Sangre en mi ciudad
Esta ciudad es hoy capital del dolor, como ayer lo fue Madrid en el estallido de Atocha
La camioneta asesina ha recorrido 500 metros. Enloquecida, ha ido sembrando la Rambla de mi ciudad de muertos y heridos. Desde el coraz¨®n de la ciudad, la plaza de Catalunya, hasta el Liceu, el teatro de la ¨®pera.
Veo que ha detenido su trayectoria letal justo encima de la bella cer¨¢mica que Joan Mir¨® instal¨® en el suelo del paseo. Veo en los v¨ªdeos de testigos aficionados un cochecito de beb¨¦, como el de mi nieta. Un cochecito de repente destartalado, s¨²bitamente estampado contra uno de los viejos ¨¢rboles plataneros, como en una terrible reedici¨®n ¡ªesta vez ver¨ªdica¡ª de la pel¨ªcula de Eisenstein.
J¨®venes extendidos por el suelo, aqu¨ª una chica con la cabeza sangrando, all¨¢ un muchacho con la pierna dislocada, torcida como un alambre imposible. Transe¨²ntes y polic¨ªas atendiendo a los heridos. Es el terrible paisaje humano habitual y perfectamente reconocible en estos casos de asesinatos colectivos. El del metro de Londres, el del tren de Madrid, el de las cafeter¨ªas de Par¨ªs, el del aeropuerto de Bruselas, el del mercadillo de Berl¨ªn¡ Todos somos vulnerables.
La muerte destaca todav¨ªa m¨¢s en una ciudad tan llena de vida,? amante de reinventarse, tan deseosa de lo nuevo
Cuando todav¨ªa no se ha confirmado oficialmente la autor¨ªa del suceso ni su finalidad, ni se sabe a¨²n ¡ªpero lo sabr¨¢ el lector cuando lea esto¡ª el desenlace y el balance de desgracias, no hay sin embargo muchas dudas sobre el car¨¢cter terrorista del suceso, ni sobre su inspiraci¨®n, ni sobre su prop¨®sito.
El patr¨®n de la actuaci¨®n es com¨²n a tantos atentados recientes en toda Europa (y m¨¢s all¨¢): una capital conocida, una localizaci¨®n emblem¨¢tica, un espacio muy frecuentado, una gente indefensa; y, como arma mortal, un instrumento que no parece un arma: un veh¨ªculo m¨¢s, como tantos que circulan por las calles¡
Mientras esperamos ansiosos el fin de todo esto, pienso otra vez en cu¨¢n injusta es la muerte gratuita, masiva, provocada, escudada en presuntas ideas. Y en c¨®mo la muerte destaca todav¨ªa m¨¢s en una ciudad tan llena de vida, tan amante de reinventarse, tan deseosa de lo nuevo, tan generadora de tendencias, tan provocadora de debate y de pol¨¦mica, de conflictos¡ y de soluciones.
De momento parece que la pauta de racionalidad en la conducta de los distintos niveles de gobierno ¡ªlocal, auton¨®mico, central¡ª, y por tanto de cooperaci¨®n estrecha entre ellos, se impone.
Uno se pregunta, en un recodo de la angustia, si este remar juntos en momentos de cat¨¢strofe, si esta unidad de las grandes ocasiones solemnes, no podr¨ªa extenderse a lo cotidiano, a la gesti¨®n de las peque?as cosas, y de las medianas, y al resto. Extenderse a la pol¨ªtica, a imaginar entre todos, cada uno con su acento, el futuro. Puesto que solo hay una verdadera l¨ªnea divisoria, la que a todos separa de la barbarie. ?Acaso los conciudadanos y los visitantes asesinados no albergaban ideas, trayectorias, identidades y designios distintos? Pero todos ellos compart¨ªan la misma rambla. Pac¨ªficamente, mientras pudieron.
Esta ciudad es hoy capital del dolor, como un ayer lo fue Madrid en el estallido de Atocha. Que sepa ser tambi¨¦n capital de la dignidad. Acab¨¢bamos de celebrar el 25? aniversario de los Juegos Ol¨ªmpicos de 1992. Aquella gesta c¨ªvica y pac¨ªfica, de tolerancia y de entendimiento, de cultura plural y de identidades superpuestas y compartidas: lo barcelon¨¦s, lo catal¨¢n, lo espa?ol, lo europeo.
Qu¨¦ poco nos ha durado el buen sabor de ese aniversario. Los Juegos fueron siempre generadores de amistad y de tregua en el conflicto. Pero hay quien sigue prefiriendo el odio al amor, la tristeza a la esperanza, la tragedia a la conciliaci¨®n. Traer¨¢n la muerte. Y esta se apoderar¨¢ de nuestros ojos, como deletre¨® Cesare Pavese. Pero jam¨¢s de nuestros corazones. Los hijos de Joan Mir¨® nunca aprenderemos a odiar.
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