Los dragones de Komodo
Quedan tres mil y parece que son contempor¨¢neos de pleistocenos y dinosaurios, unos vejestorios que han sobrevivido a todos los desastres geogr¨¢ficos
Indonesia, por lo visto, consta de diecisiete mil islas, cuatro mil de las cuales desaparecen cuando la marea sube y reaparecen cuando baja. Un pu?ado de ellas, en el mar de Flores, forma parte del Parque Nacional de Komodo. Es un lugar celeb¨¦rrimo por la belleza de su paisaje, la riqueza de sus aguas con arrecifes de coral y mir¨ªadas de pececillos que atraen a buceadores de medio mundo, pero, sobre todo, por sus dragones. Quedan unos tres mil y parece que son contempor¨¢neos de pleistocenos y dinosaurios, unos vejestorios que, por las condiciones clim¨¢ticas de estos parajes, donde, dicho sea de paso, se han encontrado tambi¨¦n los huesos del hom¨ªnido m¨¢s antiguo, han sobrevivido a todos los desastres geol¨®gicos que acabaron con las especies prehist¨®ricas.
Mientras navegaba hacia la isla de Rinca a conocerlos, iba recordando una propuesta que me hizo The New York Times, hace muchos a?os; ten¨ªa que ver tambi¨¦n con un fen¨®meno de la naturaleza. Un cient¨ªfico respetable hab¨ªa detectado en las selvas del Brasil a un animal que hac¨ªa siglos rondaba por las leyendas de las tribus amaz¨®nicas y que hasta entonces se cre¨ªa puramente m¨ªtico. Pero aquel hombre de ciencia hab¨ªa comprobado que exist¨ªa y sus pruebas hab¨ªan convencido al diario neoyorquino, que estaba preparando una expedici¨®n para ir en su busca. Me propon¨ªa que fuera el cronista de la aventura. Con el dolor de mi alma me fue imposible aceptar ese excitante reportaje por obligaciones de trabajo que se cruzaban con la fecha del viaje. Despu¨¦s supe que los expedicionarios no encontraron al monstruo, el que, imagino, sigue hasta hoy, lejano y salvo, en el reino de la mitolog¨ªa.
De los dragones de Komodo ¡ªalcanc¨¦ a ver tres¡ª dir¨¦ ante todo que son horripilantes, unas lagartijas gigantescas (sin la agilidad y la gracia de las peque?as), de unos tres metros los machos y las hembras de dos y medio, armados de una piel escamosa parecida a las de la boa constrictor y el cocodrilo, una lengua amarillenta y protuberante de unos cuarenta cent¨ªmetros y unos ojos lentos, lega?osos y glaciales que permiten entender a cabalidad y con escalofr¨ªos la expresi¨®n: ¡°una mirada mefistof¨¦lica¡±. Pero, estoy seguro, ni siquiera los ojos del doctor Mefist¨®feles eran tan inquietantes como los de estos espantos milenarios.
Lo primero que advierten los gu¨ªas es que no conviene dejarse morder por ellos, pues tienen una boca enquistada por toda clase de bacterias venenosas. Esto les permite alimentarse de los monitos, jabal¨ªes, caballos, ratas y p¨¢jaros con los que comparten el territorio. Son unos camaleones insuperables; p¨¦treos, permanecen horas y d¨ªas mimetizados con los ¨¢rboles, las rocas y el fango hasta que alguna presa se pone a su alcance. Apenas la muerden, ella queda paralizada por las infecciones. Entonces se la tragan entera, con huesos y todo, salvo los del cr¨¢neo, que no consiguen digerir, de modo que la isla de Rinca est¨¢ sembrada de los restos indigestos de las comilonas de los dragones. Son tambi¨¦n can¨ªbales, pues se devoran entre ellos cuando aprieta el hambre e, incluso, las hembras son capaces de tragarse a las cr¨ªas que acaban de parir. ?Vaya costumbres!
Otra de sus gracias es que los machos no tienen uno sino dos penes. No me acerqu¨¦ a comprobarlo
Otra de sus gracias es que los machos no tienen uno sino dos penes. Me lo aseguraron los gu¨ªas, yo no me acerqu¨¦ tanto a ellos para comprobarlo. Supongo que esto les permite batir el r¨¦cord que en el reino animal han establecido el sapo y la sapa cuyos agarrones sexuales, como es sabido, pueden durar cuarenta d¨ªas y cuarenta noches, sin que consigan separarlos las descargas el¨¦ctricas ni las mutilaciones que los cient¨ªficos, esos b¨¢rbaros, les infligen para medir su capacidad de resistencia durante el placer.
Estoy seguro que los dragones de Komodo no ser¨¢n mi recuerdo m¨¢s imperecedero de estas islas y que probablemente los olvidar¨¦ muy pronto. S¨®lo imagin¨¢rmelos devor¨¢ndose a las ratas vivas a las que han infectado con sus bacilos me da n¨¢useas. Lo que, en cambio, nunca se me quitar¨¢ de la memoria de estos d¨ªas ser¨¢n las malaguas (o medusas) del mar de Flores, a las que sufr¨ª, pero nunca llegu¨¦ a ver.
Estaba nadando en un mar limpio, transparente, tranquilo y tibio, cuando de pronto me sent¨ª acribillado en los brazos y el est¨®mago por decenas, acaso centenas, de peque?os dardos o agujas invisibles que, durante unos instantes, me dejaron paralizado, flotando. Mir¨¦ y no vi nada en las aguas inmaculadas del rededor y, al fondo, s¨®lo las construcciones rosadas y fant¨¢sticas de los arrecifes. Despu¨¦s me explicaron que mi atacante pod¨ªa ser un plancton o un banco de medusas infinitesimales, que tambi¨¦n abundan en este mar, al que mi presencia habr¨ªa alarmado desencadenando la descarga de sus microsc¨®picos tent¨¢culos. El fuerte dolor desapareci¨® al poco rato y, viendo que no me hab¨ªa quedado en la piel huella alguna de la agresi¨®n, respir¨¦ tranquilo.
Estaba nadando en un mar limpio y tibio cuando me sent¨ª acribillado por centenas de dardos
No dur¨® mucho. Las consecuencias de aquella picadura se manifestaron con las sombras de la noche: unas manchas viol¨¢ceas erupcionaron de repente toda la piel afectada, acompa?adas de una comez¨®n feroz, inmisericorde, que fue aumentando por segundos hasta volverse irresistible. Nada la deten¨ªa, pese a vaciar sobre ella todas las cremas para el ardor de las picaduras que, prevenido por una larga credencial de v¨ªctima de los mosquitos en mis viajes a la selva, cargo siempre en mi maleta. Parec¨ªa m¨¢s bien que, en lugar de atenuarla, la excitaban y enfurec¨ªan. Nunca me he rascado tanto, nunca he dormido tan poco, nunca he pasado una noche m¨¢s exasperante en mi larga existencia.
A la ma?ana siguiente, en el moderno hospital construido por los japoneses en la hormigueante ciudad de Labuan Bajo, una dermat¨®loga con la que me entend¨ªa en un lenguaje de ademanes y morisquetas, me dio a entender que la picadura de aquel ej¨¦rcito de malaguas infinitesimales no tendr¨ªa efecto alguno en mi futura salud. Me cost¨® trabajo explicarle que mi problema no era el porvenir sino el presente, que esa picaz¨®n me enloquec¨ªa y que me la quitara aunque fuera amput¨¢ndome los brazos. Le di una demostraci¨®n pr¨¢ctica, rasc¨¢ndome delante de ella como un mono. Pl¨¢cida, inconmovible, ella asent¨ªa y sonre¨ªa.
La pesadilla dur¨® tres d¨ªas y tres noches m¨¢s. Los remedios de la doctora me tuvieron so?oliento y atontado; el ardor iba cediendo con lentitud exasperante, mientras a mi cabeza volv¨ªa y revolv¨ªa sin cesar una imagen del diario del viaje a Egipto de Flaubert, que le¨ª hace siglos: su s¨²bito encuentro, en el callej¨®n de una aldea, con el leproso, y la terrible descripci¨®n de sus llagas purulentas.
Ahora ya estoy bien y he vuelto a releer a Popper y a nadar en el mar, aunque con explicable aprensi¨®n. Curiosamente, mi c¨®lera retrospectiva por aquella fusiler¨ªa submarina, no se vuelca contra las diminutas malaguas a las que mi s¨²bita invasi¨®n de su l¨ªquido espacio debi¨® producir un susto may¨²sculo, contra el que se defendieron como pod¨ªan, sino contra los dragones. Transferencia freudiana o lo que sea, a esas espantables criaturas y s¨®lo a ellas las hago responsables de aquel aquelarre cut¨¢neo con que me recibieron las aguas de este ardiente para¨ªso.
Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PA?S, SL, 2016.
? Mario Vargas Llosa, 2016.
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