?ltimo alegato por la paz
El voto del domingo en Colombia puede hacer que muchos dejen de sufrir, que se interrumpa una historia de violencia y que los muertos que estaban inscritos en nuestro futuro puedan, por nuestra decisi¨®n, volver a la vida
En cuesti¨®n de d¨ªas, si nuestros votos no disponen otra cosa, habr¨¢ una guerra menos en el mundo. Es una de las m¨¢s largas, o acaso la m¨¢s larga de todas, pues los m¨¢s conservadores creen que comenz¨® en 1964, con el surgimiento malhadado de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Pero es posible decir tambi¨¦n que comenz¨® mucho antes, con esa d¨¦cada que llamamos La Violencia, cuyos saldos incluyen 300.000 muertos, un pa¨ªs roto y un terreno abonado para que los descontentos sociales se convirtieran, sobre el fondo de la Guerra Fr¨ªa, en guerrillas revolucionarias. Lo que ha pasado desde entonces es un escenario de horror; pero el horror se diluye con el tiempo, y quiz¨¢s por eso el mundo se ha sorprendido en estos meses al conocer las cifras del conflicto colombiano, que, con sus ocho millones de v¨ªctimas entre muertos, heridos y desplazados, es uno de los que m¨¢s sufrimiento han causado en la historia reciente. Y es esta guerra la que puede desaparecer en cuesti¨®n de d¨ªas, si los colombianos tenemos el buen juicio de aprobar los acuerdos en un plebiscito.
Otros textos del autor
Los acuerdos se firmaron por fin el lunes pasado. La ceremonia fue el cierre de a?os de conversaciones que m¨¢s de una vez hubieran podido irse al diablo, pero la voluntad de pasar la p¨¢gina y el sentido de Estado de los negociadores pudieron m¨¢s. En todo este tiempo, mientras he estudiado los acuerdos, mientras me he convencido de que no hay nada mejor para Colombia, mientras he invertido m¨¢s tiempo del que tengo para defenderlos, he recordado, de la mano de los que han sufrido sus estragos, los episodios m¨¢s infames de esta guerra. He hablado, por ejemplo, con uno de los voceros de las v¨ªctimas de Bojay¨¢, donde un proyectil de la guerrilla mat¨® a un centenar de civiles que se refugiaban en una iglesia; he visto los testimonios de los paramilitares del Catatumbo, que hicieron desaparecer a cientos de v¨ªctimas en hornos crematorios de ladrillo cuyo fuego se manten¨ªa vivo con carb¨®n mineral y con los cuerpos de los enemigos; y he conversado con una mujer chocoana que perdi¨® a cuatro familiares cercanos en esta guerra, pero nunca ha podido saber de qu¨¦ ej¨¦rcito vinieron las balas. La que s¨ª lo sabe es una madre del municipio de Soacha, al sur de Bogot¨¢, que una ma?ana dej¨® a su hijo adolescente durmiendo en su casa y d¨ªas despu¨¦s lo encontr¨® muerto en combate y disfrazado de guerrillero: la suya fue una entre las miles de ejecuciones que en mi pa¨ªs se conocen con el eufemismo triste de falsos positivos. Este inventario del mal cubre apenas nuestros ¨²ltimos 15 a?os, pero es la consecuencia de los 30 a?os precedentes. Las guerras, he escrito en otra parte, sacan lo peor de todos; las guerras largas corroen nuestra noci¨®n misma de lo que es humano.
No es solo el desarme de una guerrilla degradada, sino el fin de una relaci¨®n con el horror
De manera que el final de esta guerra no es solo el desarme de una guerrilla degradada: es la desactivaci¨®n de medio siglo de violencias diversas, ciclos de retaliaciones que nunca terminan y una relaci¨®n con el horror que nos ha deshumanizado a todos. Desactivar esta guerra es pasar las p¨¢ginas insoportables del secuestro y las minas antipersonales, pero tambi¨¦n del paramilitarismo y de los cr¨ªmenes de Estado: todas las ramas pavorosas que le han crecido al ¨¢rbol de la violencia. Pero estas ramas visibles no son ni siquiera las ¨²nicas, pues los mecanismos insidiosos de la violencia tambi¨¦n se han colado en nuestros ¨¢mbitos privados, socavando irreparablemente partes de nuestra vida que un espectador distra¨ªdo podr¨ªa considerar indemnes. En el a?o 2014, el ¨²ltimo antes del cese al fuego unilateral, 12.000 colombianos murieron de muerte violenta, pero solo 2.422 fueron v¨ªctimas de la guerra, y estas cifras descomunales deber¨ªan lanzarnos a la cara la verdad terrible de que la sociedad est¨¢ descompuesta. La guerra se mete en todas partes. En todo el pa¨ªs, por ejemplo, hay ni?os que nada aprenden en la escuela porque no duermen bien, y que no duermen bien porque sus noches son noches de miedo; en todo el pa¨ªs van en alza las esquizofrenias y las depresiones y tambi¨¦n los suicidios, a pesar de que luego nos mostremos como los m¨¢s felices del mundo. No lo somos. Somos un pa¨ªs enfermo, un caso masivo de estr¨¦s postraum¨¢tico. El final de esta guerra es un primer paso hacia cierta forma de sanidad mental que ninguno de los vivos de Colombia puede describir, porque ninguno la recuerda.
Cerrar este conflicto es tambi¨¦n sacar de la mesa el pretexto de la guerra, que le ha servido durante medio siglo a un pa¨ªs indolente y corrupto para incumplir sus obligaciones. Cerrar el conflicto obligar¨¢ al Estado a que se haga presente en lugares rec¨®nditos, para que no los ocupen los violentos; obligar¨¢ a los pol¨ªticos a ofrecer soluciones reales, para que la gente no se deje seducir por los populismos. Cerrar el conflicto, en fin, es salvar vidas: esas 2.422, por ejemplo, que cayeron en 2014 en las redes de la guerra. No conviene olvidarnos de esa evidencia, pues los colombianos que nacimos en estos tiempos nos hemos pasado los a?os as¨ª: pregunt¨¢ndonos c¨®mo cortar con las inercias que alimentan y perpet¨²an la violencia. Lo que nos espera del otro lado de los acuerdos es la posibilidad in¨¦dita de ocuparnos de otras cosas; la guerra, cuyo comienzo se pierde en las desigualdades de nuestra sociedad, no ha remediado esas desigualdades, y en cambio ha dejado una larga estela de sufrimiento. No es tan parad¨®jico como parece que el final del conflicto, si nuestros dirigentes se comportan como es debido, pueda traer consigo los remedios que lo hubieran evitado en un principio.
Lo que nos espera es la posibilidad in¨¦dita de ocuparnos de otras cosas que de la guerra
Los colombianos llevamos m¨¢s de medio siglo ley¨¦ndonos y entendi¨¦ndonos a trav¨¦s de la violencia: de eso dan cuenta nuestras artes y nuestras letras, siempre d¨¢ndole vueltas a la casa de los muertos para ver por d¨®nde es mejor entrar. Yo tengo para m¨ª que estos acuerdos nos pueden permitir, por primera vez, mirarnos al espejo y ver algo distinto. Pero lo m¨¢s importante es que nos permitir¨¢n acabar con el sufrimiento de muchos, lo cual no es solamente un mandato moral, sino uno de los mejores motivos para hacer ciertos sacrificios. En medio de los detalles farragosos de los acuerdos, en medio de la polarizaci¨®n y de las disputas, no perdamos de vista esa verdad esencial: que el voto de ma?ana puede hacer que muchos dejen de sufrir, que se interrumpa una historia de violencia cuyo ¨²nico destino posible es una violencia mayor, y que los muertos que estaban inscritos en nuestro futuro puedan, por virtud de nuestra decisi¨®n, volver a la vida.
Juan Gabriel V¨¢squez es escritor. Su ¨²ltima novela publicada es La forma de las ruinas (Alfaguara).
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.