Casi todo el terror que le debemos a Christopher Lee
El actor brit¨¢nico se caracteriz¨® por su capacidad para representar el mal. Un mal tel¨²rico, m¨¢s all¨¢ de la experiencia posible
Desde Thomas Hobbes sabemos que ¡°el miedo es una pasi¨®n con la que se puede contar¡±. Una pasi¨®n sobre la que se construye una sociedad. Christopher Frank Carandini Lee, hijo de coronel de la Guardia Real y de condesa italiana, construy¨® una carrera sobre el miedo con una meticulosidad y una inventiva digna de aprecio universal (de ¡°agradecimiento emocionado¡±, dir¨ªa el Manolo Mor¨¢n de Bienvenido Mister Marshall. Pocos discutir¨¢n ¡ªy el que lo discuta, que lo diga¡ª que construy¨® para la Hammer y Terence Fisher el mejor Dr¨¢cula del cine. Confir¨ª¨® a la criatura de Bram Stoker una elegancia hipersexual, se?alada por la sangre y la animalidad, fuera del alcance de Bela Lugosi. Construy¨® notables Frankenstein, interpret¨® con solvencia a la Momia, bord¨® a Fu Manch¨², se puso un parche para clavar al villano Rochefort de Los Tres Mosqueteros y encarn¨® a un malo en una pel¨ªcula de Bond (El hombre de la pistola de oro) de nombre ex¨®tico (Francisco Scaramanga) con m¨¢s prestancia ¡ªa pesar de sus tres tetillas¡ª que el decr¨¦pito Roger Moore.
Christopher, quiz¨¢ por azar, uni¨® el cine anal¨®gico y el digital. ¡°Cruz¨® oc¨¦anos de tiempo¡± (la frase, una sentida cursiler¨ªa, es de un Dr¨¢cula m¨¢s joven, el Gary Oldman de la pel¨ªcula de Coppola) para servir a George Lucas, Steven Spielberg y Peter Jackson despu¨¦s de haber trabajado por Fisher, Lester o Jess Franco. Gracias a la tecnolog¨ªa digital, ya en la ancianidad, pudo rodar agitadas escenas de esgrima en El ataque de los clones y La venganza de los Sith, de la saga Star Wars, como si fuera un burbujeante Errol Flynn. El conde Dooku, armado con un sable l¨¢ser rematado en una empu?adura cincelada como navaja albacete?a, le restituy¨® la dosis de maldad que se le adeudaba por sus a?os de vampiro.
Cuando todav¨ªa no peinaba la melena canosa de Saruman El Blanco, traidor entregado a Sauron en El se?or de los anillos, asisti¨® desde el plat¨® a un hecho tan ins¨®lito como las naves ardiendo m¨¢s all¨¢ de Orion de Roy Batty: el primer fracaso en taquilla de una pel¨ªcula de Steven Spielberg. Se titulaba 1941; Lee interpretaba a un oficial nazi embarcado como consultant en p¨¢nico de masas en un submarino japon¨¦s capitaneado por un nervioso Toshiro Mifune.
Los espectadores maduros lo admiraban, los m¨¢s j¨®venes le reconoc¨ªan y los directores posmodernos explotaban su hieratismo siniestro. El cine de terror, si es que todav¨ªa existe fuera de los gruesos trazos de la mamposter¨ªa digital (s¨ª, el CGI es tosco y obnubilador), le debe casi todo. Sus ojos inyectados en sangre de Dracula (1958) conten¨ªan el horror en potencia que despu¨¦s muchas pel¨ªculas mediocres y algunas brillantes desarrollar¨ªan en gore, cr¨ªmenes atroces y viscosas pesadillas nocturnas. Circula por Internet una biograf¨ªa en la que se revela que el buen vampiro fue tambi¨¦n esp¨ªa antinazi y grab¨® un disco de heavy metal. Todo eso es contingente; lo necesario fue su capacidad para representar el mal. Un mal tel¨²rico, m¨¢s all¨¢ de la experiencia posible. En el m¨¢s ac¨¢, el mal suele anidar en los concejales de urbanismo y en los intermediarios futbol¨ªsticos.
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