Nostalgia del soberano
Se a?ora un sujeto colectivo que simplifique las cosas al suministrarnos una identidad pol¨ªtica llamada a acabar con la fragmentaci¨®n social y a resolver todos los problemas que nos afligen, ya sea el terrorismo o la decadencia industrial
Que la democracia est¨¢ hoy en crisis, nadie parece dudarlo; que la democracia siempre ha estado en crisis, en cambio, todos parecemos olvidarlo. ?Acaso no ha conocido momentos mucho peores? En 1942, durante la Segunda Guerra Mundial, apenas doce pa¨ªses eran tambi¨¦n democracias. Pero su ininterrumpida expansi¨®n desde entonces, dram¨¢ticamente ratificada por el derrumbe de los reg¨ªmenes comunistas, nos convirti¨® en optimistas incurables: la democracia parec¨ªa el r¨¦gimen natural para las sociedades del nuevo siglo y su relativa estabilidad termin¨® por producir un relato triunfante cuyo portavoz m¨¢s autorizado fue Francis Fukuyama. Su c¨¦lebre fin de la historia anunciaba la clausura del conflicto ideol¨®gico en torno al mejor modo de organizar las comunidades humanas: la democracia liberal hab¨ªa llegado para quedarse.
Veinticinco a?os despu¨¦s, no estamos tan seguros. El liberalismo occidental parece batirse en retirada ante el ascenso de tendencias iliberales de todo tipo: ¨¦xito electoral de los populismos de izquierda y derecha, auge de los nacionalismos, apoyo a l¨ªderes autoritarios de inclinaciones decisionistas, degradaci¨®n digital del debate p¨²blico. Podemos poner nombre propio a estas ideas: Brexit, Trump, Catalu?a, Hungr¨ªa, Turqu¨ªa, Filipinas, posverdad. Sin que la lista sea exhaustiva ni olvidemos que la inestabilidad no es general: Macron ha ganado en Francia, Wilders no gan¨® en Holanda y el New York Times sigue public¨¢ndose. Sin embargo, estas tendencias se?alan un desplazamiento preocupante hacia eso que se ha llamado "democracia iliberal". O sea, una democracia que da prioridad al voto popular por encima de los dem¨¢s componentes del liberalismo democr¨¢tico: divisi¨®n de poderes, derechos y libertades fundamentales, independencia de los tribunales, imperio de la ley, respeto a las minor¨ªas, tolerancia moral y religiosa. Mientras, hacia fuera, la cooperaci¨®n multilateral deja paso a la introversi¨®n soberanista. As¨ª que no hay fin de la historia: la trama se complica.
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Me gustar¨ªa sugerir que estas turbulencias giran en torno a una pregunta clave: ?qui¨¦n es el protagonista de la democracia? O, si se prefiere: ?qui¨¦n es el sujeto de la democracia? Desde luego, la respuesta parece sencilla si nos atenemos a la letra constitucional: el sujeto de la democracia es el pueblo cuyo gobierno consagra esa misma democracia. Pero el liberalismo democr¨¢tico recela de los sujetos colectivos y sit¨²a en su centro al ciudadano, retratado simult¨¢neamente como titular de derechos y votante democr¨¢tico. Individuo aut¨®nomo capaz de dar sentido a su vida y tomar decisiones responsables, es ¨¦l quien crea opini¨®n y contribuye a formar mayor¨ªas electorales que hacen posible el gobierno. Es verdad que la figura del ciudadano coexiste en nuestros textos constitucionales con entidades colectivas que tienen como fin legitimar -jur¨ªdica y afectivamente- el r¨¦gimen democr¨¢tico. Se habla as¨ª de la soberan¨ªa popular o se invoca la naci¨®n como dep¨®sito de identidad compartida que justifica unas fronteras. Y en la noche electoral, ganadores y perdedores interpretan "la voz del pueblo". Sin embargo, esta ambig¨¹edad es inevitable cuando se trata de dar forma a la intrincada relaci¨®n entre lo individual y lo colectivo.
La recesi¨®n se ha sumado a la tensi¨®n producida por la globalizaci¨®n y la digitalizaci¨®n
Pues bien, el fenomenal impacto psicopol¨ªtico de la crisis econ¨®mica ha creado un nuevo espacio emocional que amenaza con alterar ese precario equilibrio simb¨®lico. ?De qu¨¦ manera? Sobre todo, la recesi¨®n ha tensado unas relaciones sociales que ya se encontraban sometidas a la doble presi¨®n ejercida por la globalizaci¨®n y la digitalizaci¨®n. Huelga decir que la atomizaci¨®n no es ninguna novedad: el desaf¨ªo de la teor¨ªa pol¨ªtica del siglo XX, de Rawls a Habermas, ha consistido en la b¨²squeda infructuosa de una ¨¦tica universalista aplicable a cuerpos sociales cada vez m¨¢s fragmentados. En otras palabras, relatos y s¨ªmbolos comunes a todos sobre los que edificar una sociedad democr¨¢tica. Ahora, la globalizaci¨®n ha abierto una inesperada brecha entre las ciudades y el mundo rural, as¨ª como entre educados y no educados. Mientras, la digitalizaci¨®n ha reforzado esa tendencia (ah¨ª est¨¢ la disruptiva gig economy basada en las plataformas digitales y un solitario autoempleo) al tiempo que proporcionaba a cada ciudadano una herramienta expresiva de doble filo: aunque emitimos opiniones individuales en las redes sociales, habitamos burbujas cognitivas que complican el mantenimiento de un mundo p¨²blico com¨²n. El resultado es una ca¨®tica sinfon¨ªa del descontento cuyo scherzo no parece tener fin.
Justamente, aqu¨ª es donde aparece la nostalgia por un sujeto colectivo que simplifica las cosas al suministrarnos una identidad pol¨ªtica emocionalmente satisfactoria. Hay donde elegir, aunque las categor¨ªas se solapen: el pueblo del populismo, la naci¨®n del nacionalismo, la etnia del nativismo, la multitud del neomarxismo, la comunidad de creyentes del fundamentalismo. Todos esos sujetos soberanos, capaces de una acci¨®n pol¨ªtica eficaz, est¨¢n llamados a acabar con la fragmentaci¨®n social y a resolver todos los problemas que nos afligen: desde el terrorismo islamista a la decadencia industrial. Son, todos ellos, entidades abstractas a menudo personificadas en un l¨ªder carism¨¢tico sobre el se proyecta afectivamente el. Hugo Ch¨¢vez lo expres¨® de manera inmejorable: "No soy un individuo. Soy el pueblo". Milenios de vida tribal resuenan en esa proclamaci¨®n.
La democracia es por definici¨®n una tarea pendiente, una forma organizativa conflictiva
Ante esta disyuntiva, lo primero es reconocer que nos encontramos ante un problema sin soluci¨®n. En este mundo, no puede salvarse la distancia entre la conciencia individual y la comunidad pol¨ªtica; salvo que se haga poes¨ªa. Y es que la pol¨ªtica es una empresa colectiva que requiere de ciudadanos aut¨®nomos, capaces de comprometerse con los asuntos p¨²blicos sin perder su individualidad por el camino, ni frustrarse cuando los dictados de su conciencia no coinciden con las decisiones mayoritarias. Y no hay canales de participaci¨®n digital capaces de remediar este desajuste. Tal vez esta brecha tr¨¢gica solo pueda remediarse mediante una sofisticada distancia ir¨®nica, pero es hora de admitir que la tentaci¨®n de subsumirse en un sujeto colectivo forma parte del bagaje evolutivo de la especie y nunca nos abandonar¨¢. Siempre habr¨¢ profetas, demagogos, redentores: porque siempre habr¨¢ quien les escuche.
Si bien se mira, nada de esto quita la raz¨®n a Fukuyama: las sociedades complejas solo pueden ser democracias liberales y ni siquiera sus cr¨ªticos m¨¢s mordaces han puesto sobre la mesa una alternativa plausible. Ocurre que la democracia es por definici¨®n una tarea pendiente, un proceso imperfecto que produce resultados insatisfactorios, una forma organizativa inherentemente conflictiva. ?Si no fuera todas esas cosas, no ser¨ªa una democracia! Ahora mismo, es preciso desarrollar estrategias que -¨¤ l¨¤ Macron- hagan posible contener el virus del iliberalismo. A largo plazo, ser¨ªa aconsejable que las sociedades democr¨¢ticas hiciesen un esfuerzo de maduraci¨®n, a fin de comprenderse mejor a s¨ª mismas. O sea: como suma de ciudadanos responsables que forman parte de una comunidad pol¨ªtica pluralista y asumen su irremediable orfandad tras la muerte del viejo padre soberano. Porque estamos solos. Y en esa soledad democr¨¢tica debemos encontrarnos.
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