Vela de armas por una luchadora
Carmen Balcells sac¨® de las cavernas a la edici¨®n espa?ola y la incit¨® a ser ambiciosa y proyectarse por todo el vasto territorio de la lengua
Cuando la conoc¨ª, en los a?os sesenta, en un vuelo de Londres a Barcelona, Carmen Balcells llevaba un extra?o rodete en la cabeza y una camisola que parec¨ªa de abadesa. Muchas veces le tomar¨ªa luego el pelo recordando ese atuendo. Nunca sospech¨¦ en aquel viaje que ella ser¨ªa en el futuro, adem¨¢s de mi agente literaria, mi amiga m¨¢s ¨ªntima y querida.
Con la franqueza que siempre la caracteriz¨® me dijo en aquella ocasi¨®n que hab¨ªa cometido un error aceptando la oferta de Carlos Barral de ser la agente literaria de la editorial Seix Barral, porque la raz¨®n de ser de este oficio era defender a los autores frente a los editores y no al rev¨¦s. La segunda vez que nos vimos, no mucho despu¨¦s, ya hab¨ªa convencido a Carlos que la dejara partir y comenzaba a operar de manera independiente como agente literaria. Consigui¨®, por lo pronto, que Seix Barral anulara el leonino contrato que yo hab¨ªa firmado (sin leerlo, claro est¨¢) por mi primera novela, La ciudad y los perros, cediendo aquellos derechos por toda la eternidad y concediendo a la editorial una comisi¨®n del 50% sobre todas las traducciones. Hab¨ªa comenzado ya ese largo combate que ella ganar¨ªa al cabo de los a?os en toda la l¨ªnea y cambiar¨ªa para siempre la relaci¨®n entre escritores y editores en todo el ¨¢mbito de nuestra lengua. E, incluso, m¨¢s all¨¢: recuerdo muy bien el d¨ªa que me llam¨® para contarme que, por primera vez en su historia, la editorial Gallimard, de Francia, hab¨ªa aceptado firmar el contrato de un libro por s¨®lo 10 a?os de duraci¨®n.
Los editores, al principio, la odiaban y quer¨ªan acabar con esa intrusa que se enfrentaba con ellos de igual a igual y los obligaba a competir para poder hacerse de un in¨¦dito. Algunos ofrec¨ªan a los autores pagarles mejores anticipos a condici¨®n de que prescindieran de esa intermediaria temible. Llegaron a ponerle un juicio, que, afortunadamente, perdieron. Ella, en las negociaciones, ¡°derramaba vivas l¨¢grimas¡± (como la princesa Carmesina del Tirant lo Blanc), pero no daba su brazo a torcer y, a menudo, como dicen en Espa?a, los pon¨ªa a parir. Poco a poco, los editores fueron comprendiendo que lo que Carmen hac¨ªa era algo m¨¢s trascendente que defender los derechos de sus pobres escribidores, es decir, sacar de las cavernas a la edici¨®n espa?ola, modernizarla, incit¨¢ndola a ser ambiciosa y proyectarse por todo el vasto territorio de la lengua. Muchas veces, en ese surtidor permanente de ideas que era Carmen, ellos encontraron iniciativas fecundas para lanzar nuevas colecciones, hacer lanzamientos de libros, mejorar sus formatos y conquistar nuevos p¨²blicos para la lectura. Sin ¡°la muchacha de Santa Fe¡±, como se autodefin¨ªa a veces, el llamado boom de la literatura latinoamericana simplemente no hubiera existido y sus autores habr¨ªan pasado desapercibidos del gran p¨²blico.
Ser representado por Balcells constitu¨ªa un privilegio, pero tambi¨¦n aceptar su matriarcado
Ser representado por Carmen Balcells ¡ªalgo que lleg¨® a ser el sue?o de todos los j¨®venes que comenzaban a escribir, en Espa?a y Am¨¦rica Latina¡ª constitu¨ªa un verdadero privilegio, pero significaba, tambi¨¦n, aceptar su matriarcado y, en todas las decisiones importantes, obedecerle sin chistar. Mil veces discut¨ª con ella y siempre perd¨ª la discusi¨®n. Gritaba, lloraba, insultaba, volaban libros y otros objetos por el aire, y siempre terminaba ganando ella, porque, adem¨¢s, casi siempre ten¨ªa la raz¨®n. Dudo que alguien, en su tiempo, haya conocido mejor, en sus detalles m¨¢s secretos, la industria editorial y utilizado mejor, siempre en beneficio de autores y lectores, el mercado del libro.
Nunca conoc¨ª una persona tan generosa como Carmen. Con su tiempo, con su afecto, con su inteligencia y, claro est¨¢, con su dinero. Algunos de los escribidores a los que ¡ªliteralmente¡ª mantuvo, porque cre¨ªa en su talento aunque sus libros tuvieran s¨®lo un pu?ado de lectores, la traicionaron, y esas decepciones las encajaba con enorme elegancia, pero la hac¨ªan sufrir mucho. Se met¨ªa en la vida privada de sus autores sin el menor escr¨²pulo, y siempre para bien. Consolaba a viudos y viudas y, si hac¨ªa falta, les buscaba c¨®nyuges de reemplazo; compon¨ªa matrimonios y parejas, o, si era necesario, los liquidaba. Una vez se pas¨® toda una noche ¡ªs¨ª, toda una noche¡ª tratando de disuadir por tel¨¦fono a un editor neoyorquino que la llam¨® desde Manhattan para decirle que iba a suicidarse (fracas¨® en su empe?o, porque ese mismo amanecer, despu¨¦s de colgar, ¨¦ste se ahorc¨® en un poste del alumbrado el¨¦ctrico).
La tragedia de su vida fue la gordura. Hizo dietas, frecuent¨® cl¨ªnicas ¡ªella me llev¨® por primera vez a la Cl¨ªnica Buchinger¡ª, visit¨® a m¨¦dicos de medio mundo, y varias veces lleg¨® a bajar de peso. Pero nunca le duraba, porque, tarde o temprano, el apetito, esa tenia insaciable, la venc¨ªa, y volv¨ªa a engordar. Una noche hizo que se me helara la columna vertebral por la respuesta inesperada que me dio, cuando le cont¨¦ que, no s¨¦ con qu¨¦ motivo, me llevaron a La Zarzuela y me presentaron al rey Juan Carlos. Su Majestad, lo primero que me pregunt¨® fue: ¡°?C¨®mo es esa famosa Carmen Balcells que, seg¨²n dicen, recorre el mundo vendiendo a los autores espa?oles?¡±. ¡°Ya ves, Carmen, te has vuelto famos¨ªsima¡±. Recuerdo su extra?a mirada, la mueca de su cara, y la incre¨ªble frase, mascullada en voz muy baja: ¡°?Quieres que te confiese una cosa? Hubiera dado todo lo que he hecho y alcanzado por ser bonita, aunque fuera un solo d¨ªa¡±. ¡°?Est¨¢s hablando en serio o me tomas el pelo?¡±. Entonces, aparent¨® que se re¨ªa: ¡°S¨ª, s¨ª, te lo juro, mi sue?o fue siempre ser una mujer-objeto¡±.
Muri¨® en su ley, resistiendo, combatiendo, sola en aquel dormitorio repleto de manuscritos
Hace ya un buen n¨²mero de a?os que toda clase de males se abat¨ªan sobre su cuerpo. Ella los combat¨ªa, con la pugnacidad y constancia con que segu¨ªa negociando los contratos. Conservaba la mente l¨²cida y la misma capacidad de trabajo de siempre; ya no pod¨ªa caminar y ten¨ªa que meterse a cl¨ªnicas y pasarse horas y d¨ªas entre m¨¦dicos. Pero todas las otras horas segu¨ªa manteniendo activa y pujante, con horarios enloquecidos que duraban a veces hasta el alba, esa oficina de la Diagonal de Barcelona, a la que tantos escribidores y editores y lectores debemos tanto.
El ¨²ltimo d¨ªa que la vi, la antev¨ªspera de su muerte, estaba euf¨®rica, llena de proyectos y de bromas. Pero ¡ªla visitaba luego de dos y medio o acaso tres meses¡ª nunca la hab¨ªa visto tan acabada f¨ªsicamente, con tanta dificultad para acomodarse en la sillita de ruedas, con esos s¨²bitos ataques de tos, esa piel l¨ªvida, esas ojeras viol¨¢ceas y el fruncimiento constante de la boca. Tuve entonces la seguridad de que era la ¨²ltima vez que la ve¨ªa. Muri¨® en su ley, resistiendo, combatiendo, sola en aquel dormitorio repleto de manuscritos que se hab¨ªa propuesto leer hasta el final. Nadie llenar¨¢ nunca el vac¨ªo que deja en el oficio que invent¨® y llev¨® a unas alturas desconocidas hasta entonces. Y nadie podr¨¢ consolarnos nunca de la tristeza en que nos deja a los que la conocimos y quisimos.
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? Mario Vargas Llosa, 2015.
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