Entre los monjes
En medio de un silencio donde lo que sucede en el siglo, como la crisis de Catalu?a, llega en modo de eco, los benedictinos viven un tiempo que gira sobre si mismo
?El monasterio est¨¢ rodeado de monta?as y de bosques que, en este pleno oto?o, exhiben sus colores cobrizos y dorados con orgullo. La parte m¨¢s antigua del local, la del altar, es rom¨¢nica, del siglo XI, y el resto de la iglesia un g¨®tico del XVI. El enorme edificio ha sido deshecho y rehecho varias veces, pero las viej¨ªsimas piedras siguen siempre all¨ª, enormes, inmortales, preservando el silencio. Es lo que me impresiona m¨¢s, fuera de la regla de San Benito, escrita en el siglo sexto, que sigue regulando el funcionamiento de ¨¦ste y todos los monasterios benedictinos en el mundo; con algunas adaptaciones a la ¨¦poca, claro est¨¢, como la supresi¨®n de los castigos corporales y la exclusi¨®n de los ni?os abandonados que, por lo visto, recog¨ªan las comunidades medievales. Hay veinti¨²n monjes, tres de ellos novicios, en ¨¦ste en el que paso cuatro d¨ªas, una experiencia que deseaba tener desde que le¨ª La monta?a de los siete c¨ªrculos, de Thomas Merton, hace muchos a?os. El abad est¨¢ contento porque hay otros tres posibles novicios en perspectiva. La continuidad del monasterio parece, pues, asegurada.
Otros art¨ªculos del autor
El silencio es tan intenso que se lo escucha y, cuando uno habla dentro del recinto, s¨®lo susurra y sintetiza, con la mala conciencia de estar cometiendo una falta. Que los monjes casi no hablen entre ellos no significa que est¨¦n callados. Todo lo contrario. Desde las seis de la ma?ana hasta las diez de la noche cantan sin cesar, en lat¨ªn, vigilias, laudes, tercia, sexta y nona, v¨ªsperas y completas, adem¨¢s de las misas diarias, que son todas cantadas, y los rosarios vespertinos. Pero los jueves en la tarde tienen un recreo; pueden salir a pasear por el campo, siempre en grupo, y conversar entre ellos. El silencio es estricto en el refectorio a la hora de las comidas, durante las cuales un monje lee siempre en voz alta textos piadosos, vidas de santos o informaciones religiosas.
La televisi¨®n y la radio est¨¢n prohibidas, pero el monasterio recibe dos peri¨®dicos ¡ªno pude averiguar cu¨¢les¡ª, de modo que los monjes no est¨¢n totalmente desinformados de lo que ocurre al otro lado de esas altas murallas entre las cuales han elegido pasar el resto de sus vidas. Sin embargo, tuve la impresi¨®n de que lo que ocurre all¨¢, en el siglo, no les importa demasiado. Si les importara, tal vez les ser¨ªa m¨¢s dif¨ªcil aceptar esa existencia hecha de silencio, pobreza y soledad, de rituales y oraciones sin t¨¦rmino, de tiempo que no fluye sino gira sobre s¨ª mismo. Son unos d¨ªas muy graves para Espa?a, tal vez los peores de su historia, cuando una conjura separatista parece a punto de provocar una cat¨¢strofe sin precedentes en el reino m¨¢s antiguo de Europa; y, sin embargo, aqu¨ª, a mi alrededor, nadie parece alterarse con semejante perspectiva. S¨®lo en la misa del domingo el abad, con austeras palabras, pide unas oraciones para Espa?a y Catalu?a.
Nadie parece aqu¨ª triste y ni desesperado; son contagiosos el entusiasmo y la alegr¨ªa de los monjes
Nadie parece aqu¨ª triste y mucho menos desesperado; son contagiosos el entusiasmo y la alegr¨ªa con que los monjes entonan los salmos en la iglesia, las bellas voces que se distinguen durante la rica liturgia. Hay algunos viejecitos entre ellos ¡ªy uno que ¡°ha perdido ya la cabeza¡±¡ª pero la mayor¨ªa est¨¢n en la flor de la edad, como el bibliotecario que en la biblioteca del claustro me muestra, feliz, dos incunables y una primera edici¨®n de San Juan de la Cruz. Y como el abad, hombre sabio, muy culto, con el ¨²nico que llego a tener un amago de conversaci¨®n. En la orden, seg¨²n ¨¦l, funciona una genuina democracia; los monjes eligen a su abad y pueden tambi¨¦n deponerlo cuando piensan que no est¨¢ a la altura de sus funciones. Dentro de la regla de San Benito, cada comunidad se organiza como mejor le convenga, tom¨¢ndose las mayores libertades, sin sujetarse a un ¨²nico modelo. En ¨¦sta, por ejemplo, tanto para aceptar a un novicio como para admitirlo en el monasterio luego de los dos a?os de noviciado, es preciso que al menos tres cuartas partes de los monjes lo aprueben. No todos los monjes son sacerdotes; los que lo son han debido seguir, luego del noviciado, un m¨ªnimo de seis a?os de estudio de teolog¨ªa, siempre lejos del lugar en el que luego vendr¨¢n a enclaustrarse.
?Muchos abandonan? Poqu¨ªsimos. La raz¨®n, seg¨²n mi interlocutor, es que no es nada f¨¢cil ser admitido en la comunidad; ¨¦sta debe estar convencida de que hay una verdadera vocaci¨®n en el aspirante, una conciencia clara de lo que va a perder y de lo que va a ganar. Cuando resulta m¨¢s o menos evidente que no est¨¢ en condiciones de continuar, la comunidad se adelanta a persuadirlo de que abandone, pues hay otros modos de buscar a Dios y de servirlo.
?Puede apreciar cabalmente un agn¨®stico como yo lo que significa la entrega de estos hombres (y mujeres, pues la regla de San Benito regula tambi¨¦n muchos monasterios de monjas de clausura) a su fe? Seguramente, no. Es probable que s¨®lo se pueda entender que haya quienes eligen un destino de aislamiento, frugalidad, rutina y espiritualidad tan extremados, si se cree que hay otra vida despu¨¦s de ¨¦sta, en la que un ser supremo sanciona el mal y recompensa el bien, y que este es el mejor camino del perfeccionamiento y la salud.
Ellos nos defienden de la desintegraci¨®n pol¨ªtica y moral, del retorno al salvajismo primitivo
Lo que un agn¨®stico puede entender y admirar en este lugar y en estas personas es lo que T. S. Eliot llam¨® la continuidad de la cultura y la importancia que para la civilizaci¨®n tienen las formas. San Benito no fue s¨®lo exponente mayor de una creencia religiosa, sino el adelantado de una manera de ser, de creer y de actuar que cambiar¨ªa la historia del mundo, echando los fundamentos de una sociedad m¨¢s libre y m¨¢s justa de las que hab¨ªa conocido la humanidad hasta entonces, de una cultura que dejar¨ªa una huella trascendente en la historia. Ella estuvo cargada de violencia, por supuesto, y, tambi¨¦n, de injusticias, como todas las historias. Pero evolucion¨®, fue dejando atr¨¢s lo peor que hab¨ªa en ella, el fanatismo, la intolerancia, los prejuicios, fue aprendiendo a coexistir con quienes la criticaban y negaban, y, al mismo tiempo, dejando testimonios en las artes, en la literatura, en la filosof¨ªa, en las costumbres, de unas formas que distingu¨ªan lo bello de lo feo y de lo horrible, lo malo de lo bueno, lo aceptable de lo inaceptable. Esa cultura ha hecho el mundo m¨¢s vivible para millones de millones de personas. Por eso la supervivencia de semejante pasado en un presente tan confuso como el nuestro es necesaria, una manera de evitar retroceder de nuevo a la barbarie. Esto no es imposible. Espa?a ha estado a punto de vivir en estos d¨ªas esa regresi¨®n a la pura barbarie que es el nacionalismo, un retroceso a ¨¦pocas que parec¨ªan superadas y que sin embargo segu¨ªan siempre ah¨ª, amenazando desde las sombras con resucitar odios y enemistades, el viejo fanatismo que est¨¢ detr¨¢s de todas las matanzas.
Estos monjes acaso no lo saben, pero, haciendo lo que hacen, mantienen vivas las ra¨ªces de nuestra civilizaci¨®n, nos defienden de la desintegraci¨®n pol¨ªtica y moral, del retorno al salvajismo primitivo, ese mundo de instintos en libertad en el que, seg¨²n la met¨¢fora de Georges Bataille, en la jaula en que vivimos todos los ¨¢ngeles podr¨ªan ser devorados por los demonios.
Ha sonado el silbato. Dentro de cinco minutos, exactamente, empezar¨¢ a sonar el ¨®rgano y estallar¨¢n los cantos gregorianos.
Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PA?S, SL, 2017.
? Mario Vargas Llosa, 2017
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.