Cuando la Santa Muerte acecha sonriente
El abominable culto cuenta con una legi¨®n de adoradores en los c¨¢rteles mexicanos
Chilapa es un peque?o municipio perdido en las monta?as de Guerrero, la zona de mayor producci¨®n de opio de Am¨¦rica. Pueblo agrario, posee un z¨®calo amplio y fresco flanqueado por una iglesia en cuya fachada destaca la estatua de San Gregorio Taumaturgo. Los ojos del santo, no se sabe bien si por deformaci¨®n del observador o genialidad del artista, miran con espanto lo que sucede a sus pies. En la localidad, arrasada por la guerra de c¨¢rteles, reina la muerte. Las desapariciones, torturas y mutilaciones forman parte de la vida diaria y han convertido el lugar en uno de los puntos negros de la geograf¨ªa b¨¢rbara de M¨¦xico.
No es algo de lo que all¨ª se hable en voz alta. Ni siquiera se menciona a los criminales por su nombre. Pero su presencia, palpitante y oscura, es constante. A la entrada del pueblo un t¨¦trico cartel lo recuerda. En ¨¦l, se alza la Santa Muerte. La esquel¨¦tica figura, vestida de novia decimon¨®nica, sonr¨ªe al visitante. La rodean tres peque?as estatuas con guada?a. Tambi¨¦n sonr¨ªen.
El culto ofrece, como todos, amor y sabidur¨ªa, luz y conjuros, curaciones f¨ªsicas y morales. Y si uno deposita una moneda, promete multiplicarla un mill¨®n de veces. Algunos vecinos de Chilapa dejan ante la imagen flores, otros algo de comida. En ese altar de carretera, como una atrofia del pasado, sobreviven gestos milenarios.
La muerte es pr¨®xima en M¨¦xico. Se la venera y festeja. Incluso se la come en figuras de az¨²car y deliciosos bollos. La iconograf¨ªa del D¨ªa de Difuntos ya es un t¨®pico. Pero la Santa Muerte va m¨¢s all¨¢. Este culto, denostado por la Iglesia cat¨®lica y que se vincula con todo tipo de pr¨¢cticas malignas, va sumando adeptos cada d¨ªa que pasa. En las c¨¢rceles y entre los sicarios, la superstici¨®n ha encontrado una legi¨®n de adoradores subterr¨¢neos. De norte a sur, los ac¨®litos de la violencia marcan sus territorios con sus altares. Son los mojones de un poder siniestro frente al que los convoyes militares, como ante tantas otras cosas, pasan de largo. San Gregorio Taumaturgo lo sabe bien.
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