Un robot y el piloto de Hiroshima
Es verdaderamente preocupante que la robotizaci¨®n est¨¦ produci¨¦ndose en un momento de depresi¨®n absoluta de las humanidades, ostracismo de la filosof¨ªa y menosprecio de la cultura
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Una de las historias m¨¢s estremecedoras de la II Guerra Mundial es la de Claude Eatherly, piloto integrante del escuadr¨®n que bombarde¨® Hiroshima, cuya tr¨¢gica experiencia nos ayuda a asomarnos a la era de la robotizaci¨®n. En la madrugada del 6 de agosto de 1945, el comandante Eatherly, de 26 a?os, llev¨® a cabo el vuelo de reconocimiento sobre la ciudad japonesa, poco antes de que el Enola Gay descargara la mort¨ªfera bomba. Eatherly regres¨® a su base y durante varios d¨ªas permaneci¨® en silencio, digiriendo su conmoci¨®n.
De regreso a EE?UU, pareci¨® adaptarse a la vida normal durante unos a?os. Sin embargo, se sent¨ªa un criminal, responsable de una acci¨®n atroz que hab¨ªa dejado m¨¢s de 150.000 muertos y a la que deb¨ªa corresponder un castigo equivalente. Pero las leyes de la guerra exoneraban de cualquier crimen a quienes hab¨ªan tomado la decisi¨®n y a ¨¦l mismo. Mientras el insomnio y la pesadumbre le iban carcomiendo por dentro, la sociedad rend¨ªa homenajes a su hero¨ªsmo. La imposibilidad de expiar su culpa le llev¨® a un primer intento de quitarse la vida, al que suceder¨ªan varios m¨¢s.
Otros art¨ªculos de la autora
Lejos de diluir su sentimiento de responsabilidad, la impunidad lo acrecentaba cada d¨ªa hasta ocupar su vida por entero. Necesitaba ser castigado y comenz¨® a cometer peque?os delitos. Asalt¨® gasolineras, falsific¨® cheques, cometi¨® atracos, asalt¨® cajeros. Nunca se llevaba el bot¨ªn o lo donaba a organizaciones ben¨¦ficas, pues solo quer¨ªa ser tratado como un criminal.
Mucha gente lo tom¨® por loco; otros achacaron su comportamiento a la b¨²squeda de notoriedad. La realidad es que aquel hombre atormentado solo se estaba comportando como una persona que quiere ser reconocida como tal, es decir, como agente moral responsable de sus actos. Al reclamarse culpable, ejerc¨ªa su autonom¨ªa moral, y en ¨²ltima instancia su libertad y su individualidad. Lo que ped¨ªa a gritos con sus peque?os delitos era justamente no ser considerado un robot, sino un ser humano. Verse como un aut¨®mata desprovisto de conciencia, voluntad, libre albedr¨ªo, como si simplemente hubiera sido programado para participar en una masacre, le convert¨ªa en algo menos que humano, una perspectiva insoportable. Su desasosiego lo llev¨® a nuevos intentos de suicidio y a ser ingresado en centros psiqui¨¢tricos militares, pero solo encontr¨® cierto consuelo cuando empez¨® a cartearse con el fil¨®sofo Gunther Anders. ?l s¨ª pudo darle una explicaci¨®n, demostrando una vez m¨¢s cu¨¢nto ayuda la filosof¨ªa si se dedica a las vidas concretas de los seres reales. Anders le explic¨® exactamente c¨®mo se sent¨ªa: ¡°Inocentemente culpable¡±.
El terror de ser destruidos por nuestras propias criaturas puebla la imaginaci¨®n humana
La historia de Claude Eatherly ilumina nuestra conversaci¨®n sobre la revoluci¨®n rob¨®tica. O mejor dicho, la iluminar¨ªa si la estuvi¨¦ramos manteniendo. Sentimos la fascinaci¨®n de ser la ¨²nica especie sobre la tierra capaz de crear la tecnolog¨ªa que nos permite superar nuestras limitaciones. Nos impresiona nuestra propia capacidad, pero tambi¨¦n nos hace recelar. Como ha se?alado Antonio Damasio, si nos pueden amenazar los robots es porque somos ¨²nicos; la amenaza se debe a nuestra excepcionalidad, pero eso no la empeque?ece: el terror a ser destruido por nuestras propias criaturas puebla la imaginaci¨®n humana desde que Mary Shelley escribi¨® Frankenstein.
Desde ese temor m¨¢s o menos difuso, vemos el advenimiento de un mundo que no se parece en nada al nuestro. Cuando tratamos de imaginar c¨®mo ser¨¢, sentimos una punzada de extra?eza, pues al comparar los sentimientos que nos provoca con los que nos son familiares no conseguimos identificarlos. Tal vez lo encajar¨ªamos si debati¨¦ramos sobre cuestiones de las que es urgente conversar. Necesitamos el punto de vista human¨ªstico, el ¨²nico que puede darnos respuestas sobre nuestra condici¨®n en la era de la rob¨®tica. Si hoy nuestra capacidad de hacer gracias a la tecnolog¨ªa supera nuestra capacidad de sentir respecto a lo que estamos haciendo, es a causa de ese espeso silencio human¨ªstico.
Resulta parad¨®jico que hace 70 a?os, cuando Isaac Asimov imagin¨® un mundo de robots, viera enseguida la necesidad de establecer una gu¨ªa para su comportamiento, las leyes de la rob¨®tica. Aquello que ¨¦l juzg¨® necesario en la ficci¨®n no parece serlo hoy para la realidad. Pero lo es, si consideramos la literatura de ciencia ficci¨®n ¡°como veh¨ªculo de sentimientos y deseos de la masa¡±, tal como la defini¨® Hannah Arendt. Lo relevante de aquel g¨¦nero literario no es lo que nos desvelaba sobre las m¨¢quinas, sino lo que nos dice del ser humano, de sus anhelos y temores. Asimov ya nos hablaba de ese ¨ªntimo desconcierto que necesitamos compartir urgentemente, e incorporar a cada noticia sobre una nueva habilidad en los robots, porque afectan al n¨²cleo de la condici¨®n humana.
Las m¨¢quinas carecen de voluntad, intenci¨®n, conciencia; pero ?tendr¨¢n ma?ana esas cualidades?
Ahora que los ensue?os de Asimov han cobrado realidad y ya no los conocemos por las novelas, sino a trav¨¦s de los informativos, resulta pasmoso que la necesidad de guiar moralmente a los robots no forme parte de la conversaci¨®n sobre la revoluci¨®n tecnol¨®gica. Un robot (del checo robota, trabajo forzado) carece de voluntad, intenci¨®n, conciencia; por tanto, no puede ser agente moral. Al menos, no con el desarrollo actual de la inteligencia artificial. Pero ?podr¨¢n tener esas cualidades ma?ana? Y entretanto, ?qui¨¦n ser¨¢ responsable de sus actos? No se trata de un debate te¨®rico ni abstracto, sino de algo tan cercano como los coches sin conductor. No tardar¨¢ mucho en llegar el d¨ªa en que circulen con normalidad. Si irrumpe un ni?o corriendo en la calzada, ?qu¨¦ har¨¢ la m¨¢quina? Frenar¨¢ bruscamente poniendo en riesgo la vida de los ocupantes del coche ¡ªsus due?os¡ª, o no frenar¨¢ y preferir¨¢ atropellar al ni?o. En cualquiera de los dos casos, ?podr¨ªamos considerarlo moralmente responsable de esa decisi¨®n? Y si no a ¨¦l, ?a qui¨¦n? ?Al due?o del coche? ?Al programador? ?Al fabricante?
Soy de las que creen que la tecnolog¨ªa es neutral y quienes tenemos la voluntad de usarla para el bien o el mal somos los humanos. Sin embargo, esa neutralidad moral no significa en modo alguno que la tecnolog¨ªa no incida sobre la naturaleza humana y la modifique. Si lo hizo el reloj mec¨¢nico, c¨®mo pensar que no lo har¨¢n los robots. Tampoco pienso que debamos temerlos por defecto. Lo verdaderamente preocupante es que la robotizaci¨®n est¨¦ produci¨¦ndose en un momento de depresi¨®n absoluta de las humanidades, ostracismo de la filosof¨ªa y menosprecio de la cultura que quiere ser algo m¨¢s que entretenimiento. No porque estas disciplinas nos vayan a dar todas las respuestas, sino porque al menos nos ayudar¨ªan a formularnos las preguntas adecuadas. El hecho de que no nos estemos planteando ninguna no indica nada bueno. En todo caso, si seguimos prescindiendo de las humanidades ¡ªque es como decir de nuestra humanidad¡ª, no podremos culpar a los robots, sino a nuestra propia negligencia como sociedad que ha despreciado su valor. Quiz¨¢ estemos despoj¨¢ndonos de las m¨¢s ¨²tiles y genuinas herramientas para conocer mejor nuestro yo en la que ser¨¢ nuestra nueva circunstancia.
Irene Lozano es escritora y exdiputada.
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