Las tijeras y las rejas
El adicto a la severidad penal y el amante de la libertad de palabra son tipos humanos dispares
Los l¨ªmites de la libertad de expresi¨®n y los de las penas m¨¢ximas no est¨¢n vinculados por una relaci¨®n ¨ªntima, pero quiz¨¢ extraiga cierto provecho quien los examine juntos. En esa tarea, lo primero que llama la atenci¨®n es que el adicto a la severidad penal y el amante de la libertad de palabra son tipos humanos dispares. El primero es realista, ce?udo y torvo (ya sabe todo lo malo que la vida ten¨ªa que ense?arle), mientras que el segundo presumir¨¢ de amigable y confiado, y gozar¨¢ ponderando cu¨¢nto le queda a¨²n por aprender de este maravilloso mundo. Si la humanidad es un espanto, lo que m¨¢s importa ser¨¢ estar protegidos de sus hijos m¨¢s peligrosos (que no son pocos), mientras que, si es un deleitoso jard¨ªn, tanto mejor cuantas m¨¢s flores se hagan brotar y m¨¢s colores ofrezcan a los ojos.
El justiciero implacable y el censor contumaz har¨¢n pronto buenas migas, al igual que le ocurrir¨¢ al fil¨¢ntropo penal con quien es tolerante en materia de difusi¨®n de la palabra. Pero estas dos parejas de estereotipos humanos, a primera vista inconciliables la una con la otra, gustan de enredarse en trampas semejantes, m¨¢s decisivas que la ret¨®rica autocomplaciente acumulada en torno a ellas. El justiciero y el censor comparten, desde luego, una creencia muy firme: tienen el convencimiento (no como otras gentes, amigas de la laxitud por la cuenta que les trae) de que nunca estar¨¢n expuestos a vivir perpetuamente entre barrotes ni a que sus escritos sean pasados por la tijera. Ellos son personas probadamente honradas y de orden, y ni sus hechos ni sus palabras dar¨¢n nunca ning¨²n trabajo a la justicia; de ah¨ª la autoridad con la que hablan. Es cierto que las circunstancias podr¨ªan volverse del rev¨¦s y ser ellos los perseguidos, pero eso s¨®lo es capaz de desencadenarlo ¡ªse replicar¨¢ enseguida¡ªuna violenta revoluci¨®n, y aqu¨ª se est¨¢ hablando de tiempos y lugares normales, en los que las revoluciones han sido superadas.
En otras ¨¦pocas, el justiciero acud¨ªa, en primera fila, a las ejecuciones p¨²blicas, y la censura previa era una pr¨¢ctica natural. Tales costumbres causar¨¢n, con toda raz¨®n, el espanto de las almas ilustradas, pero seguramente nadie est¨¢ libre de caer bajo la seducci¨®n de alg¨²n sucesor de los b¨¢rbaros. Ning¨²n ser humano puede, se dir¨¢, ser juzgado de tal modo que un solo acto de su vida determine el resto de su existencia, reduciendo su persona a un ¨²nico rasgo y a las secuelas de un ¨²nico acontecimiento. Sin embargo, esta clase de filantrop¨ªa, universal en principio, quiz¨¢ no haya de afectar ¡ªse matizar¨¢ enseguida¡ª a ciertos reos, cuya identidad s¨ª que se declara, y por cierto con gran efusi¨®n de humanitarismo, reducida a la condici¨®n criminal. ?O es que no hay cr¨ªmenes imprescriptibles que deben perseguirse m¨¢s all¨¢ de las fronteras y remont¨¢ndose en el tiempo tanto como sea posible? Ampliar la clase de los delitos monstruosos con los que no cabe benevolencia es, en efecto, el intento constante de gran n¨²mero de fil¨¢ntropos, cuyo furor justiciero poco tiene que envidiar a veces al de quienes toman al hombre por un hediondo pozo de maldad. Los derechos de algunas v¨ªctimas pueden, a menudo, m¨¢s que la clemencia, y para ello basta, por regla general, con que los damnificados pertenezcan al bando del que uno act¨²a como portavoz.
No es dif¨ªcil hallar algo parecido en el ¨¢mbito de la libertad de expresi¨®n, la cual siempre es sagrada en relaci¨®n con las opiniones propias, pero menos saludable respecto de algunas de las ajenas. Esta discusi¨®n, aparentemente no tan truculenta como la anterior, tiene tambi¨¦n sus propias miserias. Aunque la palabra libre goza, desde luego, del prestigio cultural m¨¢s alto, lo que con frecuencia se dirime aqu¨ª no es el derecho a expresar opiniones que pueden resultar molestas, sino, a la inversa, el derecho a molestar echando mano de alguna opini¨®n cuyo contenido sea eficaz para maximizar el fastidio. Puede que toda palabra (y las que son fruto del arte no menos que las otras) lleve en sus entra?as una ingobernable potencia destructiva, pero la creencia hip¨®crita en la condici¨®n ben¨¦fica del lenguaje suele ir unida a una multiplicaci¨®n de su capacidad de abatir al enemigo. Ocurre como con la tesis de la bondad natural del ser humano: aunque no es imposible que sea cierta, lo que s¨ª resulta del todo claro es que, para instaurar y mantener un r¨¦gimen pol¨ªtico fundado en ella, se requieren cantidades de violencia francamente desmesuradas.
El placer de llevar raz¨®n y el de condenar lo tenido por injusto pertenecen a las necesidades humanas m¨¢s b¨¢sicas y a las m¨¢s emponzo?adas
La competencia en el libre mercado de la palabra parece regirse cada vez m¨¢s por el placer de imaginarse al adversario rabiando de ira ante la difusi¨®n de los dicterios pronunciados por uno. En tareas as¨ª, el humor de trazo grueso es, sin duda, un procedimiento muy eficaz, pero no el ¨²nico. Si molesto a los malvados, ya no necesito prueba m¨¢s concluyente de que llevo raz¨®n, y aqu¨ª radica el criterio ¨²ltimo de la verdad. ?Acaso cabe otro m¨¢s digno de cr¨¦dito? Sin duda, esta convicci¨®n tendr¨¢ que esconderse bajo siete embozos de fraseolog¨ªa moralizante, pero su esencia no puede ser m¨¢s siniestra: logrado el prop¨®sito de infligir una derrota a las fuerzas del mal, ?qu¨¦ importa la verdad de los materiales empleados? ?Y qui¨¦n denunciar¨¢ su falsedad como no sea que est¨¦ interesado en sacar partido de ella?
El placer de llevar raz¨®n y el de condenar lo tenido por injusto pertenecen a las necesidades humanas m¨¢s b¨¢sicas y, a menudo, tambi¨¦n a las m¨¢s emponzo?adas. Abundan quienes estar¨ªan dispuestos, llegado el caso, a reclamarlo como un derecho, y, no en vano, son muchos quienes lo toman ¨ªntimamente como tal. El placer justiciero se obtiene condenando, pero, sobre todo, decidiendo cu¨¢ndo se debe condenar y cu¨¢ndo no, mientras que el de llevar raz¨®n, por su parte, puede extraerse de la discusi¨®n abierta, pero a veces necesita impedirla por creer que, para ciertos principios esenciales, el debate ser¨ªa una indignidad. Tire la primera piedra quien est¨¦ libre de todos estos pecados a la vez. La decencia en la discusi¨®n p¨²blica depende, en grand¨ªsima medida, de la capacidad para advertir que uno no est¨¢ inmunizado contra estos vicios ¡ªtan antiguos como el mundo¡ª y para reconocer que, sin duda, habr¨¢ ca¨ªdo en ellos en numerosas ocasiones, aunque no sepa identificarlas con claridad. Conviene, sin embargo, hacerse pocas ilusiones sobre la obediencia a la correspondiente m¨¢xima. En realidad, no tenemos ni idea de c¨®mo ser¨ªa el mundo si se hiciese caso de ella.
Antonio Valdecantos, fil¨®sofo y ensayista, es autor, entre otros libros, de Teor¨ªa del s¨²bdito y La excepci¨®n permanente.
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