Hacia un Estado laico
La cooperaci¨®n con las religiones debe desaparecer de la Constituci¨®n
El papel de cualquier confesi¨®n religiosa en una democracia laica es claro: ejercer libremente el culto, la transmisi¨®n de su fe y la educaci¨®n en la misma. Ni el Estado laico puede exigir otra cosa a las confesiones, ni estas deber¨ªan esperar del Estado m¨¢s que garantizarles tales libertades. Lo cual choca con la obligaci¨®n que la Constituci¨®n espa?ola impone de cooperar con ¡°la Iglesia cat¨®lica y las dem¨¢s confesiones¡±, en el mismo art¨ªculo en que se proclama que ninguna de ellas tiene car¨¢cter estatal.
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Ambas formulaciones sit¨²an a Espa?a en el terreno de un aconfesionalismo desmentido por las medidas de apoyo a la religi¨®n cat¨®lica adoptadas por los diferentes Gobiernos. No en vano esta confesi¨®n se beneficia de la inyecci¨®n econ¨®mica del Estado al funcionamiento de su estructura, de parte de la subvenci¨®n a los centros escolares concertados o de la asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas. Tambi¨¦n tiene sentido cuestionarse la exenci¨®n de impuestos para los bienes religiosos ¡ªreflexi¨®n que deber¨ªa extenderse a los de otras organizaciones c¨ªvicas¡ª, adem¨¢s de reclamar bienes que, como la Mezquita de C¨®rdoba, han sido inmatriculados por la Iglesia cat¨®lica.
En paralelo, perviven unos acuerdos entre Espa?a y la Santa Sede firmados en plena transici¨®n a la democracia. El candidato socialista a la presidencia del Gobierno, Pedro S¨¢nchez, anuncia su voluntad de revisarlos y de inscribir en la Constituci¨®n el principio de laicidad. Por supuesto que este planteamiento apunta el inter¨¦s pol¨ªtico de recolectar votos de izquierda, pero lo exigible, una vez hecho, es la coherencia de sostener que Espa?a debe evolucionar hacia un Estado laico.
La laicidad no debe confundirse con la lucha entre dos confesionalismos, el cat¨®lico y otro que pretenda imponer la laicidad a base de doctrinarismo. Se trata de impedir que las religiones condicionen a las instituciones estatales y de situar las creencias espirituales en el terreno privado. Todas ellas son respetables, tambi¨¦n cuando intervienen en los debates p¨²blicos, pero no m¨¢s que el derecho a hacerlo por parte de otros grupos sociales.
Tampoco hay que olvidar las complicaciones aportadas por los nuevos fundamentalismos, que pueden agudizar debates en torno a los signos religiosos en el espacio p¨²blico, la elecci¨®n del sexo de los profesionales sanitarios que atienden a los fieles de una religi¨®n o el reconocimiento de festividades confesionales no procedentes de la tradici¨®n cat¨®lica. Estos debates agitan a la sociedad francesa, emblema de los pa¨ªses laicos.
Todo ello implica complejidades que deben tenerse en cuenta. En cualquier caso, en el debate suscitado en Espa?a aparecen medidas dignas de apoyo. Una de ellas es eliminar la obligaci¨®n estatal de cooperar con las instituciones religiosas, y por tanto, la preeminencia constitucional de la Iglesia cat¨®lica. La otra consiste en sacar la religi¨®n de los programas de la ense?anza p¨²blica y de la subvencionada por el erario. Naturalmente, los centros de ense?anza pueden ofrecer educaci¨®n religiosa, pero fuera del espacio curricular. Trabajar por el consenso sobre esas medidas es m¨¢s adecuado que ceder a las grandes ret¨®ricas laicistas.
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