nico hermano. As¨ª que preguntando y pagando llegu¨¦ a San Pedro. Ahora, mientras sale alg¨²n viaje de trabajo para Europa, recojo le?a en la laguna para las mujeres que ahuman el pescado", explica.
Nuestra idea era trabajar durante dos a?os antes de volver. Pero todo se torci¨® por la maldita guerra
Philip, refugiado ghan¨¦s
Desde San Pedro parten el cacao y el caf¨¦ rumbo a destinos extranjeros. Era uno de los enclaves cr¨ªticos durante la guerra y tiene un historial de migraciones y violencia. La calle principal se llena de manchas de combustible y veh¨ªculos a medio desguazar, de obras, de gente que se busca la vida, de reba?os de corderos. Una l¨ªnea de playas salvajes se despliega entre cocoteros y mangles, aunque dicen que no pueden competir con las de Sassandra, Assinie o Monogaga. Hay un peque?o aeropuerto y al norte queda la reserva de Thai, segunda selva primaria de ?frica y patrimonio de la Humanidad.
Se llega a San Pedro a trav¨¦s de carreteras dif¨ªciles, que cruzan algunos restos de selva entreverada de hileras de caucho, cacao, papayeras y plataneras y de cultivos de arroz sobre los que doblan el espinazo campesinos solitarios.
En sus alrededores menudean sitios como Digbou¨¦, pobres, laboriosos y dignos, llenos de extranjeros que no acaban de encontrar su sitio en el pa¨ªs de la hospitalidad. Da la impresi¨®n de que el pedacito de costa donde Denis sue?a con Espa?a y Th¨¦r¨¨se ahuma pescado, esperando in¨²tilmente unos papeles que no llegan, es la ¨²ltima esquina de San Pedro y de este pa¨ªs. Humilde y dolida, se encuentra a a?os luz de los hoteles, la bulla de los maquis y las demostraciones de bolo super en la c¨¢lida arena de playas m¨¢s felices.
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