Los felices insectos de Hamburgo
Cuando hace un tiempo recib¨ª la invitaci¨®n de ir a Hamburgo se iba a celebrar el encuentro de escritores en espa?ol y portugu¨¦s, me imagin¨¦ una asamblea magna debatiendo acaloradamente, como era de esperar de unas sangres tan calientes, profund¨ªsimas cuestiones de identidad y b¨²squeda, de apartamiento y vecindad, de comprensi¨®n e ignorancia, de expresi¨®n abierta y reserva mental -toda una irritante mara?a que mantiene en permanente postergaci¨®n lo que, en inter¨¦s de estas culturas, ya deber¨ªa estar concluido en pleno florecimiento-.
Me enga?¨¦ dos veces: primero, porque nunca llegaron a reunirse todos los autores invitados -ven¨ªan, dec¨ªan su cosa y se iban-; segundo, porque una vez dicha su cosa, por lo general, analizaban obsesiva e individualmente las obras de los dem¨¢s, y casi no hac¨ªan referencia al inter¨¦s colectivo. No culpo a nadie, excepto a mi ingenuidad, de poner muchas esperanzas en unas realidades de corto alcance. A fin de cuentas, si los propios interesados hacen tan poco por entenderse entre ellos, la Universidad no estaba obligada a m¨¢s.
Afortunadamente, el programa estaba organizado de forma que todav¨ªa se pudieran reunir los escritores brasile?os y portugueses. Participamos en reuniones conjuntas, discutimos, nos apoyamos mutuamente, nos re¨ªmos, divertimos y bebimos, y a la hora de la pol¨¦mica no dramatizamos sobre las divergencias -en verdad les digo, estimados lectores, que entre portugueses y brasile?os solamente entrar¨¢ la discordida por una estrategia c¨ªnica y de mala f¨¦-. Guardo de Hamburgo y de los amigos que all¨ª encontr¨¦ o reencontr¨¦ un recuerdo que no se apagar¨¢. Recuerda la hora del caf¨¦ matinal en el hotel, con el sol entrando triunfal por las ventanas. Alrededor de la mesa no faltaban arrugas ni canas, pero las risas de los j¨®venes no sonaban m¨¢s altas ni mas alegres que las de los mayores, que, por haber vivido m¨¢s, ten¨ªan la ventaja de conocer m¨¢s historias y casos, propios o ajenos. No se necesita mucho para ser feliz, y puedo garantizar que en aquellos hermosos instantes lo fuimos todos.
Pero el mundo existe ah¨ª fuera -y grita-. De repente escuchamos un aullido alucinante, un clamor de bestia herida de muerte, un berrido ag¨®nico de mastodonte hundi¨¦ndose en el pantano y sabedor de que nadie lo puede salvar. Nos estremecimos hasta los huesos. Preguntamos qu¨¦ era aquello y nos respondieron que eran las sirenas de alarma at¨®mica, que se probaban dos o tres veces por a?o para tener la seguridad de que el d¨ªa del tropez¨®n nuclear no fallar¨¢n. El grito se prolong¨® durante un tiempo que pareci¨® interminable, el caf¨¦ se hizo s¨²bitamente amargo, el pan era de ceniza y nuestra pobre risa se apag¨® como una l¨¢mpara a la que le falta aceite. Uno de nosotros quiso, heroicamente, levantar los ¨¢nimos, pero alguien a?adi¨® otra informaci¨®n, que entre las dos Alemanias hab¨ªa 10.000 misiles: 4.000 en la Rep¨²blica Democr¨¢tica y 6.000, en la Federal; y que all¨ª nadie ten¨ªa la menor duda de que, en caso de guerra nuclear, los alemanes ser¨ªan los primeros en desaparecer de la faz de la Tierra. Las sirenas callaron y se volvi¨® a o¨ªr el rumor de la ciudad, nosotros volvimos a nuestras conversaciones, pero ahora en tono menor, dando tiempo a la esperanza de reunir dos fragmentos desperdigados. La voz de Lygia Fagundes Telles dec¨ªa: "Una vez tuve un gato...", y sonre¨ªmos. No hay duda, todav¨ªa estamos vivos.
Salimos a la calle, y por los ojos nos entr¨® la evidencia de que Hamburgo es una ciudad rica, limpia, ordenada, no se ve un papel en el suelo, ni una colilla, ni una lata de cerveza. La gente viste bien, quiz¨¢ demas¨ªado bien, pues lo que llevan en el cuerpo da la impresi¨®n de estar reci¨¦n salido del escaparate; el gusto es perfecto, pero impersonal, se excluye toda posibilidad de error, el figurinista disciplin¨® la aventura y la imaginaci¨®n. Cruzamos un parque del centro de la ciudad. Delante de nosotros, sin prisa, salta un conejo que ni nos mir¨®, y no es ning¨²n fen¨®meno, ahora son tres los conejos, y vienen m¨¢s. Estamos en la tierra de la abundancia. En Portugal, estos bichos ya estar¨ªan guis¨¢ndose en la cazuela. Seguimos andando y, de pronto, vemos se?ales que sugieren una dejadez imperdonable, jardines donde la hierba crece como si todo fuera monte o sabana, los pies de los ¨¢rboles est¨¢n poblados de hierbajos. Me dicen que en Hamburgo es as¨ª, que en Hamburgo se deja crecer la hierba por motivos ecol¨®gicos, los insectos necesitan su h¨¢bitat, es necesario respetar y defender la naturaleza. Y yo pienso: "Estos alemanes son unos sabios", y suspiro de envidia.
Al d¨ªa siguiente sabr¨¦ que dentro de 20 a?os habr¨¢n desaparecido todos los bosques de Alemania envenenados por las lluvias ¨¢cidas. En cuanto a las sirenas de alarma at¨®mica, volver¨¢n a ser experimentadas dentro de cuatro meses.
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