Entre la ru(t)ina y la gloria
CREC? blindada en dos convicciones: quer¨ªa escribir, quer¨ªa viajar. Imaginaba la felicidad bajo la forma de un nomadismo perpetuo y el futuro como un lugar plagado de aviones, barcos, trenes, buses, ninguna casa, poco equipaje y una m¨¢quina de escribir. Tuve ¨Ctengo¨C la m¨¢quina de escribir. Tuve ¨Ctengo¨C aviones. Y barcos y buses y trenes. Solo que en los ¨²ltimos a?os, no siempre, pero a veces, mientras ceno en un cuarto de hotel y me preparo para dormir temprano porque al d¨ªa siguiente la jornada empieza a las siete, siento ganas de bajar a la cocina y pedir que me dejen amasar un pan o lavar los platos. Para sentirme un poco m¨¢s cerca de casa.
Hubo una ¨¦poca, que fue larga, en la que pod¨ªa contar los aviones que hab¨ªa tomado: cuatro. Ahora hace mucho que perd¨ª la cuenta. Por mi oficio ¨Csoy periodista¨C, desde hace un tiempo me invitan a ferias y congresos, de modo que paso parte del a?o fuera del pa¨ªs en el que vivo, Argentina, y dentro de ese otro que limita al norte con salas de aeropuertos y al sur con cuartos de hotel: el Pa¨ªs de los Viajes de Trabajo. Eso tiene efectos colaterales severos y hace que, por ejemplo, si hay un problema con Internet en mi casa piense: ¡°Voy a llamar al conserje para que lo solucionen¡±; o que me suceda lo que me pas¨® en diciembre de 2015, durante mi ¨²ltimo viaje de ese a?o, a Arequipa, Per¨², y un funcionario en el aeropuerto de Ezeiza me pregunto d¨®nde iba. Dud¨¦ un segundo y, con desesperaci¨®n, le dije: ¡°No s¨¦¡±. No estaba mintiendo.
El antrop¨®logo Clifford Geertz, en Works and Lives, dice que una narrativa de viaje siempre propone: ¡°Fui aqu¨ª, fui all¨¢; vi este fen¨®meno extra?o y aquel otro. (¡) Todo esto con el subtexto: ?no te habr¨ªa gustado estar all¨ª conmigo?¡±. La gran diferencia entre un viaje de trabajo y todos los dem¨¢s es el subtexto: la ¨¦pica. O, mejor dicho, la falta de. Viajando por mi cuenta estuve a punto de caer por un barranco en la frontera entre Tailandia y Myanmar; fui apaleada por la polic¨ªa en Brasil. Pero ?cu¨¢l es la ¨¦pica de un viaje de trabajo? ?Qu¨¦ puede contar uno? ?Cosas como ¡°fue espantoso: estaba por dar la conferencia y la conexi¨®n de HDMI no funcionaba¡±. (Para ser justa, hace dos a?os me pas¨® algo impactante: viajaba a Espa?a para dar una conferencia y junto a m¨ª, en el avi¨®n, se sent¨® Marcos Mundstock, el integrante de Les Luthiers. Me dije: ¡°?Es Marcos Mundstock!¡±. De inmediato lo imagin¨¦ harto de que, en pleno vuelo, sujetos de toda cala?a le pidieran la Cantata Laxat¨®n, de modo que, aunque me mor¨ªa de ganas de hablar con ¨¦l, en se?al de respeto estuve doce horas y media sin decir ni mu). Si me preguntan cu¨¢l es la ¨¦pica de un viaje de trabajo podr¨ªa decir que la conozco muy bien y que es una ¨¦pica endiablada. Implica una batalla que puede parecer est¨²pida, pero que es m¨¢s feroz que todas las dem¨¢s: la batalla para impedir que se cuele, al menor descuido ¨Cen la soledad de un cuarto, en las horas de espera en aeropuertos¨C, la pregunta fatal: todo esto para qu¨¦.
Uno se monta una rutina: prepara una maleta ¨ªnfima (mi vestuario modo viaje?evita todo color que no sea el negro y todo pantal¨®n que no sea el jean, salvo excepciones en las que se especifica que hay cenas ¡°elegantes¡± y entonces llevo mis jeans?de gala), toma el avi¨®n, llega al hotel, conecta la computadora y empieza ¨C?r¨¢pido!¨C a construir un mundo que ayude a sobrellevar los tiempos muertos, que no se derrumbe ante el embate de ideas como ¡°?Por qu¨¦ no estoy en casa escribiendo?¡±. Una soluci¨®n posible es salir a ver. Pero si uno ha estado en una ciudad cuarenta veces ¨Cen los viajes de trabajo, los destinos suelen repetirse¨C, siente, junto a la agradable familiaridad de estar en una urbe conocida, hast¨ªo: ¡°Otra vez en esta ciudad adorable donde ya no queda mucho por descubrir¡±. Yo prefiero el plan Agenda Asfixiante que no permite que se cuele la Pregunta Fatal. Por ejemplo: siempre fui feliz en Medell¨ªn, ciudad en la que estuve siete veces y que, sin embargo, no conozco. Solo sal¨ª del hotel para ir a una feria, un restaurante. Pero si pienso ¡°Medell¨ªn¡± aparecen d¨ªas magn¨ªficos. A lo mejor ese es el secreto: perderse en la agenda para no perderse en todo lo dem¨¢s.
DESPERTARSE en una habitaci¨®n de hotel de una ciudad extranjera. (¡) N¨²mero de fracciones de segundo (¡) que hacen falta para situarse, salir del desarraigo en el que despertamos. (¡) ?Y si el lapso en cuesti¨®n llegara a prolongarse? Ser¨ªa pura y simplemente la locura irrumpir desnudo en los pasillos del hotel, aferrar a los clientes y al personal con esta lacerante pregunta: ?quiere decirme d¨®nde estoy y qu¨¦ hago aqu¨ª¡±, escribi¨® Michel Tournier en El vagabundo inm¨®vil. Pero ese desconcierto tiene, a veces, ventajas. El 14 de septiembre de 2011 estaba en un hotel de Santiago de Chile, escribiendo. Eran las dos de la tarde. Mi escritorio estaba junto a la ventana. Escrib¨ªa con concentraci¨®n extrema cuando los vidrios empezaron a temblar. Pens¨¦: ¡°Un cami¨®n que va al supermercado chino¡±. Me tom¨® unos segundos entender, gracias a los alaridos, qu¨¦ era lo que estaba sucediendo. En ese lugar de Santiago no hay ning¨²n supermercado chino, pero s¨ª lo hay a veinte metros de mi departamento en Buenos Aires donde, cuando pasan camiones por la calle, tiemblan los vidrios de las ventanas de mi estudio. Pero yo no estaba en Buenos Aires, sino en Santiago, y lo que hac¨ªa temblar los vidrios no era un cami¨®n, sino un terremoto (ese fue de apenas de 5,5, pero alcanz¨® para que hubiera gente corriendo). Me puse mi computadora bajo el brazo, busqu¨¦ mi pasaporte, dinero, abr¨ª la puerta del cuarto ¨Cpara que no se trabara si el marco ced¨ªa¨C, y con disimulo, como si temiera que alguien descubriera mi impudicia, apoy¨¦ la palma de la mano sobre la pared para saber qu¨¦ se sent¨ªa. Arropada en la Irrealidad Profunda del Pa¨ªs de los Viajes de Trabajo, una parte est¨²pida de m¨ª no sent¨ªa miedo porque, simplemente, acababa de despertar y apenas sab¨ªa d¨®nde estaba.
CUANDO uno escribe ¡°cr¨®nicas de viaje¡± en Google aparecen nombres de prestigio: Bruce Chatwin, Kapuscinski. En cambio si uno escribe ¡°viajes de trabajo¡± aparecen art¨ªculos titulados Consejos de seguridad para viajes de trabajo. El viaje de trabajo es la cenicienta de los viajes, la burocracia en movimiento, la derrota de cualquier aventura. Suena pat¨¦tico. Y lo es. Pero sin embargo un viaje de trabajo puede ser inolvidable. Recuerdo un festival literario en Bergen, Noruega, donde escuch¨¦ recitar a una poeta iran¨ª y, aun sin entender una palabra, los huesos me crujieron de emoci¨®n. Recuerdo la alegr¨ªa de encontrar en todas partes a los amigos, la sagrada cofrad¨ªa de la complicidad. Y tambi¨¦n est¨¢ mi lunes con Ricardo Piglia. Fue en M¨¦xico, en octubre de 2011. Regres¨¢bamos del Hay Festival de Xalapa y en el aeropuerto de Ciudad de M¨¦xico perdimos la conexi¨®n a Buenos Aires. Era domingo, de noche. La aerol¨ªnea nos dio pasajes para el d¨ªa siguiente. Yo le¨ªa a Piglia desde hac¨ªa a?os, pero lo hab¨ªa visto solo una vez. Casi no nos conoc¨ªamos. Conseguimos un hotel en la Zona Rosa. Los pasillos estaban cubiertos por cortinas con volados. En mi cuarto hab¨ªa un olor a humedad compatible con la decoraci¨®n: empapelado de palmeras tropicales. Apenas cerr¨¦ la puerta son¨® el tel¨¦fono. Era Piglia. Impostando una alarma divertida, dijo: ¡°Este hotel es muy impresionante¡±. La forma en que lo dijo, cargada de complicidad, me llen¨® de algarab¨ªa. Al d¨ªa siguiente salimos a dar vueltas. Me pregunt¨® si conoc¨ªa la zona y le dije que s¨ª, que est¨¢bamos cerca de una librer¨ªa y del Museo de Ripley, el de Aunque usted no lo crea. Me dijo: ¡°Vamos¡±. Fuimos. Piglia caminaba con decisi¨®n c¨®mica, como si aquello fuera el Louvre, y se deten¨ªa ante las vitrinas ¨Cque conten¨ªan cosas deformes o asquerosas¨C haciendo comentarios desopilantes sin mover un m¨²sculo. Despu¨¦s salimos a la calle, entramos a un mercado de artesan¨ªas. Parec¨ªamos empe?ados en hacer cosas irrelevantes mientras convers¨¢bamos de folclore, aristocracia, dinero, periodismo. Fuimos a un restaurante. Nos sentamos en la terraza. Y entonces, sabiendo exactamente lo que hac¨ªa, empez¨® a preguntar: por mi vida, por la escritura. Le cont¨¦ cosas que jam¨¢s le hab¨ªa contado a nadie: cosas que solo un escritor puede saber. Y as¨ª fue como ese 10 de octubre de 2011, bajo el sol flojo de Ciudad de M¨¦xico, Piglia despleg¨®, con una inteligencia ardiente y modesta y una generosidad que yo no he vuelto a ver, una trama s¨®lida en torno al oficio de escribir, un m¨¦todo para recorrer distancias largas, un ant¨ªdoto contra la crueldad de la escritura: un refugio. A veces, cuando estoy en un cuarto de hotel y me roen los perros de la soledad y empiezo a preguntarme qu¨¦ hago all¨ª, me digo que espero, pacientemente, que suceda lo que ya sucedi¨®: que un viaje como tantos se transforme en una huella ?indeleble.
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