La luz limpia de Puebla
Todo esto lo escribo mucho tiempo despu¨¦s, confiando en la memoria, eso en lo que no se puede confiar, mirando apuntes viejos en libretas con tapas de hule negro y papel barato. Son frases sueltas, anotaciones absurdas -"14.30 entrevista, editar Rafa, comprar papaya"-, palabras que no recuerdo haber escrito, escalones de hielo resbaloso que sirven para volver a pisar en ellos y desaparecen apenas despu¨¦s. "Puebla" dice mi libreta. "Cena, plaza". ?Para qu¨¦ he anotado eso? ?Sabiendo quiz¨¢s que en el futuro -ahora, dos a?os despu¨¦s- me servir¨ªa para algo, que volver¨ªa sobre las anotaciones con necesidad de expandirlas, de escribir? ?Hasta ese punto estoy dispuesta a canibalizar mi propia vida?
Hace tiempo, durante una presentaci¨®n en Barcelona, el escritor argentino Rodrigo Fres¨¢n me pregunt¨® si estaba en mis planes escribir alguna vez un libro de no ficci¨®n autorreferencial, algo como lo que hizo Joan Didion en El a?o del pensamiento m¨¢gico , donde cuenta la muerte de su marido, el coma de su hija, y yo dije que nunca, que jam¨¢s. ?No es eso lo que estoy haciendo aqu¨ª: tasajeando pedazos de mi vida como un mercachifle, cortando mi pasado como si fuera un bife, vendi¨¦ndolo, haci¨¦ndolo materia de intercambio? ?Pero hay, bajo esta monta?a de palabras, un espesor, alguna hondura? (Hoy es agosto, 2016. Despert¨¦ pensando en la muerte, sacando cuentas para lo que falta. ?Es el efecto colateral de estos textos que vuelven sobre mi pasado reciente, sumido en un movimiento fren¨¦tico que no dejaba pensar respuesta a la pregunta "?Todo esto para qu¨¦?").
Puebla, dice mi libreta. Noviembre, 2014. No tengo expectativas con Puebla, M¨¦xico. Una estad¨ªa previa en Oaxaca, en medio de monta?as que parec¨ªan pu?os cerrados dispuestos a recordarme que la existencia es el aullido de un demente con malos sue?os, me ha dejado con pocas ganas de viajar. Pero Puebla parece una ciudad preciosa (preciosa). Tomo mi cuarto en el hotel y salgo. No llego lejos: al doblar la esquina, en el patio interno de una casona antigua, veo a todos los escritores invitados a este encuentro. ?Pienso, por un momento, en seguir de largo? Yo siempre pienso, por un momento, en seguir de largo. Pero entro. En un sal¨®n han dispuesto mesa para el almuerzo y, de pronto, siento muchas ganas de estar all¨ª: son mi pandilla, gente a la que encuentro una y otra vez por medio continente, as¨ª que me quedo un par de horas, me r¨ªo, converso. Despu¨¦s, me voy. S¨¦ que muchos seguir¨¢n all¨ª hasta la noche, fumando, bebiendo, y admiro ese esp¨ªritu adolescente. Yo, en viajes de trabajo, me dejo tomar por un ¨¢nimo juicioso que, supongo, tiene origen en conocer demasiado bien el efecto que produce una resaca de hipop¨®tamo cuando toca, al d¨ªa siguiente, trabajar.
Miro apuntes viejos en libretas con tapa de hule negro y papel barato. Son frases sueltas, palabras que no recuerdo haber escrito
Puebla tiene una luz limpia, s¨®lida. Voy al mercado, a una librer¨ªa. En una iglesia escucho el serm¨®n que les da un cura a dos mujeres. Tomo notas con la idea de escribir una columna para este peri¨®dico, y me digo que soy un maldito radar sin reposo (fantas¨ªa eterna: estar por unas horas en la cabeza de alguien cuyo cerebro no funcione como una m¨¢quina de emitir alertas). Jam¨¢s me siento en caf¨¦s a ver pasar la vida, pero en Puebla lo hago: entro a un caf¨¦, miro por la ventana. Me voy cuando vuelve el picotazo de la inquietud: "No est¨¢s aqu¨ª de vacaciones". Salgo a la calle. Una mamita mexicana tironea de su ni?o, le dice "in¨²til". Desprecio a la gente que maltrata a los ni?os pero ahora no hago nada: soy m¨¢s miserable que la gente que maltrata a los ni?os, soy alguien que no quiere ense?arle a nadie c¨®mo hay que vivir. En el hotel, el conserje me saluda con esa amabilidad mexicana que, en el fondo, es una forma del desprecio (tan distinto y tan igual a aquel mesero que, en Guadalajara, me tra¨ªa una jarra de leche y me dec¨ªa "aqu¨ª tiene su lechecita bien calentita", con entonaci¨®n tan paternal como obscena).
En la noche, varios salimos a cenar. Nos sentamos al borde de la plaza, como quien cena al borde del mar pero con un fr¨ªo de locos. En la plaza hay un pino de Navidad. Pienso que hace a?os que veo los preparativos para la Navidad en pa¨ªses distintos, nunca en el m¨ªo. De regreso, en el hotel, encuentro un correo de M. Sus correos son tan buenos como sus poemas. Tienen una furia parca que me electrifica. Releo esos correos a menudo, sobre todo cuando viajo. Me recuerdan lo que no quiero ser: un pasajero manso, una viajera inofensiva. Me recuerdan que la ¨²nica forma de estar en el mundo que conozco es un estado de furia. M., claro, no sabe nada de todo esto.
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