Hay que hablar
Ceder continuamente el uso de la palabra, esa empecinada costumbre nos perjudica a todas. Y a ellos, aunque no lo sepan
Imparto una charla sobre mi trabajo. Al final, se abre el turno de preguntas del p¨²blico. La situaci¨®n es inc¨®moda, porque quien desee preguntar ha de acercarse al micr¨®fono. Entiendo que intimide. A m¨ª, acostumbrada como estoy a hablar en p¨²blico, tambi¨¦n me pasa, pero he comprendido que la timidez no es aceptable como excusa. Aunque la audiencia es mayoritariamente femenina, s¨®lo los hombres preguntan. Sin embargo, cuando el acto termina, se me acercan varias de las mujeres que tan atentamente me han escuchado a compartir de t¨² a t¨² sus pensamientos.
Acudo al jurado de un premio. La representaci¨®n femenina es rid¨ªcula. La quinta parte. Hablan los hombres, hablan y hablan. Nada nuevo. De vez en cuando, una de las tres mujeres apostilla. O sonr¨ªe. O asiente. O niega dulcemente. Yo trato de no hablar demasiado para no parecer la t¨ªpica mujer que habla demasiado. El resultado es que intervenimos poco y nuestro papel se me antoja meramente representativo.
Tal vez no se puedan construir teor¨ªas generales de la experiencia propia, pero tras muchos a?os de oficio y haber observado el frecuente silencio de las mujeres, el voluntario y el forzado, se me vienen a la cabeza algunas preguntas que formular¨ªa a todas aquellas que tienen, tenemos, alguna posibilidad de cambiar esta inercia: ?por qu¨¦ no hablamos? ?por qu¨¦ s¨®lo opinamos en las distancias cortas? ?no estamos hartas de escuchar? La brillante investigadora Jocelyn Bell se pregunta por qu¨¦ si mejoramos los equipos con nuestra presencia nos retraemos luego en cuanto hay que pelear por un puesto directivo. O cedemos continuamente el uso de la palabra, a?adir¨ªa yo. Esa empecinada costumbre nos perjudica a todas. Y a ellos, aunque no lo sepan.
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