Fin de la diferencia espa?ola
A la muerte de Franco, nadie daba un c¨¦ntimo por lo que en Espa?a pudiera ocurrir cuando los partidos recuperaran la libertad. El 15 de junio de 1977 triunfaron las dos opciones sobre las que Europa construy¨® la democracia: el centro y el socialismo
Era nuestra diferencia, lo que nos convert¨ªa en caso excepcional en la historia de Europa: una demostrada y reiterada incapacidad para la democracia, una at¨¢vica necesidad de ser gobernados por un hombre fuerte. After he goes, what?, se hab¨ªa preguntado un distinguido hispanista, Richard Herr, temiendo que cuando He,o sea, Franco, desapareciera, los espa?oles, por naturaleza rebeldes y pol¨ªticamente volubles, volver¨ªan a sus antiguos h¨¢bitos, solo temporalmente abandonados por la estricta y larga prohibici¨®n de meterse en pol¨ªtica.
No era el ¨²nico que tem¨ªa lo peor: a la muerte de Franco, nadie daba un c¨¦ntimo por lo que en Espa?a pudiera ocurrir cuando los partidos pol¨ªticos recuperaran la libertad destruida durante 40 a?os de dictadura. Y no se trataba del t¨®pico del espa?ol ingobernable inculcado por la propaganda franquista. Alguien tan a resguardo de esa ret¨®rica como Giovanni Sartori sentenci¨® en 1974, en las dos l¨ªneas dedicadas al caso espa?ol en su obra sobre partidos pol¨ªticos, que los espa?oles volver¨ªan a la pauta de los a?os treinta dando vida de nuevo a un sistema pluripartidista y muy polarizado, directamente destinado, como en los a?os treinta, al caos.
Otros art¨ªculos del autor
Hombre fuerte que se impone sobre un sistema de partidos ca¨®tico como ¨²nica garant¨ªa de paz y orden: esa era la diferencia espa?ola. Una voz, sin embargo, comenz¨® a desentonar en el coro de historiadores y cient¨ªficos sociales y pol¨ªticos que lucubraban sobre el futuro: la de Juan Linz cuando pronostic¨® en 1967 que cualquier sistema de partidos que se estableciera en el futuro en Espa?a tendr¨ªa que girar inevitablemente en torno a dos tendencias dominantes: el socialismo y la democracia cristiana. Esa hab¨ªa sido la f¨®rmula puesta en pr¨¢ctica al t¨¦rmino de la II gran Guerra Mundial y sobre ella se construy¨® la nueva Europa de la que todos los espa?oles nacidos poco antes, durante y poco despu¨¦s de la Guerra Civil quer¨ªamos, m¨¢s que formar parte, ser.
Ser como los italianos fue la gran expectativa del Partido Comunista bajo la direcci¨®n de Santiago Carrillo, que so?aba con repetir en Espa?a el compromesso storico de Berlinguer en Italia. No lo fue menos la de Adolfo Su¨¢rez cuando pretend¨ªa, como le dijo a Duran Farell, crear en Espa?a un partido que desempe?ara el papel jugado por la democracia cristiana en Italia y Alemania, y foment¨® en la izquierda una permanente y equilibrada divisi¨®n entre socialistas y comunistas. Que aqu¨ª ocurriera como en Alemania era lo que anhelaban los socialistas, dispuestos a ir a las urnas aun en el caso de que el PCE tuviera que esperar a una segunda convocatoria para presentarse bajo su propio nombre. Solo quedaba Manuel Fraga y sus siete magn¨ªficos azuzando al franquismo sociol¨®gico para que despertara de su sue?o y mantuviera la diferencia espa?ola; al cabo, ¨¦l hab¨ªa sido principal responsable del c¨¦lebre reclamo tur¨ªstico, Spain is different.
De las 80 candidaturas que obtuvieron alg¨²n voto en los comicios, solo 13 consiguieron esca?os
Al final, fueron las dos opciones sobre las que en Europa se hab¨ªa construido la democracia y el Estado social las que resultaron vencedoras el 15 de junio de 1977 con el nombre de centro y de socialismo. De las 80 candidaturas que obtuvieron alg¨²n voto, solo 13 consiguieron esca?os; de ellas, cuatro solo uno, mientras las dos primeras alcanzaron 293: una concentraci¨®n de votos en UCD y PSOE algo superior a lo que hab¨ªan pronosticado las encuestas que, en general, acertaron al predecir la enorme distancia que iba a separarlos de los dos segundos (PCE y AP) en votos y, m¨¢s a¨²n, en esca?os. Y no tanto por el sistema D'Hont, aunque tambi¨¦n, como por los dos esca?os atribuidos de salida a todas las circunscripciones, cualquiera que fuese su poblaci¨®n.
Con estos resultados se disolvi¨®, aparte de la sopa de siglas, el proyecto de reforma pol¨ªtica aprobado seis meses antes en refer¨¦ndum, que en su art¨ªculo tercero establec¨ªa que la iniciativa de reforma constitucional correspond¨ªa al Gobierno y al Congreso de los Diputados. Para empezar, nunca m¨¢s se volvi¨® a hablar de ¡°reforma constitucional¡±, una manera perversa de referirse a las Leyes Fundamentales de la dictadura; adem¨¢s, el Gobierno abandon¨® sin ofrecer resistencia su ¨²ltima trinchera: encargar a una comisi¨®n de expertos un anteproyecto de Constituci¨®n a su gusto y medida. Los diputados se declararon constituyentes y decidieron poner en marcha la principal y nunca abandonada reivindicaci¨®n de la oposici¨®n desde el acuerdo alcanzado entre socialistas y mon¨¢rquicos en 1948, reiterada en todos los planes de transici¨®n alumbrados en las d¨¦cadas siguientes: la apertura de un proceso constituyente.
Pol¨ªticos espa?oles y pol¨ªticas de pacto parec¨ªan excluirse en nuestro discurso
El Gobierno, con un presidente ratificado sin contar con mayor¨ªa absoluta y sin haberse sometido a ninguna sesi¨®n de investidura y, por tanto, sin saber con cu¨¢ntos votos contaba en la C¨¢mara, se sum¨® de buena gana a una corriente a la que ¨¦l mismo hab¨ªa dado curso sin prever exactamente hasta d¨®nde lo llevar¨ªa. Situado, por talante y por apoyos, en el polo opuesto al del hombre fuerte al modo espa?ol, su doble acierto consisti¨® en no intentar siquiera poner puertas al campo abierto por las elecciones y en sustituir la pr¨¢ctica del decreto-ley por una pol¨ªtica de pactos a derecha e izquierda, con nacionalistas catalanes y vascos incluidos, sobre las cuestiones pendientes: la Constituci¨®n, desde luego, pero tambi¨¦n la pol¨ªtica econ¨®mica y social y las reivindicaciones de autonom¨ªa sostenidas en t¨ªtulos hist¨®ricos. En conjunto, lo que muy pronto recibi¨® el nombre, luego tan denostado, de pol¨ªtica de consenso.
Y esa s¨ª que fue la gran diferencia que liquid¨® todas las diferencias. Pol¨ªticos espa?oles y pol¨ªticas de pacto parec¨ªan excluirse mutuamente en nuestro discurso pol¨ªtico y en nuestra historia desde los or¨ªgenes del Estado liberal. La tradici¨®n m¨¢s arraigada exig¨ªa un hombre fuerte al mando tras los reiterados fracasos, por m¨²ltiple fragmentaci¨®n, del sistema de partidos, lo que en definitiva quer¨ªa decir: un pa¨ªs escindido por m¨¢s de una l¨ªnea de fractura en cuestiones relativas a los fundamentos de su convivencia pol¨ªtica. Que ni la tradici¨®n ni la historia determinar¨ªan el futuro y que era posible construir un Estado tramando acuerdos: eso fue lo que indicaba el mandato de los electores cuando, rompiendo lo que tantos observadores extranjeros consideraban como berroque?a excepcionalidad espa?ola, depositaron sus votos mayoritariamente en dos partidos a los que empujaron a entenderse.
Poco tiempo despu¨¦s, otro destacado hispanista, hablando sobre la democracia espa?ola, exclamaba, desencantado: puaf, qu¨¦ aburrimiento, ya sois como los europeos.
Santos Juli¨¢ es historiador.
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