Dimitir a tiempo
El PP prescinde de imputados porque debe responder al mensaje de las urnas
El debate sobre si la imputaci¨®n judicial es suficiente para que el afectado abandone la vida p¨²blica o si hay que esperar a la apertura de juicio ha quedado atr¨¢s por la presi¨®n social contra la corrupci¨®n. Los nuevos dirigentes tienen necesidad de demostrar a los ciudadanos que han emergido para algo, como lo prueba la rapidez con que Albert Rivera ha atribuido a su partido el m¨¦rito de las dimisiones de Salvador Victoria y Luc¨ªa Figar, consejeros de la Comunidad de Madrid imputados en la Operaci¨®n P¨²nica.
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Es verdad que Ciudadanos exig¨ªa la renuncia de ambos para negociar la continuidad del PP en la presidencia del Gobierno madrile?o, una operaci¨®n vital para este partido si quiere mitigar la p¨¦rdida de poder territorial a pocos meses de las elecciones generales. Y eso le exige apostar por Cristina Cifuentes antes que por Esperanza Aguirre, cabeza de un PP madrile?o plagado de imputados. Mariano Rajoy, como presidente del Gobierno y del Partido Popular, ha tenido que tomar el toro por los cuernos, azuzado por el reloj que marca el tiempo que resta hasta la constituci¨®n de Ayuntamientos y de 14 Gobiernos aut¨®nomos.
Pero la cuesti¨®n de las renuncias responde a algo m¨¢s que a necesidades t¨¢cticas. Tras las elecciones del 24-M es imposible sostener que los ciudadanos blanquean la corrupci¨®n en las urnas o que les importa poco. Los nuevos pol¨ªticos han impuesto o asumido la agenda de la regeneraci¨®n de la vida p¨²blica. Y el propio CIS refleja una inquietud por la corrupci¨®n mayor que la observada en el anterior estudio de abril. Por eso resulta imposible ignorar la necesidad de multiplicar los gestos destinados a demostrar que las cosas est¨¢n cambiando, aunque ello afecte a la tantas veces proclamada presunci¨®n de inocencia.
Poco tiene que ver la situaci¨®n del presente con la de los a?os ochenta y en la primera mitad de los noventa, cuando un implacable Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar aplicaba a sus adversarios pol¨ªticos un list¨®n muy alto contra la corrupci¨®n, que despu¨¦s se qued¨® a ras del suelo cuando el PP se enroc¨® en la idea de que nadie estaba obligado a renunciar a nada mientras no decidieran los tribunales. Otros partidos, sobre todo el PSOE, se mostraron comprensivos con sus imputados y exigentes con los del resto de colores pol¨ªticos. Todo eso comenz¨® a cambiar a finales de 2014, cuando las encuestas apuntaron el tsunami electoral que estamos viviendo. Y se ha reafirmado con mayor contundencia a partir del mensaje de las urnas auton¨®micas y municipales, que deja a las fuerzas pol¨ªticas en situaci¨®n de incertidumbre ante la decisiva contienda de las elecciones generales.
Es cierto que los cambios de actitudes encierran contradicciones. La exigencia de mayor control sobre la clase pol¨ªtica debe llevar a cambios legislativos, pero, sobre todo, al establecimiento de verdaderos cortafuegos para impedir la facilidad con que circulaba el dinero corrupto. Ahora bien, las pr¨¢cticas deshonestas no se lavan de un d¨ªa para otro utilizando el list¨®n de la confusa figura jur¨ªdica de la imputaci¨®n judicial, que tanto sirve para aludir a quien tiene que acudir a declarar ante un juez, solo por indicios, como al que resulta acusado de cargos concretos.
Es sensato que las autoridades o dirigentes afectados por una investigaci¨®n judicial sobre corrupci¨®n o gestiones abusivas se aparten de la vida p¨²blica y se defiendan como personas privadas. La pol¨ªtica ha jugado a combinar con excesiva soltura las responsabilidades penales con la rendici¨®n de cuentas por la gesti¨®n realizada. El pol¨ªtico tiene que responder ante los electores y no solo ante los jueces. El abuso en la mezcla constante de ambos planos ha llevado a muchos votantes a decir: ya basta.
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