Caracas, la ciudad herida
Se podr¨ªa decir que es un enclave en guerra, salvo que no hay guerra. Pero esta no es solo la capital de la Venezuela de Nicol¨¢s Maduro, autoproclamado en el poder hasta 2025. Esta es la Caracas de Usleidi, de Alber y de do?a Paca. Esta es su conmovedora historia y el relato sobre muchos otros habitantes de una urbe que luchan por sobrevivir a los estragos del modelo chavista. Primer cap¨ªtulo de una serie en la que el cronista Mart¨ªn Caparr¨®s toma el pulso a grandes ciudades de Latinoam¨¦rica.
AV?SAME QUE LLEGAS.
Se dicen el uno al otro al despedirse ¡ªjueves, diez de la noche¡ª cinco periodistas veintea?eros. Con la cena de arepas y cervezas me hab¨ªan contado historias de sus asaltos y secuestros y amigos muertos y parientes huidos, as¨ª que les pregunto si se quedaron paranoicos por la conversaci¨®n, pero me dicen que no, que aqu¨ª todos se despiden as¨ª.
¡ªAv¨ªsame que llegas.
Y que, faltaba m¨¢s, cuando llegan lo hacen.
¡ªDescuida, yo te aviso.
¡°En cuanto a la heroica y desdichada Venezuela, sus acontecimientos han sido tan r¨¢pidos y sus devastaciones tales, que casi la han reducido a una absoluta indigencia y a una soledad espantosa, no obstante que era uno de los m¨¢s bellos pa¨ªses de cuantos hac¨ªan el orgullo de la Am¨¦rica¡±, escribi¨®, fugitivo en Jamaica, 1815, con prosa tremebunda, el se?or Sim¨®n Bol¨ªvar, al que ahora llaman su libertador.
¡ªPero acu¨¦rdate, av¨ªsame, que si no, no me duermo.
Me hab¨ªa dicho que bajara a las ocho en punto y la esperara del lado de adentro de las rejas, que ni se me ocurriera esperarla en la calle, y que ella iba a llegar en un carro chiquito y que se iba a parar justo enfrente de mi puerta y que cuando pusiera la intermitente ¡ªdijo la intermitente¡ª reci¨¦n entonces abriera la reja, salga, suba r¨¢pido. No prepar¨¢bamos una operaci¨®n ultrasecreta: me pasaba a buscar para ir a comer algo.
(Yo llevaba menos de una hora en la ciudad; consigui¨® impresionarme. Despu¨¦s le pregunt¨¦ si no estaba un poco paranoica y me dijo paranoica tu abuela. Entonces le pregunt¨¦ si no habr¨ªa que decir, m¨¢s bien, paranoica tu ciudad; me mir¨® triste.)
El periodismo siempre ¡ªse¡ª enga?a cuando cuenta un lugar, porque cuenta del lugar lo extraordinario. No sabe ¡ªno sabr¨ªamos¡ª contar los millones de vidas, de cruces, de gestos menores que arman cualquier espacio. Pensamos Caracas y pensamos ¡ªcon raz¨®n¡ª en hambre, oscuridad, partidas, la violencia. Pero no pensamos en Usleidi, que hoy se enter¨® de que no se hab¨ªa quedado embarazada, ni en Alber, que consigui¨® trabajo en un quiosco, ni en do?a Paca, que volvi¨® a ver a su hijo despu¨¦s de tanto tiempo.
Nos quedamos con la imagen gruesa ¡ªla confusi¨®n, la lucha¡ª porque es cierta y, sobre todo, porque conviene a todos. A los periodistas porque nos deja historias atractivas; a los pol¨ªticos porque les sirve decir que lo que pasa en Venezuela es socialismo. Le sirve al jefecito local porque justifica su desastre ¡ª¡°nos bloquean por socialistas¡±¡ª, y a las varias derechas del mundo porque les arma su espantajo ¡ª¡°la izquierda nos va a llevar a Venezuela¡±. No es, pero a nadie le importa.
As¨ª que as¨ª: Venezuela es el terror contempor¨¢neo, nos lo machacan como tal. Yo, siempre impresionable, esperaba Berl¨ªn 45, Beirut 82, Bagdad 03 y me encontr¨¦ Caracas, que tampoco es eso.
Es Caracas a fin del 18.
Caracas es una de las ciudades m¨¢s violentas del mundo. Cada a?o, una de cada mil personas muere asesinada. Hay m¨¢s asesinatos en Caracas en dos d¨ªas que en Madrid en un a?o
El restor¨¢n estaba muy vac¨ªo; eran las nueve y cerraba a las diez porque m¨¢s tarde los empleados no ten¨ªan transporte para volver a casa. Las calles, despu¨¦s, tambi¨¦n vac¨ªas, muy oscuras. Son las diez y cuarto de la noche; cualquier sombra que se mueve nos asusta.
¡ªAv¨ªsame que llegas.
La civilizaci¨®n es descuidarse. Hay quienes dicen que todo empez¨® cuando una mujer y un hombre se sintieron protegidos por el grupo, por la cueva, por todo ese calor alrededor y se atrevieron a fornicarse cara a cara: a dejar atr¨¢s esa postura atenta que les permit¨ªa vigilar si ven¨ªa algo, alguien, el ataque que fuera. Cuando se permitieron olvidarse del mundo alrededor, encerrarse en su placer y su deseo: dejar la paranoia, descuidarse.
¡ªDescuida, yo te aviso.
A veces no se puede.
Entonces muchos empiezan a hacerse preguntas. O, mejor: la misma pregunta, repetida, urgente.
¡ª?Nos fajamos, nos fajamos! ?Vamos, s¨ªguelo, s¨ªguelo, vamo¡¯ ah¨ª, bien, bien, bien, s¨ªguelo, no lo sueltes!
Los gritos del entrenador ponen el ritmo, y 20 ni?as, ni?os, muchachitos ensayan pu?etazos. Tuncho tiene seis a?os pero la cara tan resuelta: los ojos fijos, los labios en trompita, el resoplo que acompa?a cada golpe a la bolsa. Mavi, en cambio, nueve, le pega como si la quisiera, la acaricia. Y alrededor tres bolsas m¨¢s y el ring en un costado y la pared descascarada y el resto de los chicos. Se reparten pocos pares de guantes; los que no tienen hacen sombra, cuerda, abdominales.
¡ª?Vamos, s¨ªguelo, s¨ªguelo, vamo¡¯ ah¨ª, bien, bien, bien, s¨ªguelo!
La Escuela de Box Jairo Ruza es un cuarto de 10 por 5 en uno de los lugares m¨¢s violentos de una de las ciudades m¨¢s violentas del mundo. Cada a?o, en Caracas, una de cada mil personas muere asesinada. O, dicho de otro modo: hay m¨¢s asesinatos en Caracas en dos d¨ªas que en Madrid en un a?o. La escuela est¨¢ en un barrio de invasi¨®n que cuelga de unos cerros: escaleras angostas y sinuosas entre casas mal terminadas de ladrillos mezclados, techos de lata, rejas oxidadas, cables, la basura: por todas partes la basura, y el miedo, tambi¨¦n, por todas partes. Al subir nos cruzamos a un hombre flaco que arrastra a los tumbos un sof¨¢ escalones abajo.
¡ª?Qu¨¦, te botaron de la casa?
Le dijo Danilo, y el hombre sonri¨® por compromiso. Danilo tiene cuarenta y tantos, el cuerpo s¨®lido, la barba entrecana; no parece que se r¨ªa a menudo.
¡ªQui¨¦n sabe si no lo est¨¢ robando. Este barrio es candela.
Danilo sol¨ªa manejar una camioneta de pasajeros; ahora es el chofer de un empresario que se pas¨® tres a?os preso bajo Ch¨¢vez y es, entre otras cosas, el sponsor de la escuela de boxeo. La escuela est¨¢ en la mitad de la ladera: miles de ranchos m¨¢s arriba, miles m¨¢s abajo. Danilo me cuenta que ah¨ª enfrente levant¨® su casa y crio a sus hijos. Le pregunto cu¨¢ntos tiene y me dice que varios. Le insisto:
¡ª?Cu¨¢ntos?
¡ªComo seis.
Me dice, y otra vez me r¨ªo: ?qu¨¦, no est¨¢ muy claro? Imagino descuidos caribe?os, pero Danilo sigue serio y me dice que s¨ª, que tiene seis ahorita, que ten¨ªa siete pero ahora tiene seis.
¡ªA Luis me lo mataron. Lo confundieron con un primo que tambi¨¦n se llamaba Luis, que lo andaban buscando. As¨ª, en la calle, esos malandros lo vieron a mi hijo y lo llamaron, Luis, Luis, y ¨¦l se dio vuelta, as¨ª me lo mataron.
Luis ten¨ªa 19 a?os; poco antes le hab¨ªa dicho a su pap¨¢ que quer¨ªa irse de ese barrio porque sus primos andaban en problemas. Ya hab¨ªa peleado 52 combates; su entrenador dec¨ªa que ten¨ªa un futuro.
¡ªCuando me dieron esa noticia a m¨ª pr¨¢cticamente como que me arrancaron el alma de adentro.
¡ªY no pens¨® en vengarse¡
¡ªPens¨¦, s¨ª. Claro que pens¨¦. Pero entend¨ª que no hay que hacer eso, que as¨ª se arma esta cadena de que uno mata a otro y entonces lo matan y otro va y lo mata al que lo mat¨® y por eso ahorita estamos como estamos. Hay que dejarle todo a la ley y a la mano de Dios.
¡ª?Y funciona?
Danilo me mira sin palabras.
Poco despu¨¦s la polic¨ªa mat¨® al primo. Al otro a?o Danilo y su familia intentaron impedir que una banda impusiera sus reglas en el ¡°barrio¡±; en caraque?o, barrio significa eso que cada castellano dice a su manera: villa miseria, poblaci¨®n, callampa, cantegril, chabola. El barrio Jos¨¦ F¨¦lix Ribas ¡ªel Jos¨¦ F¨¦lix¡ª es, dicen, adem¨¢s, el m¨¢s denso del continente: 120.000 personas amontonadas en un kil¨®metro cuadrado de monta?a. Danilo y los suyos emprendieron sin armas esa pelea desigual; varias veces les balearon la casa.
¡ªAh¨ª me mataron a mi pap¨¢. Eran unos muchachos que se criaron con nosotros. Ellos quer¨ªan ser due?os de la zona y nosotros, la familia m¨ªa, tratamos de pararlos y nos mataron al pap¨¢. Ahora dos est¨¢n muertos, los dem¨¢s est¨¢n presos; no qued¨® m¨¢s ninguno.
El problema es que siempre hay otros, me dice Danilo, y que utilizan para sus cosas a los ni?os.
¡ªPor ejemplo, le dicen ll¨¦vame este paquete a lo de Iris y el ni?o no sabe que en el paquete hay droga y se lo lleva. Por eso queremos que no est¨¦n en la calle. Lo que pasa es que la calle es como un vicio, como el alcohol, as¨ª: usted quiere dejarlo pero vuelve. Mag¨ªnese la tentaci¨®n: con lo dif¨ªcil que est¨¢ ganarse unos reales, y en la calle se hacen f¨¢cil, parece f¨¢cil. Por eso mejor si les ense?amos de ni?itos¡
En la escuela los chicos van terminando la lecci¨®n: reconcentrados, serios, cada salto es un compromiso, cada golpe. En el piso de abajo dos mujeres preparan los almuerzos. Hay arepas, salchichas, unas papas: muchos van por el box, todos por la comida.
¡ªAhorita estamos m¨¢s tranquilos. Desde que pusimos la escuela, ac¨¢ nadie jode porque est¨¢n los chicos. Pero adem¨¢s ahora el pran declar¨® zona de paz, as¨ª que estos meses estamos bien, en calma.
Me explica Danilo. Pran es una palabra casi nueva: dicen que viene de las c¨¢rceles, donde el pran es el jefe de los presos. Y ahora muchas zonas, barrios, pueblos tienen su pran: el que impone su ley, el capomafia.
¡ª?C¨®mo se hace para volverse pran?
¡ªBueno, es una persona que haya matado gente, que haya estado en la c¨¢rcel, que todos lo sigan. Y entonces mandan en su zona, y al que hace cosas, que roba, que mata sin su orden, van y lo castigan.
Aqu¨ª el pran local es un jovencito despiadado que llaman Wileisi, y la declaraci¨®n de zona de paz es un arreglo con la polic¨ªa: yo les mantengo el barrio en calma, ustedes no me joden los negocios.
¡ªEl pran comanda a mucha gente que anda por ah¨ª poniendo orden. Pongamos que haya un problema en la cola del gas; entonces llegan ellos con sus pistolas, qu¨¦ pasa, se acab¨® la broma.
Son formas nuevas del poder popular. Hay otras: ella se llama algo as¨ª como Wisneidi pero le dicen G¨¹ig¨¹i; tiene siete a?os, una llave de pl¨¢stico colgada del cuello y un par de ideas muy claras:
¡ªA las mujeres tambi¨¦n nos gusta el deporte. A veces por ah¨ª por la calle alguno me dice que por qu¨¦ estoy metida en esto del boxeo, que es para varones. Y yo le digo que esto no es pa¡¯ marimachos sino tambi¨¦n pa¡¯ las hembras, que aprendan a defenderse.
¡ªQu¨¦ bueno. ?Y de d¨®nde sacaste esas ideas?
¡ªDe la mente.
Me dice G¨¹ig¨¹i como si no entendiera qu¨¦ es lo que no entiendo. La sesi¨®n se acaba y el entrenador les dice que ya pueden irse:
¡ª?Rompan filas!
Les grita Pedri. Pedri tiene 17 a?os, trabaja seis horas por d¨ªa en una panader¨ªa y le pagan 50 millones de bol¨ªvares fuertes ¡ª500 soberanos, d¨®lar y medio¡ª por semana.
¡°Nosotros somos el ejemplo de esa gente que no pierde la esperanza¡±, me dice Enrique, un se?or sesent¨®n. El partido es un cl¨¢sico: Leones de Caracas contra Tiburones de La Guaira
¡ª?De frente al futuro!
Le contestan a coro 20 chicos.
Caracas fue, varias veces, la ciudad m¨¢s rica de Sudam¨¦rica: una donde el dinero brotaba tan f¨¢cil de los pozos que era f¨¢cil gastarlo a manos llenas en grandes rascacielos comerciales, en grandes construcciones sociales, seg¨²n los tiempos y los vientos. Caracas sigue siendo la mayor exposici¨®n sudaca de arquitectura brutalista de los sesentas y setentas: mucho cemento crudo, mucho ¨¢ngulo recto y perfiles feroces. Y despu¨¦s, compitiendo con ellos por el espacio ciudadano, las torres obvias ?o?as de metal y cristal de los ochentas y noventas. Y todo alrededor monta?as verdes.
No hay capital en el mundo ¡ªcreo que no hay capital en el mundo¡ª que tenga tanto verde. La belleza de un valle entre monta?as tropicales: el cielo como un rayo, los ¨¢rboles sin mengua, el viento suave. Pero esos edificios y parques y autopistas de los a?os pr¨®speros que se fueron gastando, comidos por el calor y las tormentas.
En Caracas casi nada funciona: las luces de las calles, por ejemplo. Aqu¨ª las noches son noches de otros tiempos, cuando el sol ca¨ªa y cada calle era una trampa oscura. Despu¨¦s las ciudades trataron de simular que el sol nunca se pone, que la luz no depende de esas tonter¨ªas. Aqu¨ª, ahora, la noche es otra vez la noche.
Y la cuenta fundamental es simple: en 2013 Venezuela produc¨ªa tres millones de barriles por d¨ªa a 100 d¨®lares el barril; ahora produce poco m¨¢s de un mill¨®n a menos de 60. Cuando se muri¨® Ch¨¢vez ingresaba unos 300 millones de petrod¨®lares diarios; ahora, cinco veces menos.
Noches calladas, quietas de Caracas. Fantasmas en la calle, los silencios: la mezcla de escasez y miedo es imbatible. Caracas ha cambiado tanto y, en los ¨²ltimos a?os, ha cambiado tanto las vidas de sus habitantes. Caracas, por momentos, se dir¨ªa una ciudad en guerra ¡ªsolo que no hay guerra. Algunos lo escriben Carakist¨¢n, otros Caraquist¨¢n, otros incluso Caracast¨¢n, pero la idea no cambia: un sitio que se ha vuelto extra?o, una manera del derrumbe.
El sol se esfuerza y no lo necesita; gritos de vendedores, calor, olor de fritos, personas que se encuentran: van llegando de a poco, saludan, se acomodan. El partido est¨¢ por empezar y un m¨²sico famoso toca en su saxo el himno nacional. El micr¨®fono falla, el himno se oye a trozos. Un ayudante se acerca, lo trata de arreglar, no consigue gran cosa. El p¨²blico aplaude como si.
¡ªNosotros somos el ejemplo de esa gente que no pierde la esperanza.
Me dice Enrique, un se?or sesent¨®n con su cara atildada. El partido es un cl¨¢sico: los Leones de Caracas contra los Tiburones de La Guaira, vecinos y enemigos. En las tribunas hay hombres y mujeres: ellos con las camisas de su equipo, ellas con cualquier cosa que se les pegue al cuerpo, todos con sus gorras. All¨¢ abajo el partido empieza lento; aqu¨ª arriba no parecen tan interesados, discuten con pereza tropical y toman su cerveza: cantidades industriales de cerveza. De pronto, una vez cada tanto, algo sucede y se distraen, miran el campo, ven correr a un muchacho, lo corean.
¡ªMire, llevamos a?os sin ganar un campeonato. Treinta y tres a?os, desde antes de todo. Aquella vez se lo ganamos a estos mismos caraque?os, ac¨¢ mismo, y ac¨¢ est¨¢bamos, este y yo, sentados tomando unas cervezas, disfrutando. Y desde entonces.
¡ª?Siguen disfrutando?
¡ªBueno, c¨®mo decirle.
El b¨¦isbol es un deporte curioso donde el protagonista es un muchacho corpulento con pijama, uno que se ha levantado un poco tarde: el anti-Cristiano, el aut¨¦ntico atleta sin alardes. Un deporte inverso a los dem¨¢s: aqu¨ª el trabajo de los jugadores no consiste en tener la pelota y hacer algo con ella, sino en alejarla a palazos y correr mientras no vuelva. A veces puede ser emocionante; muchas, no. En las tribunas las vendedoras de cerveza saben servir tres botellas en tres vasos con una sola mano al mismo tiempo.
¡ªEsto es un oasis. Ac¨¢ hay gente de todas las clases, de todas las ideas, y no pasa nada.
¡ª?Y por qu¨¦ ah¨ª afuera no es as¨ª?
¡ªBueno, vaya a saber.
Los jugadores juegan, los fans beben y bailan, las tribunas est¨¢n llenas a medias: antes, me dicen, un partido como este era un lleno completo. Aqu¨ª, en toda conversaci¨®n, siempre hay un antes. Ahora la banda de La Guaira ¡ª¡°la Samba¡±¡ª redobla los tambores y el locutor pide entusiasmo:
¡ª??Y ad¨®nde est¨¢n los Tiburones?!
Algunos le contestan a los gritos, pero esto es una fiesta, tan lejos de ese drama que es el f¨²tbol ¡ªo la vida. Es, parece, una buena excusa para saltar, gritar, re¨ªrse un rato. L¨®gicamente, el juego va ganando en intensidad a medida que avanza: no es lo mismo verlo con dos o tres cervezas que con siete ¡ªy adem¨¢s a veces pasan cosas. Entonces, cuando los Tiburones consiguen su corrida, mis vecinos de silla se chocan las manos y los pu?os: lo llaman ¡°un pu?ito¡± y es la manera de decir lo conseguimos, broder, lo conseguimos juntos. M¨¢s tarde, cuando los Leones consigan seis o siete y su equipo se arruine, me dir¨¢n la frase acostumbrada:
¡ªS¨ª, otra vez, qu¨¦ quiere. Hoy los Tiburones jugaron como nunca y perdieron como siempre.
Yo quer¨ªa invitarlos a cervezas pero no tengo plata. O, mejor: tengo pero no puedo usarla. En estos d¨ªas en Venezuela no hay billetes: el nuevo bol¨ªvar, lanzado en agosto de 2018 para sacarle cinco ceros a la moneda anterior ¡ªun ¡°bol¨ªvar soberano¡± equivale a 100.000 ¡°bol¨ªvares fuertes¡±¡ª, ya qued¨® d¨¦bil, y su mayor billete es de 500, que hoy es poco m¨¢s de un euro. Con una inflaci¨®n del tres por ciento diaria, dos millones por ciento anual, no hay billete que aguante: en meses pasan a valer nada. As¨ª que casi no hay efectivo y no puedo cambiar mis d¨®lares por moneda local; tampoco puedo pagar con mi tarjeta forastera. La ¨²nica opci¨®n ser¨ªa usar lo que usan todos los que pueden: una tarjeta bancaria para pagar por transferencia cualquier compra, una cerveza, medio kilo de pan, la comida de la semana, un par de calcetines. Pero, por supuesto, no tengo una tarjeta bancaria venezolana, as¨ª que no tengo plata ni forma de tenerla: si quiero tomar un caf¨¦ o un transporte, tengo que conseguir alguien que me lo pague. He vuelto a ser un ni?o, y es extra?o.
La llaman, por ejemplo, la hipersupermegainflaci¨®n ¡ªy andan buscando m¨¢s prefijos. Por suerte tampoco hay mucho que comprar. El muchacho del supermercado es grasiosito:
¡ª?Mantequilla? Eso no lo vas a ver ni en propagandas.
¡ª?Y huevos?
¡ª?Huevos? ?Qu¨¦ quiere decir huevos?
Hay momentos en que el humor es la mejor manera; hay otros en que no.
Deben tener 60, quiz¨¢ 65; se los ve bien vestidos, bien mantenidos, casi pr¨®speros. ?l en su polo con un logo, ella en sus u?as manicuras y su peinado de peluquer¨ªa; quiz¨¢ se quieren todav¨ªa, quiz¨¢ no se soportan; lo cierto es que ahora se miran con fastidio, se susurran para no gritar, discuten bajo para que no se note. La cajera del supermercado espera y ¨¦l resopla, ella le dice que para no pasarse de 5.000 soberanos tienen que dejar esa botella de vodka y ¨¦l que no, que dejen esas papas y ese jab¨®n y esas cebollas que para qu¨¦ las quieren, y ella que quiere decirle cosas que no quiere decirle y ¨¦l que bufa; al final ella le dice que un momento, rebusca en su cartera, encuentra 300 soberanos en billetes y le dice que menos mal aparecieron, que se lleven el vodka y el jab¨®n y dejen la verdura, que ya ver¨¢n qu¨¦ hacen con la cena, y ¨¦l le dice que bueno, que al fin entr¨® en razones y ella lo mira sin saber qu¨¦ decir; despu¨¦s me mira a m¨ª, alza las cejas, la verg¨¹enza. Al cambio de hoy, 300 soberanos no llegan a un euro.
Meses atr¨¢s su vida era un infierno, dice el se?or Tom¨¢s. Todas las noches se despertaba a las dos, se lavaba la cara si hab¨ªa agua, desayunaba si hab¨ªa algo, se sentaba a rezarle a sus v¨ªrgenes
(Pero eso fue a principios de diciembre, cuando estuve all¨ª. El 15 de enero, al cierre de este art¨ªculo, un euro cuesta m¨¢s de 3.400 soberanos. Es muy dif¨ªcil dar equivalencias; tanto m¨¢s, vivir con esos n¨²meros cambiantes, fugitivos.)
Hace un par de a?os el problema de la comida era que no hab¨ªa. Ahora hay, para los que pueden pagarla a precios d¨®lar; para los otros hay muy poca. El a?o pasado 6 de cada 10 venezolanos perdieron un promedio de 10 kilos ¡ª10 kilos de su carne¡ª por falta de recursos.
Amanece: huelo a trav¨¦s de mi ventana que alguien fr¨ªe unos huevos y me hago todas las preguntas. Qu¨¦ f¨¢cil llegan la envidia, la sospecha.
¡ªS¨ª, por desgracia sigo as¨ª. Nunca puedo comer todo lo que quiero.
El se?or Tom¨¢s tiene esos dedos como ramas que se les van haciendo a los m¨¢s viejos; tiene los ojos a punto de nublados, un temblor en las manos. Hace unos meses el se?or se hizo famoso, con esa fama breve de los medios. En las pantallas aparec¨ªa lloroso, la voz rota:
¡ªA veces como una vez al d¨ªa, a veces me acuesto sin comer¡
Dijo, y lloraba, y que en los d¨ªas que le quedaran de vida esperaba no morirse de hambre. La nota de NTN24 sobre las pensiones insuficientes se volvi¨® viral: el se?or Tom¨¢s lleg¨® mucho m¨¢s lejos que lo que hab¨ªa previsto.
¡ªEmpec¨¦ a recibir llamadas de todas partes del mundo, gente que me quer¨ªa ayudar, o por lo menos felicitarme o saludarme, y hay varios que me siguen llamando, me mandan cosas, comida, mis remedios. Yo estaba muy deca¨ªdo y ellos me levantaron el esp¨ªritu y el alma.
El se?or Tom¨¢s tiene 86 a?os y lo repite con orgullo; tambi¨¦n tiene recuerdos de una vida mejor, su llegada a Caracas jovencito, sus a?os de comercio exitoso, su familia. Y ahora, su piso peque?o atiborrado, su batall¨®n de v¨ªrgenes, santos, cruces en la pared, sobre su cama estrecha.
¡ªYo viv¨ª una vida bastante positiva. Muy buena, muy buena; hice dinero, trabaj¨¦, atend¨ª a mi familia. Lo que todos queremos, yo lo hice. Despu¨¦s no s¨¦ qu¨¦ nos pas¨®.
Su mujer muri¨® joven, sus hijos se esparcieron, su hermano tambi¨¦n se fue, la econom¨ªa venezolana patinaba: a sus 65 empez¨® a sobrevivir, y desde entonces.
¡ªAhora todos los d¨ªas cuando me levanto me pregunto qu¨¦ voy a hacer, d¨®nde voy a conseguir la comida, que ojal¨¢ no tenga que ver a ning¨²n m¨¦dico. Yo ya no tengo fuerza. Yo no quiero terminar as¨ª mi vida.
El se?or Tom¨¢s cobra una pensi¨®n igual al sueldo m¨ªnimo: son 1.800 bol¨ªvares soberanos, y un pollo, me dice, est¨¢ a 600 el kilo y los huevos ¡ª¡°la comida del pobre¡±¡ª a 800 el cart¨®n de 30.
¡ªY para cobrar esa pensi¨®n de miseria tengo que tener un carnet de la patria. Eso no lo puedo permitir yo, como venezolano. Se?or Maduro, usted no me est¨¢ regalando nada; mi pensi¨®n me la gan¨¦ yo con mi trabajo, mis impuestos. Tampoco quiero que me den sus cajas CLAP, sus limosnas para que no me muera de hambre.
La caja CLAP ¡ªComit¨¦ Local de Abastecimiento y Producci¨®n¡ª es un paquete de comida que el Gobierno entrega a los necesitados. Una que vi ten¨ªa harina y leche en polvo importados de M¨¦xico, frijoles y aceite de Argentina, arroz de Brasil, k¨¦tchup del Per¨² y fideos de alg¨²n lugar indescifrable: la caja CLAP es un canto a la unidad latinoamericana o un testimonio bruto de la incapacidad de Venezuela para producir sus propios alimentos, el castigo de un pa¨ªs que crey¨® que le alcanzaba con cosechar petr¨®leo. El testimonio de un fracaso o de un fraude: dicen que hay amigos del Gobierno que han hecho fortunas con las importaciones de esas comidas de socorro.
¡ªA m¨ª esas d¨¢divas me ofenden. Yo trabaj¨¦ toda mi vida; no quiero vivir as¨ª, a merced del Estado. Y ese carnet es otro abuso. Te dicen o est¨¢s conmigo o te mueres. Yo no quiero ninguna de las dos.
El carnet de la patria es una tarjeta de identidad ¡ªsu foto, sus datos, su c¨®digo QR¡ª que lanz¨® el Gobierno en 2017 y que sirve, en principio, para acceder a los repartos oficiales: cajas CLAP, remedios, las pensiones.
¡ªNo se?or, no los quiero. Pero lo peor es que todos se van. Todos, los mejores. La juventud nuestra se nos va, en cuanto pueden se nos van. As¨ª no va a quedar m¨¢s nada.
Meses atr¨¢s su vida era un infierno, dice: que de verdad desesperaba. Todas las noches se despertaba a las dos, se lavaba la cara si hab¨ªa agua, desayunaba si hab¨ªa algo, se sentaba a rezarle a sus v¨ªrgenes durante tres o cuatro horas. Hasta que la santa madre de Dios, me explica, oy¨® sus ruegos:
¡ªEsa entrevista que me hizo ese canal no vino sola; vino por la ayuda de ella, que nunca deja de cuidarme. Viendo las condiciones cr¨ªticas que yo ten¨ªa me dio esta luz para que siga viviendo. Y yo le doy las gracias, y si ustedes est¨¢n aqu¨ª ahora es por su santa intercesi¨®n.
Me dice y se persigna. Yo nunca, hasta ahora, hab¨ªa sido un milagro: intento disfrutarlo, no s¨¦ si lo consigo.
¡ªTodos los d¨ªas le pido a la Virgen que se vayan estos directores, que se vaya Maduro, que se vaya Cabello, y no me cansar¨¦ de ped¨ªrselo, ya tienen que llegar. Dios no nos puede fallar a los venezolanos. ?O ser¨¢ que tanto lo ofendimos?
Somos privilegiados: abrir un grifo y tener agua, apretar un bot¨®n y tener luz, entrar a una farmacia y obtener un remedio, salir a la calle y llegar a alg¨²n sitio. La humanidad tard¨® milenios en lograrlo ¡ªy ahora, tan breves de memoria, nos parece la vida natural.
(Vivo, estos d¨ªas, en un apartamento de un barrio acomodado del Este de Caracas, as¨ª que tengo, en el lavadero, un tanque de agua. O sea que durante la media hora al d¨ªa en que mi edificio deber¨ªa recibir agua mi tanque la recoge ¡ªsi llega¡ª y yo puedo usarla cuando quiero. Es un privilegio: muchos, sin tanque, deben organizar sus vidas alrededor de los horarios ¡ªsiempre inciertos¡ª del agua. Entonces para lavarme las manos debo subir al lavadero, encender la bomba del tanque, esperar que cargue, bajar al ba?o, abrir el grifo, esperar que llegue el agua, lavarme, cerrarlo, subir al lavadero, apagar la bomba: una operaci¨®n de unos cinco minutos para hacer eso que, en nuestras casas, tarda medio.)
El lujo m¨¢s antiguo es manejar tu tiempo ¡ªy lo olvidamos. Siempre fue: durante milenios los que pod¨ªan pagaban o pose¨ªan personas que lo hac¨ªan por ellos. Despu¨¦s construimos infraestructuras y m¨¢quinas que lo hacen por nosotros: desde una conducci¨®n de agua que nos evita ir hasta el pozo hasta una conexi¨®n r¨¢pida a Internet que nos evita pasarnos un minuto esperando que baje una foto. En los pa¨ªses pobres, en los pa¨ªses en crisis, esos esfuerzos y esas esperas vuelven, y recuerdas que tu vida es puro lujo.
(Pero ya consegu¨ª tener plata. La soluci¨®n fue casi simple, retorcida: le di d¨®lares a una amiga ¡ªllam¨¦mosla Valeria Zapata¡ª y ella se los dio a su dealer y su dealer le transfiri¨® bol¨ªvares a su cuenta de banco y ella, entonces, me prest¨® su tarjeta de d¨¦bito cargada con los bol¨ªvares provenientes de mis d¨®lares. As¨ª que podr¨¦ pagar mis propios caf¨¦s, mis taxis, mis comidas, siempre que nadie quiera saber por qu¨¦ me llamo Valeria. No lo har¨¢n, por supuesto: no pregunte, no cuente, no deje que le cuenten ¡ªdec¨ªan los cubanos en sus tiempos.)
Elisabeth tiene 54 a?os, un marido, seis hijos, varios nietos. Aquella noche, hace ya tanto, se despert¨® sobresaltada. En la calle hab¨ªa ruidos, voces, pasos; mir¨®, con miedo: vio soldados con la cara pintada, las armas en la mano. Sali¨® al zagu¨¢n; uno de ellos le dijo que estaban peleando por el pueblo y ella les prepar¨® caf¨¦. Las dos tazas pasaron de mano en mano hasta llegar al muchach¨®n que los mandaba; ¨¦l las prob¨® antes de dejar que ellos las tomaran, por si acaso. M¨¢s tarde, por la tele, la se?ora sabr¨ªa que se llamaba Ch¨¢vez, que era teniente coronel, que su mot¨ªn hab¨ªa fallado. Pero ella no lo olvidar¨ªa, dice: que esa noche le cambi¨® la vida para siempre.
¡ªYo ah¨ª comenc¨¦ a seguir sus campa?as, todo lo que hac¨ªa. Yo tengo la dicha de tener un nieto que naci¨® el 28 de julio¡
La miro, no entiendo, me explica que es el d¨ªa del cumplea?os del comandante y que el chico naci¨® con problemas, pero que Ch¨¢vez le mand¨® todo lo que necesitaba: operaciones, remedios, leches, f¨®rmulas.
¡ªEntonces, ?c¨®mo olvidar a ese gigante, a ese hombre tan hermoso, tan dado con su pueblo como fue mi comandante Hugo Ch¨¢vez?
Dice, y se emociona y llora. Elisabeth tiene una camiseta de colores, un bluy¨ªn muy lavado un poco roto, algunos dientes, y se ocupa de la capilla Santo Hugo Ch¨¢vez. La capilla es un quiosco de cemento pintado de azul, techo de chapa, sus retratos del comandante y muchas v¨ªrgenes, cristos, angelitos diversos. Pasa un chico y la saluda y le pide su bendici¨®n: su bendici¨®n, por favor, Abuela Golda.
¡ª?Y ustedes le pueden pedir cosas?
¡ªS¨ª, uno habla con mi comandante y le pide, porque podemos estar cien por ciento seguros que ¨¦l se encuentra a la diestra de Dios Padre. Uno por ejemplo le pide que ayude a alguien, como a esta muchacha¡
Dice, y me cuenta la historia de una enfermera que tuvo un accidente de tr¨¢nsito y le dijeron que no volver¨ªa a caminar y le rez¨® mucho y le dec¨ªa Ch¨¢vez ay¨²dame yo quiero caminar yo c¨®mo hago esta revoluci¨®n desde la cama, y que ella se aferr¨® tanto al comandante que un d¨ªa se levant¨® y empez¨® a caminar y despu¨¦s se lo agradeci¨® con una placa en la capilla, me dice Elisabeth. Despu¨¦s me muestra la imagen del Cristo de la Grieta: es el Cristo al que Ch¨¢vez en sus ¨²ltimos d¨ªas le pidi¨® unos d¨ªas m¨¢s: ¡°Dame tu corona Cristo, d¨¢mela, que yo sangro, dame tu cruz, cien cruces, pero dame vida, porque todav¨ªa me quedan cosas por hacer por este pueblo y por esta patria, no me lleves todav¨ªa¡¡±, dijo Ch¨¢vez entonces, llorando, conmovido, y ahora Elisabeth llora al recordarlo, retoma la plegaria, dice que ahora son ellos los que deben cumplir con su legado.
¡ª?Qu¨¦ es lo mejor que hizo Ch¨¢vez por su pueblo?
¡ªDar su vida. Dar su vida por su pueblo. Pasar¨¢n m¨¢s de mil a?os, muchos m¨¢s, para que tengamos otra vez otro Ch¨¢vez.
Dice, abolerada, y me da un gajito de una planta de incienso del santuario. Cien metros m¨¢s all¨¢ est¨¢ el Cuartel de la Monta?a, donde lo enterraron.
¡ªCuando el comandante parte f¨ªsicamente le construyeron este monumento en unos d¨ªas, aunque todav¨ªa estamos trabajando en su reposo.
Me explica una mujer con uniforme, gu¨ªa del cuartel. Los restos de Hugo Ch¨¢vez est¨¢n en un patio cuartelero recubierto de m¨¢rmol; alrededor de su catafalco hay cuatro soldados vestidos de soldados de Bol¨ªvar, inm¨®viles, marm¨®reos, y m¨¢s alrededor hay banderas y escudos, caras de pr¨®ceres, v¨ªrgenes y santos; m¨¢s all¨¢, la ciudad y los cerros. La gu¨ªa habla de su partida, de su cuerpo sembrado, de su sacrificio inolvidable por su pueblo; en media hora de ch¨¢chara no pronuncia ninguna variante de la palabra muerte.
Lo que no se puede decir, dijo el vien¨¦s, hay que callarlo.
¡ª?Ves que aqu¨ª es f¨¢cil ser feliz?
Me dice Andrea, la fot¨®grafa, porque acabo de pagar, por primera vez, un caf¨¦ con mi tarjeta de d¨¦bito y me siento todopoderoso.
¡ªUno aprende a disfrutar de esos peque?os triunfos. O, por lo menos, a darles importancia.
Caracas me sume en una especie de austeridad ecolol¨® mon¨¢stica: recuperar la noci¨®n del valor de las cosas. Usar, digamos, menos papel higi¨¦nico porque cada hojita importa y qui¨¦n sabe cu¨¢ndo voy a tener m¨¢s; usar, por supuesto, menos agua porque hay tan poca agua; usar, faltaba m¨¢s, de otra manera el tiempo. Entender que realmente despilfarramos tanto; entender que no lo precisamos; entender que muchos otros s¨ª, desesperadamente.
No te preguntan cu¨¢nto vas a poner; a nadie se le ocurrir¨ªa contestar 10 litros, 20, 30. Te llenan el tanque sin decirte nada, porque un litro de gasolina cuesta un bol¨ªvar fuerte, o sea: 50 litros cuestan 50 bol¨ªvares fuertes, o sea: 0,00005 bol¨ªvares soberanos. Es decir que con un soberano se podr¨ªan llenar 2.000 tanques; con un d¨®lar ¡ªque hoy, aqu¨ª, vale 400 soberanos¡ª se podr¨ªan llenar los tanques de 800.000 coches. Va de nuevo: con un d¨®lar se podr¨ªan colmar de gasolina 800.000 coches.
El problema es pagarlo. Ahora Andrea le da al bombero ¡ªel empleado de la gasolinera¡ª tres soberanos: son el equivalente de 300.000 bol¨ªvares fuertes para pagar un gasto de 50. La propina ser¨ªa generosa si no fuera otra entelequia: esos tres soberanos tampoco sirven para nada.
¡ªYo ayer cuando cargu¨¦ le d¨ª un bol¨ªgrafo. El bombero estaba contento, me lo agradeci¨®.
Me cont¨® despu¨¦s un amigo.
¡ªBueno, yo cuando lleno la moto a veces le doy un cigarro, dos.
Me explic¨® otro. Como quien dice que las cosas no tienen valor, solo tienen un precio.
Son las lecciones de Caracas. Y que los grandes servicios p¨²blicos a los que estamos acostumbrados tienen, entre otros, un efecto igualador: todos acceden a esos suministros b¨¢sicos. O, mejor: la penuria es injusta ¡ªy aqu¨ª se ve muy claro. No hay agua, pero los ricos pueden instalar un tanque en sus casas y recogerla cuando llega y usarla cuando quieren; no hay luz, pero los ricos pueden comprar y alimentar grupos electr¨®genos; no hay comida a los precios controlados, pero los ricos pueden comprarla en los supermercados donde se vende a cualquier precio. O, incluso, en otros sitios.
La se?ora Marisol no compra casi nada en Venezuela; todo lo que no sea fresco lo encarga por Internet en Estados Unidos: leche, az¨²car, harina, mermeladas, arroz, fideos, bombillos, detergentes, mangueras, clavos, trapos. Y para el resto usa su huerto, sus gallinas y sus bachaqueros ¡ªo proveedores informales. En el medio de su jard¨ªn hay una casita, modelo a escala de la principal:
¡ªEra una casa de mu?ecas que les hicimos a las ni?as, se pasaban las horas y las horas jugando ah¨ª adentro.
¡ª?Y ahora?
¡ªNo, ahora la usamos para almacenar comida.
La se?ora Marisol est¨¢ a punto de cumplir 80 a?os y se mueve con soltura y elegancia, la sonrisa en los labios muy de rojo; desde las grandes galer¨ªas de su casa en lo alto se ve todo Caracas, casi todo su cielo. La se?ora viene de una familia que viene, a su vez, de la Colonia. Su padre fue ministro y tuvo que irse de Venezuela varias veces, vaiv¨¦n de los Gobiernos: la familia pas¨® unos a?os en Los ?ngeles, otros en Madrid.
¡ªNos llev¨¢bamos los carros en el barco, los perros, los equipajes¡ Antes todo era como c¨®modo.
Antes la se?ora viaj¨® mucho, y todav¨ªa: en los salones de su casa hay muebles chinos, indios, coreanos, espa?oles, keniatas, japoneses.
¡ªYo conozco el mundo entero. Antes lo hac¨ªamos con mi marido, ahora lo sigo haciendo con mis hijos. Ahora nos vamos a Corea y Jap¨®n a celebrar mis 80 a?os¡
¡ª?Su vida cotidiana cambi¨®, estos ¨²ltimos a?os?
¡ªS¨ª. Yo soy una viuda de las de antes, yo no brinco. Pero igual me habr¨ªa gustado seguir yendo al club, al cine, y no salgo porque me da miedo. Yo no tengo chofer. Tengo un carro blindado, pero¡ mientras est¨¦ adentro. Me da miedo salir, ya no salgo. Voy a las casas de mis hijas, que est¨¢n aqu¨ª mismo, en la urbanizaci¨®n.
Su otra hija est¨¢ en Nueva York; de sus nueve nietos, siete viven en Estados Unidos, y el octavo est¨¢ a punto de irse. Le quedar¨¢, por alg¨²n tiempo, uno.
¡ªCasi todos tienen pasaporte americano. Para irte bien tienes que tener otra nacionalidad; si no, vas a tener que ir para Sudam¨¦rica, donde vas a estar como un paria. Si quieres ir a Estados Unidos, a Europa, necesitas tener un pasaporte.
La se?ora, adem¨¢s, convirti¨® su piscina en un tanque de agua: lo han hecho en muchas casas ricas. Y ahora varios de sus vecinos son miembros enriquecidos del Gobierno o sus parientes o sus socios.
¡ªMientras ellos sigan gobernando no se va a arreglar nada. Algunos dicen que hay que castigarlos; yo digo que no. Yo me ofrezco a llevarlos con mi carro al aeropuerto, les hacemos una despedida, los mandamos en primera y que se lleven todos sus reales, pero que se vayan. As¨ª podemos arrancar a componer este pa¨ªs.
Las guacamayas van llegando con el atardecer, se anuncian a los gritos, se instalan en el jard¨ªn exuberante. El sol se pone sobre las monta?as y la belleza es despiadada.