Los gritos de rigor
En los m¨¢s estent¨®reos tiempos del r¨¦gimen del general Franco era obligado que cualquier acto p¨²blico -fuera un desfile, un mitin, una inauguraci¨®n o, caso extremo de la irracional prosopopeya de aquel r¨¦gimen carente de sistema de ideas, un simple acto de afirmaci¨®n nacional sindicalista- concluyera con los gritos de rigor. Y no era, por consiguiente, raro que la d¨®cil, acre y meliflua Prensa de entonces -algunos supervivientes de la cual a¨¹n subsisten, como crust¨¢ceos, apegados a la misma estomagante ret¨®rica adquirida en aquel per¨ªodo- notificara el acontecimiento con la conocida rese?a: "Al t¨¦rmino del acto, el camarada XXX pronunci¨® las voces de rigor, que fueron coreadas por todos los asistentes con un¨¢nime entusiasmo".
Para algunos observadores, en su mayor¨ªa extranjeros, la obligaci¨®n de escuchar de pie y brazo en alto la interpretaci¨®n de los himnos nacionales -que no eran menos de tres- al t¨¦rmino (de la pel¨ªcula, mientras en la pantalla se proyectaba la efigie del caudillo fundida con el tr¨¦molo de la bandera y el zoom ascendente del escudo y del cangrejo falangista, serv¨ªa al menos para medir la temperatura social del r¨¦gimen marcada por la altura de las palmas. Pues siendo, obligado levantar el brazo, el grado de aceptaci¨®n de la medida -y de concordancia con el r¨¦gimen- se med¨ªa por el ¨¢ngulo del codo. Solamente de quIlenes ofrec¨ªan un ¨¢ngulo llano, con una inclinaci¨®n de unos 45? sobre la horizontal, pod¨ªa decirse que eran acerr¨ªmos partidarios del r¨¦gimen; los dem¨¢s, o eran adversarios o simplemente unos c¨ªnicos. Lo mismo cab¨ªa decir de la respuesta a los gritos de rigor, que era preciso medir no por el "anco" sino por el "Fr". Si en la sala s¨®lo se distingu¨ªa t¨®nicamente la terminaci¨®n, malo.
Hacia 1966 hice una excursi¨®n de varios d¨ªas con Dionisio Ridruejo y Fernando Chueca, por tierras de ?vila, Segovia y Valladolid, con el fin de recoger sobre el terreno datos para una gu¨ªa cle Castilla que estaba escribiendo el primero con destino a una editorial catalana, de impecable origen falangista. En la parada de Cu¨¦llar acertamos a visitar el castillo que muy pocos meses atr¨¢s hab¨ªa sido desafectado como penal del Estado, pero todav¨ªa no estaba abierto al p¨²blico. Al parecer, el castillo hab¨ªa sido elegido en su d¨ªa, durante la guerra, como penal de algunos reclusos republicanos afectados de tuberculosis y destinados a gozar de un largo per¨ªodo de condena. Todav¨ªa en nuestra visita se pod¨ªan advertir los signos de una no lejana habitaci¨®n: restos de ropas y utensilios, cucharillas, grafitti, hojas perdidas de cuadernos y peri¨®dicos murales y el sobrecogedor mobiliario penitenciario. El viento silbaba en las galer¨ªas del patio, acompasado por alguna cancela que golpeaba contra su marco met¨¢lico; empero, no se atrev¨ªa a descender -como si ¨¦l mismo obedeciera a una estricta limitaci¨®n del r¨¦gimen penitenciario- hasta las subterr¨¢neas celdas de castigo. Y en el centro del patio, la cruz de los ca¨ªdos en tomo a la cid los domingos y festivos se oficiaba la misa al aire libre. Creo que no ftilmos capaces de hacer muchos comentarios, pero recuerdo bien un gesto de Dionisio, que, caminando por delante, se detuvo, se volvi¨® y me dirigi¨® una de aquellas miradas graves, inevitablemente reflexiva y culpatoria, para preguntar: "?Te das cuenta de lo que supon¨ªa ser un jodido rojo en este lugar?". Palabras que sin duda fueron atendidas por un pusil¨¢nime guarda, con media docena de llavones en la mano, que se qued¨® mirando a Dionisio para replicarle, sin un asomo de resentimiento: "D¨ªgamelo usted a m¨ª".
Una vez en el pueblo, para oficiar con un trago de vino la recompensa de aquel guarda que nos permiti¨® la entrada no por la propina, sino por las poderosas razones art¨ªsticas e hist¨®ricas que aducimos para justificar nuestra visita, el hombre nos cont¨® su convencional historia: habiendo sido prisionero republicano y no teniendo donde ir tras cumplir su condena se hab¨ªa quedado en el pueblo, afecto a los servicios del penal por un miserable salario; para luego pasar a guarda. Creo que fue quien explic¨® que todos los d¨ªas, antes de la cena, formaban los penitenciarios en el patio y tras el pase de lista eran obligados a entonar los tres himnos y repetir los gritos de rigor. Los himnos eran cantados con tono bajo y con ciertas alteraciones sem¨¢nticas que respetaban, con todo, la rima; pero invariablemente el apagado murmullo del Cara al sol sub¨ªa de tono, hasta adquirir un acento entusiasta, un clamor vibrante como entonces se dec¨ªa, cuando la formaci¨®n repet¨ªa el verso: "Volver¨¢n banderas victoriosas". Parece que la circunstancia no pas¨® inadvertida al director del centro, que pidi¨® una explicaci¨®n al capell¨¢n. "Sin duda", replic¨® ¨¦ste, "el esp¨ªritu joscantoniano va calando poco a poco en sus almas".
La an¨¦cdota no pudo por menos de alegrar el asendereado esp¨ªritu de Dionislo Ridruejo, autor de aquel verso y del siguiente, su ¨²nica contribuci¨®n a la famosa elaboraci¨®n comunitana de la letra del himno por parte de los vates de la Falange. All¨ª pudo entrever la felix culpa de su pecado y mitigar su pena al saber que de todo el himno s¨®lo sus versos fueran aceptados por los vencidos y cantados como el secreto anuncio de una contraola que la historia no dejar¨ªa de proveer. Una resumida premonici¨®n l¨ªrica de todo su ideario.
La democracia y el r¨¦gimen autoritario pueden ser comparados del modo, nada sutil pero s¨ª agudo, como la vieja biolog¨ªa china establec¨ªa la diferencia entre los crust¨¢ceos y los vertebrados; los primeros tienen los huesos fuera y la carne dentro, en tanto entre los segundos es al contrario. Toda la fuerza de los primeros est¨¢ a la vista, la de los segundos no asoma. Y esa diferencia esencial les lleva a conducirse de manera bien diferente; los primeros, con movimientos lentos, limitados y precisos, casi mec¨¢nicos, suministrados por juntas, r¨®tulas, bielas y barras de corto alcance; los otros, con el suplemento de un efecto muscular capaz de alterar la tensi¨®n superficial para acomodarla al efecto deseado. De los crust¨¢ceos -animales ciertamente rigurosos-, s¨®lo unas contadas especies acertaron a abandonar el medio acu¨¢tico y sordomudo en que se engendraron, par a sobrevivir de manera precaria confinados a ciertos desiertos, defendidos por sus pinzas, p¨²as y venenos. Los vertebrados se extendieron por los tres medios, tanto como los insectos.
Con un cuerpo mal dise?ado, por su rigidez externa, para el cambio de medio, el crust¨¢ceo, sin embargo, sobrevive. Incapaz de dar un vuelco a su estructura e interiorizar su esqueleto, conduce su evoluci¨®n en el sentido de procurarse un mayor espesor de sus corazas calc¨¢reas, aun a costa de perder rapidez y flexibilidad de movimientos, y m¨¢s protuberancia y eficacia de sus ap¨¦ndices defensivos y combativos. Poco a poco va disminuyendo la relaci¨®n carne a hueso para petrificarse m¨¢s y m¨¢s. Se va inmovilizando y al mismo tiempo se hace longevo, extremadamente longevo y lento. Y como, parad¨®jicamente, se ha hecho carn¨ªvoro, a la postre acostumbra a morir de inanici¨®n porque son pocos los que se le aproximan. Todo cuerpo, dec¨ªa Cuvier, no es sino el adecuado soporte de un determinado sistema nervioso; en tanto para unos la evoluci¨®n del sistema conduce a la creaci¨®n de un centro neur¨¢lgico enormemente complejo y especializado que, atento sobre todo a los fen¨®menos externos, sabe cursar a sus ¨®rganos las ¨®rdenes m¨¢s convenientes en cada momento, para otros se reduce al mecanismo que mueve la coraza y clava las pinzas, llegada la ocasi¨®n, en la criatura inexperta y blanda que entra en su radio de acci¨®n. Qu¨¦ duda cabe de que la moral pol¨ªtica est¨¢ en buena medida determinada por la fisiolog¨ªa, y en estos tiempos en que tanto se especula sobre la corrupci¨®n y la vuelta a ciertas actitudes autoritarias, no parece que est¨¦ de m¨¢s pensar en la magnitud que cobrar¨ªan tales tendencias si el poder volviera a los viejos crust¨¢ceos, que tantas veces levantaron sus brazos en alto y tantos gritos de rigor repitieron, o a sus s¨®lo en apariencia vertebrados herederos.
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