Caracas, la ciudad herida (parte II)
Mientras peor est¨¢, m¨¢s te provoca quedarte, porque te sientes responsable; sientes que lo que puedas hacer, por poco que sea, se hace m¨¢s necesario todav¨ªa.
Me dice Ver¨®nica. Caminamos por un pasillo tenebroso; Ver¨®nica tiene 22 a?os, est¨¢ terminando medicina en la Universidad Central de Venezuela y hace pr¨¢cticas en su Hospital Cl¨ªnico, uno de los m¨¢s prestigiosos del pa¨ªs. Sus pasillos no tienen luz, sus servicios no tienen agua, sus m¨¦dicos y sus pacientes no tienen algod¨®n, vendas, agujas, medicinas.
¡ªY ni siquiera te dejan traerlos. El a?o pasado una amiga m¨ªa que vive en Espa?a me mand¨® muchas cosas. Yo ten¨ªa miedo de que si las tra¨ªa me iban a parar a la entrada y me iban a acusar de vaya a saber qu¨¦, as¨ª que las repart¨ª entre los compa?eros y las fuimos entrando de contrabando.
El hospital es un edificio espl¨¦ndido, obra del mejor arquitecto venezolano del siglo pasado, Carlos Villanueva. Supo tener 1.200 camas ocupadas y ahora no; hay muchas salas grandes luminosas, vac¨ªas, con viejas camas destartaladas arrumbadas, vac¨ªas. Y los pasillos oscuros y en los pasillos muchas puertas cerradas despintadas y sobre algunas puertas un cartel escrito a mano: ¡°Ojo, Contaminado¡±. Lo que est¨¢ lleno son las escaleras: los ascensores no funcionan y los pacientes no tienen m¨¢s remedio que subir a pie: obstetricia, digamos, piso 10. En las pocas camas ocupadas las pacientes usan sus propias mantas, sus jeringas y gasas, su comida. Las cifras son confusas ¡ªaqu¨ª todas las cifras son confusas¡ª, pero datos del Ministerio de Salud dicen que la mortalidad materna e infantil se multiplic¨® varias veces en los ¨²ltimos a?os.
Una Encuesta Nacional de Hospitales ¡ªnoviembre de 2018¡ª inform¨® que el 43 por ciento de los laboratorios hospitalarios est¨¢ fuera de servicio, igual que un tercio de los equipos de rayos y de ecograf¨ªas y de las camas. Y todos saben que conseguir medicinas es una lucha a muerte.
M¨¢s all¨¢, los dem¨¢s edificios de la universidad emergen de su bosque: el conjunto ¡ªtambi¨¦n de Villanueva¡ª fue declarado patrimonio de la humanidad. Audacia moderna de los a?os cincuentas entre ¨¢rboles de todos los tiempos, esculturas, murales, docenas de miles de estudiantes, docentes que migran porque ya no les pagan. O, mejor: cobran sueldos que son un chiste o una burla. Ahora anunciaron que el salario mensual de un profesor subir¨ªa a 5.000 soberanos: unos 10 euros. Seg¨²n las carreras, entre el 40 y el 80 por ciento de los docentes dejaron sus puestos en los tres ¨²ltimos a?os.
En el hall de la Facultad de Ciencias Econ¨®micas hay muchachos y muchachas que comen su vianda, charlan, leen, usan sus ¡°canaimitas¡±: es el ordenador que repart¨ªa el Gobierno. Son peque?as, blancas, nada sofisticadas, pero permitieron que miles y miles accedieran a la m¨¢quina por primera vez. En un costado hay una puerta con un cartel de pl¨¢stico que dice ¡°Caballeros¡± y, encima, otro de papel: ¡°Favor no utilizar el ba?o. No hay agua¡±. Al lado, en una cartelera, hay un dibujo impreso: ¡°?Qu¨¦ siente al ser considerado uno de los investigadores m¨¢s importantes del pa¨ªs?¡±, le pregunta, micro en mano, un periodista a un se?or de bata blanca, que le contesta: ¡°Hambre¡±.
¡ªS¨ª, no te voy a mentir. Aqu¨ª tambi¨¦n tenemos tres comedores populares, para los ni?os que las mam¨¢s no tienen¡ Ahorita atendemos a 75 chamos de aqu¨ª del urbanismo, que t¨² ves que si desayunan no almuerzan, o si almuerzan no cenan¡ Son muchachitos de pobreza extrema, con su cuadro de desnutrici¨®n, flaquitos.
Dice Francisco, y la voz se le quiebra.
¡ªHace dos a?os ten¨ªa 11 comedores, porque les d¨¢bamos a todos los ni?os hasta los 13 a?os, que ninguno se quedara sin comer. Ahora, como todo se reduce, solamente podemos atender a los m¨¢s vulnerables.
Francisco es fornido, moreno, cincuent¨®n, el pelo cano muy al ras, y es el ¡°vocero¡± ¡ªel jefe pol¨ªtico¡ª de los 18 conjuntos de viviendas populares de la parroquia El Para¨ªso, en el oeste de Caracas. Son unas 4.000 familias que ocupan los edificios construidos por la Misi¨®n Vivienda del Gobierno chavista: cada conjunto se llama, en su lengua de batalla, un ¡°urbanismo¡±.
¡ªY no te imaginas, compa?ero, los l¨ªos que se pueden formar entre tantas personas. Solo para convencerlos de que limpien la basura es una lucha. Con lo sabroso que es tenerlo limpio¡
La Misi¨®n Vivienda es una movida fuerte de estos a?os: solo en Caracas hay 123 conjuntos ¡ªy todos ostentan en el frente la enorme firma de Hugo Ch¨¢vez. Son edificios entre 4 y 12 pisos; los m¨¢s viejos todav¨ªa parecen sovi¨¦ticos, los m¨¢s nuevos ya parecen chinos. Est¨¢n por toda la ciudad, incluso en las zonas de grandes oficinas de las grandes avenidas: hay quienes dicen que el Gobierno lo hizo para cambiar la relaci¨®n de fuerza electoral en esas zonas; lo cierto es que muchos miles de personas consiguieron un techo.
Francisco vive aqu¨ª, en el urbanismo La Fuente, nueve edificios bajos, las azoteas ocupadas por peque?as plantaciones. La ¡°agricultura urbana¡± intenta remediar la falta de alimentos frescos: son bandejas de madera donde crecen, modestas, remolachas, cebollas, pimientos, fresas, tomates, r¨¢banos. Francisco me cuenta que le cost¨® mucho recuperar esos espacios, que al principio los muchachos del urbanismo los usaban para hacer sus cosas:
¡ªEra una bulla imposible, aqu¨ª no se pod¨ªa vivir. Los venezolanos son muy bochinchones, muy rumberos, y la cosa se fue para otro lado, hab¨ªa mucha droga, mucha broma, prostituci¨®n, los chamos con pistolas, hubo que pararlos.
Y que se resistieron y lo amenazaron con sus armas, pero ¨¦l les dijo que tambi¨¦n ven¨ªa de un barrio y que si tenemos que matarnos vamos a echarle pich¨®n, dice que dijo, y que echarle pich¨®n significa cruzarse a balazos.
¡ªAc¨¢ el presidente Ch¨¢vez nos dio una vivienda digna para vivir viviendo, no para vivir muriendo.
Dice Francisco.
En su vida anterior, Francisco pintaba y montaba carteles de publicidad: viv¨ªa casi tranquilo en El Valle, un suburbio de Caracas, hasta aquella noche de tormenta en que todo cay¨®: en 2010 la monta?a se trag¨® miles de casas, y la suya. Tres a?os pas¨® Francisco de refugiado en un cuartel con su esposa y tres hijos. No fue f¨¢cil, dice: compart¨ªan el cuarto con otras 50 o 60 personas y las colas en el ba?o, las peleas, las normas militares, el toque de queda al caer la tarde.
¡ªEstaba jodida la vida ah¨ª, compa?ero. Pero el hombre se acostumbra a cualquier cosa.
Poco a poco los urbanismos, proyectados para sacar a la gente de los barrios, se fueron llenando con las v¨ªctimas del desastre natural.
¡ªY tambi¨¦n hubo algunos que aprovecharon la oportunidad y se colearon. Y hay gente que ten¨ªa la necesidad y todav¨ªa est¨¢ esperando.
Francisco trabaja con los ministerios para distribuir en toda la parroquia, donde viven 23.000 familias, las cajas CLAP, los huevos, el queso, un tratamiento, una silla de ruedas, los remedios escasos.
¡ªAc¨¢ tenemos gente de oposici¨®n, contrarrevolucionarios, pero yo tambi¨¦n tengo que atenderlos, es mi trabajo. Ellos tambi¨¦n son venezolanos, son seres humanos.
¡ª?Pero si viene un chavista lo atienden mejor, o no?
¡ªBueno, claro, claro. Pero tenemos que atender a todos, sus medicinas, su comida, que ahora est¨¢ dif¨ªcil por la guerra econ¨®mica. A todos los atendemos, porque la revoluci¨®n es as¨ª.
Su m¨®vil suena mucho: Francisco tiene un bluy¨ªn gastado, las zapatillas blancas, piernas y brazos cortos, la panza poderosa. Me dice que cobra un sueldo por su trabajo pol¨ªtico, pero que no es mucho; lo bueno, dice, es que ¡°en el estado mayor nosotros tenemos nuestros beneficios, una cajita CLAP, un combo de las verduras que van llegando, el pescado, el queso¡±. Y los fines de semana lo completa preparando las cremas para una helader¨ªa de la zona. Francisco me explica que los tienen bloqueados, que por eso faltan medicinas y comida, pero que Venezuela es un pa¨ªs muy noble y que est¨¢n preparados para lo que sea.
¡ªLa cosa no est¨¢ f¨¢cil. Yo tengo fe que esto va a mejorar, que vamos a salir de esto, que vamos a tener un buen proceso revolucionario si Dios quiere.
Dice, y que ahora est¨¢n haciendo un trabajo de convencimiento, porque hay gente que est¨¢ confundida, que la oposici¨®n les lav¨® el cerebro.
¡ªTe dicen que eran chavistas pero no son maduristas. O te dicen que ahora no son ni chavistas ni opositores. Aqu¨ª tengo personas que han vendido sus viviendas. ?C¨®mo t¨² vas a vender una vivienda que te han dado porque la tuya se hab¨ªa ca¨ªdo en la tragedia, compa?ero? Pero ya tenemos como 20 familias que se han ido del pa¨ªs y algunos han dejado sus viviendas cerradas, guardadas, y mientras hay gente que las necesita, chavistas comprometidos que dar¨ªan la vida por una vivienda.
La ciudad es -por definici¨®n- un espacio de cruce, de mezclas, la espera de lo inesperado. Aqu¨ª lo inesperado es el terror y las mezclas se evitan. La paranoia es discriminaci¨®n pura
Veinte familias sobre 153 es m¨¢s que el 10 por ciento de migrantes que se calcula en el total del pa¨ªs en los cuatro ¨²ltimos a?os.
¡ªY todav¨ªa hay muchos temas que tenemos que resolver, claro. Tenemos el tema de la basura, que nos est¨¢ comiendo, y el tema del alumbrado, el tema del agua, de la alimentaci¨®n, de los asaltos, que ah¨ª enfrente los otros d¨ªas unos malandros en una moto mataron a un muchacho del urbanismo, aqu¨ª, como en la puerta. Ese es el problema que tenemos en Venezuela, ac¨¢ se mata demasiado. Para sacarte un tel¨¦fono, una platica, van y te matan. No s¨¦, ser¨¢ porque somos as¨ª, que no nos gusta trabajar, que queremos conseguir todo m¨¢s r¨¢pido, m¨¢s f¨¢cil.
La ciudad es ¡ªpor definici¨®n¡ª un espacio de cruce, de mezclas, la espera de lo inesperado. Aqu¨ª lo inesperado es el terror y las mezclas se evitan. La paranoia callejera es discriminaci¨®n en su estado m¨¢s puro, m¨¢s justificado: el paseante con miedo se siente ¡ªcon raz¨®n, con razones¡ª mucho m¨¢s amenazado por un joven que por una vieja, por un oscuro que por una clara, por una capucha que por un traje de tres piezas. La paranoia es discriminaci¨®n en acto, racismo en acto, otra manera de partir el mundo.
Son dos ciudades, una ciudad partida. En 2017, cuando las protestas y peleas que duraron semanas, buena parte del trabajo de la polic¨ªa y los ¡°colectivos¡± chavistas consisti¨® en cuidar la frontera: cerrar el paso a los manifestantes para que no pudieran llegar al centro, confinarlos en su zona rica, impedirles contaminar el resto.
Y la divisi¨®n se mantiene en los tiempos de paz: el este es ¡°sifrino¡± ¡ªpijo, gomelo, fresa, cheto¡ª y el oeste es popular o, por lo menos, ese es el esquema. Una ciudad partida en dos, tan dividida.
¡ªBuenas noches, miamor. ?Qu¨¦ te apetece?
Aqu¨ª todos dicen miamor todo el tiempo, pero supongo que no es nada distintivo: a veces me parece que en Caracas todos dicen miamor todo el tiempo. Aqu¨ª hay palmeras, sillas de dise?o, esa m¨²sica de la que solo se oye el bumbumbum, inundaci¨®n de rubias, monitores con un juego de b¨¦isbol y platos a 15 o 20 euros, la burrada.
¡ª?Qu¨¦ te traigo, miamor? ?Un whiskicito?
Hubo tiempos en que Caracas era la capital mundial del whisky: el lugar del mundo donde m¨¢s whisky se tomaba. Ya no es, pero quedan, por supuesto, los reductos. Este restaurante-bar-baile para ricos en el coraz¨®n de Altamira intenta conseguir lo que suelen buscar estos lugares: simular que no est¨¢n donde est¨¢n, borrar rastros locales, llevarte al otro mundo. Aqu¨ª hay jovencitos que muestran a los gritos que a pap¨¢ le fue bien, j¨®venes que muestran que a ellos mismos. Aqu¨ª hay dinero m¨¢s o menos viejo y hay, tambi¨¦n, ese dinero nuevo que algunos fueron haciendo en estos a?os: son los ¡°enchufaos¡±, que se dividen en dos categor¨ªas: la primera generaci¨®n de negocios con el Estado ¡ªlos ¡°boliburgueses¡±, que lucraron sobre todo en vida del comandante Ch¨¢vez¡ª y sus sucesores actuales, los ¡°bolichicos¡±, muchachos j¨®venes que casi llegan tarde. Los dos comparten cierta base: la mayor¨ªa de sus negocios tiene que ver con trucos de importaci¨®n y exportaci¨®n y las cotas del d¨®lar y los ardides con las mercader¨ªas. Aqu¨ª abajo, en el s¨®tano, dicen, hay un casino m¨¢s o menos secreto donde se juegan fortunitas. Y abajo y arriba las mujeres: visibles, estridentes. Mujeres que se rematan con sus suplementos: el suplemento de colores en la cara, el suplemento de dorados en el pelo, el suplemento de volumen en las tetas, el suplemento de altura en los zapatos. Hay pa¨ªses donde triunfan las mujeres aumentadas: Caracas sigue siendo la capital de un pa¨ªs que ganaba reinados de belleza a fuerza de siliconas y quir¨®fanos, un pa¨ªs donde a menudo el regalo de gala para la quincea?era eran dos o tres tetas.
¡ª?Hay punto?
Al fondo de la plaza hay una gran pintada que dibuja los l¨ªmites: ¡°Territorio chavista: aqu¨ª no se habla mal de Ch¨¢vez. Tampoco de Maduro¡±; la firma un Movimiento Revolucionario 23 de Octubre, y la decoran banderitas nacionales. No est¨¢ muy claro que se cumpla: la plaza est¨¢ llena de hombres grandes, cientos de hombres grandes, caras y manos muy curtidas. Los hombres grandes hacen corros, hacen colas, duermen sobre sus bolsos, escuchan a un cantor llanero: el Pollito de Sanare les canta con su guitarra de dos trastes. Son trabajadores del petr¨®leo que reclaman unos bonos que les debe la empresa nacional, Pdvsa, hace m¨¢s de 10 a?os. Dos me explican que esto del petr¨®leo ya pas¨®, que ahora en el petr¨®leo no hay trabajo, que se han tenido que ir al monte a cultivar, que sacan su ma¨ªz pero que el Gobierno los obliga a venderlo a un precio que ni paga los gastos: que por lo menos se lo pueden comer y la suerte que tienen. Un vendedor vocea el caf¨¦ ¡°solidario, socialista, revolucionario¡±, pero tampoco vende mucho; unos muchachos reparten platos de pl¨¢stico con sopa. El cantante llanero termina su canci¨®n, pide un aplauso para la cultura popular, pasa el sombrero; en un pa¨ªs sin billetes, hombres sin dinero le entregan al cantante su moneda.
¡ª?Hay punto?
¡ªS¨ª, claro que hay punto.
El centro de Caracas es, me dicen, territorio chavista.
Una ciudad llena de caras, con dos caras y media: Bol¨ªvar, Ch¨¢vez y un poco de Maduro, pero siempre detr¨¢s de los dos grandes. Una ciudad que, como todas, exige aprendizajes. Veo, pintado en blanco y negro sobre un gran pared¨®n, un dibujo que me parece abstracto, manchas negras sobre fondo blanco. Pregunto y Andrea y ?lvaro, el conductor, se r¨ªen: son los ojos de Ch¨¢vez. Aqu¨ª, me dicen, est¨¢n por todas partes; aqu¨ª no hay nadie que no los reconozca.
Aqu¨ª no hay nadie que no los vea mirarte.
Pero ya no hay perezosos. Hace 40 a?os, cuando vine por primera vez, lo que m¨¢s me impresion¨® fueron unos animales colgados de los ¨¢rboles de la plaza Bol¨ªvar, la plaza central de la colonia. Los llamaban perezas ¡ªyo los llamaba marmotas¡ª y eran unos medio monos que viv¨ªan en las ramas de esos ¨¢rboles y se mov¨ªan como si no se movieran: lentos, lentos, casi imperceptibles. Esos animales, entonces, me hab¨ªan parecido una met¨¢fora de algo. Eran tiempos felices: cuando la lentitud pod¨ªa ser el problema. Ahora, en cambio, Caracas es una ciudad el¨¦ctrica, llena de personas que no pueden darse el lujo de tardar porque temen que alguien los alcance ¡ªy porque deben buscarse la vida todo el tiempo, a jornada completa.
En la calle hay basura, personas rebuscando comida en la basura.
Y no es f¨¢cil moverse: en Caracas no hay direcciones. No, por lo menos, en el sentido cartesiano que sabemos: un nombre, un n¨²mero, un punto preciso. Te dicen s¨ª, es en la calle tal cerca de la avenida cual, donde est¨¢ esa ceiba tan grande, enfrente de la panader¨ªa ¡ªpor ejemplo, aunque a menudo cae un ¨¢rbol, un negocio cierra.
¡ª?Hay punto?
¡ªS¨ª, claro, c¨®mo no va a haber punto.
Adentro del mercado, afuera, en las calles convertidas en mercado, miles buscan con su bolsa en la mano: ¨¢vidos, lo que encuentren. Obsesi¨®n por el consumo, pelea por la mercanc¨ªa
Punto es la palabra clave: as¨ª se llama el proceso de pagar con tarjeta. Todos lo aceptan, no hay otra manera. Y un quiosco de diarios, por ejemplo, que no puede permitirse el dat¨¢fono, se busca un negocio m¨¢s o menos pr¨®ximo que le cobre sus ventas. Pides el peri¨®dico, te escriben un papelito que dice el precio: 30 soberanos. Entonces caminas hasta el negocio, que te recarga un porcentaje: le pagas, digamos, 36, te firman el papelito, vuelves al quiosco, entregas el papel, te entregan el peri¨®dico; cinco minutos para comprar el diario.
El tiempo que se emplea ¡ªque se pierde¡ª en hacer cosas que no eran necesarias: buscar jab¨®n o mantequilla o huevos en cuatro supermercados diferentes, salir de casa una hora antes para tratar de conseguir transporte, correr a casa a la hora en que dijeron que dar¨ªan el agua.
Una ciudad de personas con temores: personas que viven con el miedo de que se vaya la luz, de que no llegue el agua, que les rechacen la tarjeta, que el aumento del transporte los deje varados, que algo m¨¢s deje de funcionar, que la comida se acabe de una vez por todas, que el Gobierno decida vaya a saber qu¨¦, que esta noche en una calle oscura: que viven asustados, sin saber por d¨®nde va a llegar, atormentados.
En Catia hay huevos. En Catia hay miles de personas lanzadas a las compras de ma?ana de s¨¢bado, hay charcos en el suelo, hay basura en el suelo, hay docenas de vendedores en el suelo y hay gritos de vender y hay atropellos y hay b¨²squeda y hay huevos. Personas pasan con cartones de huevos, orgullosamente pasan con sus huevos, han comprado huevos. En mi barrio elegante no los hay; en Catia, un barrio obrero, hay huevos.
Me lo explican: los huevos tienen precio controlado. El cart¨®n de 30 deber¨ªa venderse a 120 soberanos ¡ªque hoy, esta ma?ana, son unos 25 c¨¦ntimos. Entonces los supermercados y otros comercios grandes no los venden a ese precio porque perder¨ªan plata y no pueden venderlos a su precio real porque los multar¨ªan o cerrar¨ªan. En cambio aqu¨ª en el caos los callejeros pueden venderlos a su precio, 800 soberanos. Es francamente ilegal, pero funciona: todos salen con sus huevos en la mano. Alrededor hay mucha polic¨ªa: pasean, se toman cafecito, charlan, fuman; hay quienes dicen que el Gobierno permite este mercado negro en ciertas zonas populares para bajarles la presi¨®n, para darles un chance y conservar su apoyo.
¡ªNo, yo lo que soy es bachaquero.
Dice Bola. ¡°Bachaquero¡± es una palabra clave en la Venezuela actual: la persona que consigue alg¨²n producto que revende m¨¢s caro ¡ªy viene, dicen, de unas hormigas, los bachacos, que siempre marchan muy cargadas. Bola no tiene un puesto: vocea sus ofertas en la calle, y alrededor hay muchos como ¨¦l. Bola tiene una camiseta de baloncesto roja y vieja, un fajo de billetes en la mano. Hoy Bola vende az¨²car: compra el bulto de 20 paquetes a 4.500 soberanos y vende cada paquete a 270; hace 900 bolos por bulto, me dice; si tiene suerte, un s¨¢bado como ¨¦ste puede llevarse 4.000 o 5.000, casi tres sueldos m¨ªnimos.
¡ªPero aqu¨ª se pasa mucha roncha. A veces la polic¨ªa te agarra, te quita la mercanc¨ªa. A m¨ª me agarraron tres veces, la primera me pas¨¦ 15 d¨ªas preso. Ellos siempre joden, pero lo que quieren es la vacuna, plata. T¨² les das 50 a cada uno y ya te dejan trabajar tranquilo. Lo que pasa es que hay muchos polic¨ªas¡
Bola viene de Maracaibo, el gran centro petrolero, y lleva cuatro a?os busc¨¢ndose la vida en Caracas. Ahora tiene una mujer ¡ªbaja, los rasgos delicados, su cascada de pelo renegrido¡ª y dos ni?os chiquitos. Hoy vende az¨²car, pero otros d¨ªas harina, sal, aceite. Le pregunto d¨®nde compra su mercader¨ªa y me dice que a ¡°gente de arriba¡± y me sonr¨ªe y se calla. Le pregunto si gente del Gobierno y me dice que s¨ª con la cabeza. El manejo de los productos de la canasta familiar es uno de los privilegios de los colectivos, los organismos chavistas que aseguran el control del territorio en muchos barrios. Con ellos, sus jefes hacen dinero; con ellos, dan y quitan favores, manejan a sus huestes. ¡°Es verdad que hay mucha corrupci¨®n, hay mucha indolencia y hay mucho burocratismo, hay mucho bandido por ah¨ª aprovech¨¢ndose de sus cargos para robar al pueblo¡±, dijo en estos d¨ªas Nicol¨¢s Maduro, su presidente.
¡ªEn lugar de hacer tanta fiesta, podr¨ªan levantar la basura.
Se queja una se?ora y otra asiente; anoche hubo, en la plaza de Catia, un festival de salsa. Yo, extra?amente, vine.
(Estoy rodeado de 20.000 o 30.000 de esas caras que me han ense?ado a considerar una amenaza. Bajo los ¨¢rboles, la luna llena, la estatua ecuestre del mariscal de marras, en la plaza Sucre suena salsa: un festival organizado por la alcald¨ªa de Caracas ha convocado a todos estos miles. Nos rodean cientos de polic¨ªas vestidos de camuflaje verde y casco negro; la mitad son mujeres. La plaza Sucre es el centro de Catia, mis amigos le temen. Ahora, a mi alrededor, los miles bailan, se r¨ªen, se emborrachan, bailan, se miran, se provocan ¡ªbailan. No todos son j¨®venes; todos parecen pobres: bocas con dientes menos, las ropas rotas, esas caras. Nadie usa tacos ni zapatos; todo son zapatillas y sandalias. Si cualquiera de ellos apareciera en la cuadra de Altamira donde vivo, los paseantes apurar¨ªan el paso, buscar¨ªan un refugio.)
"Mira, buena parte de mi familia ya se fue. Y yo pienso que saldr¨¦ en alg¨²n momento, pero para volver. No soy patriota ni nada, pero quiero estar ac¨¢. Espero que se pueda"
Y ahora estas se?oras rezongan en la puerta del mercado. Es cierto que hay basura, pero parece una monta?a antigua: tiene un metro de alto, mugre de varias glaciaciones. En el mercado, en los pasillos poco iluminados, hay puestos que ofrecen por ejemplo ocho frascos de mermelada de mango, cuatro paquetes de fideos, cinco latas de ma¨ªz, un sobre de sopa de pollo, cuatro botellas de vinagre, dos de soja. Algunos tienen m¨¢s, otros menos.
Adentro del mercado, afuera, en las calles convertidas en mercado, miles buscan con su bolsa en la mano: ¨¢vidos, lo que encuentren. Si el dizque socialismo quer¨ªa aminorar el peso del negocio consigui¨® lo contrario: aqu¨ª todos, casi todo el tiempo, est¨¢n pendientes de comprar, conseguir, hacerse con lo poco que se pueda. La obsesi¨®n por el consumo tan dif¨ªcil, la pelea por la mercanc¨ªa.
¡ªYo ten¨ªa una alergia y la loratadina me sal¨ªa tan cara que me compr¨¦ la que venden para perros. No tuve ning¨²n problema, me cur¨¦.
Y hay perros, muchos perros: con la inflaci¨®n, la falta de dinero, la emigraci¨®n constante, cada vez m¨¢s personas se deshacen de sus perros: m¨¢s y m¨¢s perros sueltos en las calles, una ciudad con animales.
Liesl Isler tiene 29 a?os y los tacos muy altos, el pelo una onda larga, los rasgos sin tropiezos, los ojos m¨¢s celestes del este de Caracas: miran fijo. Liesl se crio en una casa de clase media sin aprietos, fue a una escuela de clase media sin aprietos, aprendi¨® ingl¨¦s casi sin aprietos y cuando le toc¨® entrar a la universidad prefiri¨® la Cat¨®lica sobre la Metropolitana porque la relaci¨®n calidad-precio era mejor. Corr¨ªa 2007; quer¨ªa estudiar periodismo, pero sus padres le dijeron que, en un pa¨ªs con censura y presiones a la prensa, no val¨ªa la pena; quer¨ªa estudiar diplomacia, pero sus padres le dijeron que, en un pa¨ªs donde los diplom¨¢ticos se nombraban a dedo, no val¨ªa la pena; quer¨ªa estudiar econom¨ªa, pero se anot¨® en administraci¨®n de empresas. La curs¨® sin gran inter¨¦s, con ciertos intereses: en alg¨²n momento decidi¨® que cuando fuera mayor quer¨ªa ser gerente de producto en Procter & Gamble.
¡ª?C¨®mo puede querer eso una chica de 20 a?os?
¡ªEs todo un desaf¨ªo ocuparse de una marca, cuidarla, modificarla, conseguir que crezca. A m¨ª me gustaba la idea.
Liesl era aplicada, eficaz: cuando se gradu¨® la contrat¨® una multinacional para ocuparse de un detergente conocido; en esos d¨ªas ninguno de sus compa?eros ganaba m¨¢s que ella. Pero al cabo de un tiempo se cans¨®:
¡ªNo hab¨ªa muchas posibilidades de poner nada tuyo. Ten¨ªas que retomar las marcas como ven¨ªan de la central. Las tropicalizabas un poco, les cambiabas un par de detalles y ya. Yo quer¨ªa hacer algo m¨¢s personal.
As¨ª que renunci¨® y estuvo un tiempo sin trabajo, hasta que se enganch¨® con la gente de Impact Hub, y se qued¨®. El Hub est¨¢ en el piso 17? de una torre en el este; desde all¨ª se ven m¨¢s torres y parques y monta?as y avenidas y barrios de invasi¨®n; all¨ª, en una docena de oficinas y dos o tres salones, un centenar de j¨®venes intentan emprender. La atm¨®sfera es relajada millennial hipsterosa, cafeteras cool y dibujos en los muros, sogas, maderas y otras texturas naturales, las vistas, las revistas, mucho mac, mucho mug, mucho hug. En el Hub hay todo tipo de emprendimientos incipientes ¡ªy casi todos se basan en algo digital.
¡ªEs un ambiente creativo, todos estamos buscando, intentando inventar algo, as¨ª que nos ayudamos, nos potenciamos los unos a los otros.
En el Hub, Liesl se asoci¨® a otros tres y armaron una start-up que lanz¨® una tarjeta para pagar aparcamientos en una ciudad donde es muy dif¨ªcil conseguir efectivo. Le digo que se benefici¨® de la crisis nacional y no le gusta; me explica que no, que ese es un detalle, que siempre es dif¨ªcil conseguir cambio para pagar las cosas y que adem¨¢s ahora se usa tambi¨¦n para pagar lavander¨ªas y que se ha extendido a Chile y que en un a?o ya consiguieron 12.000 usuarios. Liesl est¨¢ orgullosa de ese invento y de otro, Aloha, que emprendi¨® sola y consiste en un servicio de verificaci¨®n para un banco online argentino.
¡ªAh¨ª me present¨¦ a una licitaci¨®n y la gan¨¦. Mis precios eran m¨¢s bajos.
¡ª?Por la diferencia de cambio?
¡ªClaro, el valor del d¨®lar ac¨¢ es mayor que en el resto del continente.
Me dice, y no le digo que otra vez aprovech¨® la crisis porque ya me est¨¢ contando que tiene a 20 personas trabajando con ella y que los eligi¨® para ayudarlos, que solo en su universidad en el ¨²ltimo a?o desert¨® un tercio de los estudiantes, algunos porque migraron, pero muchos porque no pod¨ªan seguir pagando, y que ella le dio trabajo a varios y tambi¨¦n a conocidos que no ten¨ªan dinero para importar las drogas oncol¨®gicas que aqu¨ª no se consiguen, y que ella, por supuesto, quiere ganar dinero, que no es la Madre Teresa, pero que tambi¨¦n quiere ayudar a los dem¨¢s. Que si no, nada valdr¨ªa la pena, dice, y me mira como para que apruebe. Yo apruebo, y le pregunto c¨®mo usa la ciudad y me dice que poco.
¡ªPoco, muy poco. Ahora la mayor parte del tiempo nos quedamos entre cuatro paredes. El transporte p¨²blico no funciona, las calles no tienen luz, est¨¢ el miedo de que te pase algo¡ Casi todos los d¨ªas nos quedamos en casa.
Dice, y que si acaso alguna vez se va a comer algo rico o al Parque del Este a correr un rato ¡ªque como va m¨¢s gente no le da tanto miedo¡ª, y que sigue viviendo con sus padres, pero con suerte este a?o s¨ª se va a mudar sola, si lo logra.
¡ª?Cu¨¢nto cuesta alquilar un piso para ti?
¡ªTe vas a re¨ªr.
¡ªProbablemente.
¡ªBueno, uno de soltera con dormitorio, sal¨®n, comedor, bien, todo bien, puede costar unos 200 d¨®lares. ?Ves que te ibas a re¨ªr? Lo que pasa es que eso aqu¨ª no hay quien lo gane.
¡ª?Y no piensas en irte?
¡ªMira, buena parte de mi familia ya se fue. Y yo pienso que saldr¨¦ en alg¨²n momento, pero para volver. Yo quiero a mi pa¨ªs. No soy patriota ni nada, pero ac¨¢ es donde me siento bien, yo quiero estar ac¨¢. Espero que se pueda.
La primera vez que vine a Caracas descubr¨ª mi identidad nacional: yo ten¨ªa 21, viv¨ªa en Francia y nunca hab¨ªa o¨ªdo hablar tanto de la argentinidad. Pero aqu¨ª, escocidos por la inmigraci¨®n, me contaron infinidad de chistes de argentinos y recuerdo sobre todo el de aquel que se sub¨ªa al cerro ?vila a ver c¨®mo era la ciudad sin ¨¦l. Ahora el Metrocable me lleva a una de esas cumbres, invadidas de barrios populares; all¨¢ abajo la ciudad es una mezcla de torres y casuchas y parques como selvas.
¡ªSuba, si quiere, pero tenga cuidado. Mucho cuidado, jefe.
Los metrocables est¨¢n demostrando su utilidad como medio de integraci¨®n de los poblados m¨¢s cerriles, los m¨¢s pobres. Empezaron en Medell¨ªn y siguieron por La Paz, Bogot¨¢, Quito; este, el que va hasta Mariche, un barrio de Petare, se inaugur¨® en 2010 y recorre en el aire 10 kil¨®metros sobrevolando bosques, barrios impenetrables. Los metrocables llevan y traen personas a lugares donde ser¨ªa dif¨ªcil poner un tren o una buena avenida. Y les da, dicen, a los m¨¢s marginados la sensaci¨®n de que su Estado los recuerda. La cabina arranca rechinando: es una burbuja transparente con dos asientos enfrentados para cuatro personas cada uno; en uno de los vidrios una tal Ariany escribi¨® ¡°Los amo¡± y alguien m¨¢s ¡°Tengo hambre¡±; en el techo hay pintada una pistola. De pronto, en la mitad del trayecto, a 20 o 30 metros sobre ranchos y ¨¢rboles, la cabina se para.
¡ªNo es nada, siempre anda fallando.
Me dice una de las se?oras.
¡ªDicen que no le hacen mantenimiento, que no consiguen repuestos, usted sabe.
Dice otra. Somos ocho: dos chicos, su madre, tres mujeres m¨¢s, un se?or y yo. La cabina es transparente y el paisaje es sobrecogedor. La cabina se balancea despacio, desde?osa. La madre cuenta que all¨¢ en el barrio hace cinco meses que no hay agua, que una vecina que tiene pozo les vende el balde a 50 soberanos y tienen que cargarlo a pie hasta sus casas. Despu¨¦s me recomienda que cuando llegue arriba no me baje, que vuelva enseguida y que mire muy bien con qui¨¦n me encierro en la cabina.
¡ªYo con muchachos j¨®venes prefiero no ir; nunca se sabe.
Dice, y las otras dos dicen que s¨ª se sabe, que les roban. De pronto, la cabina empieza a bambolearse y cae 5, 10 metros. Al fin para.
Me convencieron: por primera vez en muchos a?os no uso mi reloj. Hace d¨ªas que salgo a la calle semidesnudo, timorato, tan lejos de mi espacio y de mi tiempo.
Yuri vive a pocos kil¨®metros de all¨ª, en otro barrio de Petare. Su casa est¨¢ al borde de una ca?ada honda que revienta de verde, frente a un monte orgulloso. Urbanitas ricos de pa¨ªses ricos matar¨ªan por vivir en ese decorado, pero el rancho tiene paredes de ladrillos mal trabados, techo de lata, rajaduras. La tierra bajo la casa se desliza al vac¨ªo y sus paredes se quiebran, el techo se desguaza. Le pregunto si entra agua.
¡ªBueno, cuando llueve.
Me dice; el aire de la ma?ana huele a flores y flores y basura quemada. Yuri tiene 37 a?os y cuatro hijos entre 15 y 5; al padre lo mataron hace tres cuando lo asaltaron para robarle la moto con la que trabajaba; ella se sobrepuso, recuper¨® su casa, consigui¨® un trabajo dom¨¦stico, lo tuvo que dejar porque se gastaba el sueldo en el transporte; ahora cocina para un comedor infantil y sobrevive.
¡ªAqu¨ª el que est¨¢ comiendo es porque tiene alguien afuera que le manda dinero. El que vive de un sueldo no come.
Yuri cuida a los dos hijos de una amiga que se fue a buscar la vida a Bogot¨¢, y el perro de una comadre que se fue a trabajar a Chile; las dos le mandan lo que pueden.
¡ª?Y t¨² no piensas en irte?
¡ªS¨ª, mi comadre insiste. Pero yo no me quiero ir de mi pa¨ªs a dar l¨¢stima a otros. Y adem¨¢s no me puedo ir para un pa¨ªs extranjero con cuatro hijos. Ni p¡¯al pasaje me alcanza. Y no puedo irme y dejar dos hijas en plena adolescencia, me las voy a encontrar con una barriga. Yo quiero que estudien, que sean m¨¢s que yo en la vida, que sean alguien, que puedan irse del pa¨ªs y trabajar en donde quieran, que cumplan con sus sue?os. Ese es el sue?o m¨ªo.
Sus dos hijas mayores van a un colegio a m¨¢s de una hora de viaje: Yuri quiere que aprendan, y en el colegio de su barrio los profesores van muy poco:
¡ªAc¨¢ los muchachitos ven 3 o 4 materias de las 12 que tendr¨ªan que ver. Algunos profesores se fueron del pa¨ªs, otros no quieren trabajar porque no les pagan¡
¡ª?Y qui¨¦n tiene la culpa de que las cosas est¨¦n as¨ª?
¡ªEl Gobierno. Bueno, una parte el Gobierno y otra parte el pueblo, la clase baja, la que no tiene qu¨¦ comer.
En Caracas hay miles de viviendas vac¨ªas, sobre todo en las zonas de clase media y alta. Algunos migrantes deben vender a precios viles a especuladores que aprovechan sus urgencias
¡ª?Por qu¨¦?
¡ªPorque el venezolano es un flojo, no le gusta trabajar. Le gusta que todo se lo den, f¨¢cil. Entonces Maduro te da un bono, que no te alcanza para nada, pero te lo regalan. Te da la caja CLAP, que los productos que te dan no son buenos, pero es gratis. As¨ª vivimos, con lo que nos regalan¡
Yuri sonr¨ªe: hace unos d¨ªas cumpli¨® a?os y una amiga la invit¨® a ir a una discoteca: no sabes cu¨¢nto hac¨ªa que no iba a una, me dice. No sabes cu¨¢nto hac¨ªa que no me festejaba un cumplea?os. Yo le pregunto c¨®mo se ve dentro de un tiempo, 10, 15 a?os.
¡ªA m¨ª lo que me encantar¨ªa es irme del barrio. Me gustar¨ªa que mis hijos crecieran en una parte bonita, donde no se vea tanta pistola, donde no se vea drogas, donde no se vean ni?as de 11 o 10 a?os embarazadas. Pero no s¨¦. El Gobierno no te deja so?ar. Mientras ¨¦l est¨¦ ah¨ª, yo voy a seguir estando aqu¨ª.
¡ªNo, yo soy venezolana. Muy venezolana. Nunca se me ocurrir¨ªa creerme que soy de otro lugar.
Johanna tiene esa cara de no haber roto nunca un plato, los ojos negros redondos tras las gafas, pero no tiene dudas: es de aqu¨ª. Su madre lleg¨® de Colombia en los setentas, en busca de una vida mejor. Con mucho esfuerzo consigui¨® que sus cuatro hijas estudiaran algo ¡ªaunque ninguna dej¨® de trabajar durante toda la carrera.
¡ªPero tuve una beca, pude estudiar. No sabes qu¨¦ contenta estaba mi mam¨¢.
Su primer empleo, hace seis a?os, fue en la secci¨®n deportes de un diario; cuando lo compr¨® un empresario oficialista las primeras censuras la llevaron a cambiar. En un digital, despu¨¦s en otro, se fue especializando en investigaci¨®n, en cuestiones sociales. Ganaba poco; ahora, con cierto reconocimiento y un buen puesto, le han aumentado el sueldo: ya gana casi 100 d¨®lares por mes.
¡ªEl problema es que cuando salgo de mi casa para venir a trabajar nunca s¨¦ a qu¨¦ hora voy a llegar. As¨ª no es f¨¢cil organizarse la vida.
A veces tarda una hora y media, me dice, a veces tres, seg¨²n la cantidad de gente, las colas, las camionetas que circulen ese d¨ªa: muchas est¨¢n rotas porque no hay repuestos. Y que no usa el transporte p¨²blico porque tiene miedo.
¡ªLas camionetas particulares no son tan distintas, pero por lo menos les pasan un detector de metales a los que van subiendo, hay menos bromas.
Mientras, el negocio de su madre dej¨® de funcionar y su hermana mayor no consigue trabajo y tiene una hija de dos a?os.
¡ªCuando vamos a hacer mercado tenemos que cuidar cada cosa, pesar cada cosa, si antes pod¨ªamos comprar un kilo de papas ahora tenemos que contar las papas, dos papas, tres papas. Y si hay algo de prote¨ªnas, carne, pollo, todo es para la beb¨¦. Y a veces nosotras comemos una arepita, dos¡
¡°Jhender muri¨® de hambre en abril de 2018, en el mismo hospital donde en 2013, a?o de su nacimiento, muri¨® Hugo Ch¨¢vez. Desde entonces, forma parte de una estad¨ªstica que el Estado venezolano intenta ocultar: la mortalidad infantil¡±, empieza un reportaje demoledor sobre chicos con hambre que Johanna acaba de publicar en El Pitazo. ¡°El ni?o era el quinto de seis hermanos, y ten¨ªa meses sin alimentarse adecuadamente. Cuando viv¨ªa en la periferia de Caracas, en Charallave, en el Estado Miranda, con su mam¨¢ y su pap¨¢, Rafael Escalona, solo com¨ªan una o dos veces al d¨ªa¡±.
Johanna est¨¢ preparando su partida: en unas semanas se ir¨¢ con su novio a Medell¨ªn. Ya lo est¨¢ organizando: por 80 d¨®lares cada uno pueden tomar un bus que tarda muchas horas hasta T¨¢chira, en la frontera colombiana, y sigue aunque les rompan los vidrios a pedradas para obligarlos a parar, y saquear lo que lleven. El bus, les dijeron, tiene una caja fuerte escondida para guardar el dinero y los objetos deseables, as¨ª no se los roban los ladrones o los polic¨ªas. Y la empresa tiene sus arreglos: los pasajeros ni siquiera deben bajarse en la frontera, el chofer recoge sus pasaportes y se los trae sellados.
¡ªYo no quiero irme. Aqu¨ª hay tantas cosas que me interesan, que me importan, que querr¨ªa contar. Y adem¨¢s est¨¢ mi familia, mi mam¨¢, mi sobrina, mis hermanas, yo las amo. Pero yo quiero que mi familia coma bien, que no tengan que pensarlo cada vez que quieren comprar medio cart¨®n de huevos. A m¨ª eso me duele mucho. Y la ¨²nica forma de ayudarlas es irme. Desde all¨¢ espero poder mandarles 100 d¨®lares por mes, y con eso s¨ª van a poder comer todo lo que necesiten.
Johanna sabe ¡ªdice que sabe¡ª que quiz¨¢ tenga que trabajar de cualquier cosa, que ojal¨¢ sea periodismo porque el periodismo le gusta tanto, dice, pero que si tiene que ser otra cosa ser¨¢ otra cosa porque lo principal es mantener a su familia.
¡ª?Y piensas volver?
¡ªClaro que pienso volver. Este es mi pa¨ªs, yo soy de aqu¨ª. Yo s¨¦ que alguna vez voy a volver. Cuando pueda, en cuanto pueda.
Dice y se interrumpe y unas l¨¢grimas le ruedan por las gafas, y despu¨¦s sonr¨ªe:
¡ªTodav¨ªa no me fui y ya estoy pensando en volver¡
La idea de que una organizaci¨®n social est¨¢ hecha para durar es otro privilegio de pa¨ªses ricos s¨®lidos. Lo transitorio es su contrapartida habitual en el Tercer Mundo, pero aqu¨ª es extremo: muchos, casi todos, m¨¢s all¨¢ de elecciones pol¨ªticas, te cuentan de un modo u otro la sensaci¨®n de que esto que est¨¢n viviendo no debe durar, que pronto va a venir otra cosa. Por supuesto, esa cosa es distinta seg¨²n qui¨¦n, pero aqu¨ª nadie cree que esta vida de obst¨¢culos vaya a ser para siempre.
¡ª?Y cu¨¢ndo va a cambiar?
¡ªMag¨ªnate. Hay que tener fe en Dios, porque esperanza ya no queda.
Venezuela era un pa¨ªs de mucha m¨¢s inmigraci¨®n que sus vecinos, y Caracas su centro: espa?oles, italianos, portugueses, sirios, colombianos, argentinos fueron llegando a lo largo del siglo pasado. Ahora tantos se van, buscan en otros sitios. Es el cambio m¨¢s radical que sufri¨® en muchos a?os.
Desde la muerte de Ch¨¢vez, tres o cuatro millones ¡ª?se discute¡ª de venezolanos han dejado su pa¨ªs: uno de cada 10 venezolanos lo ha dejado. Al principio se iban los m¨¢s ricos: a Miami y Madrid, sobre todo. Despu¨¦s, profesionales j¨®venes atra¨ªdos por empleos en Estados Unidos, en Chile, incluso en Argentina. Y ¨²ltimamente tambi¨¦n los m¨¢s pobres, los que salen por tierra a Colombia, Ecuador, Per¨², donde pueden.
As¨ª que en Caracas hay miles de viviendas vac¨ªas, sobre todo en las zonas de clase media y alta. Algunos de los migrantes deben vender a precios viles a especuladores que aprovechan sus urgencias; entre los que pueden evitarlo, algunos alquilan sus casas, pero muchos tratan de no hacerlo porque temen que sus inquilinos se atrincheren. As¨ª que apareci¨® una nueva ocupaci¨®n: cuidador de viviendas vac¨ªas.
¡ªBueno, hay que ir con cierta regularidad, d¨ªa por medio, una vez por semana, seg¨²n, y limpiar, airear, abrir el agua, regar las plantas cuando hay, cortar el pasto, todo eso. A cambio el due?o te da algo, 50, 100 d¨®lares, que aqu¨ª es mucho dinero.
Me dice Carlos, cuarent¨®n, bancario sin trabajo. Hay personas que se ocupan de varias casas; m¨¢s personas que, gracias a las partidas, solucionan.
La partida ¡ªo la renuncia a la partida¡ª es un tema central en Venezuela ahora. En aquella cena en la arepera tres periodistas j¨®venes me contaban que se pasaron este a?o de despedida en despedida, que todos sus amigos ya se fueron, muchos de sus parientes, tanta gente, que ahora se ven con personas que conocieron en esas despedidas, amigos frankenstein, dijeron, armados con los restos, y yo les pregunt¨¦ por qu¨¦ segu¨ªan aqu¨ª. Helena me dijo que porque este era su hogar ¡ªe Indira y Luisa confirmaron:
¡ªYo me quedo porque este es mi hogar y no quiero que me boten del lugar al que pertenezco. Y tambi¨¦n porque tengo un prop¨®sito.
¡ªBueno, tambi¨¦n porque podemos.
¡ªS¨ª, tambi¨¦n porque puedo: tengo una familia que todav¨ªa me puede alimentar, me puedo dar el lujo de seguir viviendo mantenida. Porque si quisiera vivir sola no podr¨ªa.
¡ªExacto. Sacrificamos nuestra independencia como adultos para permanecer aqu¨ª, pero aqu¨ª tenemos un prop¨®sito. Yo quisiera escribir m¨¢s sobre lo que pasa en mi pa¨ªs.
¡ªYo me quedo porque aqu¨ª todav¨ªa me queda mucho que aprender.
¡ªY mucho por hacer.
¡ªS¨ª. Y aunque parezca un poco absurdo, alguien tiene que mantener el chiringuito abierto mientras esto sigue. Si uno lo piensa ahora parece una bobada, pero yo s¨ª creo que en alg¨²n momento alguien va a querer volver a esta tierra olvidada de Dios, y yo quisiera que haya algo para ellos.
¡ªAdem¨¢s no hay nada m¨¢s sabroso que pertenecer a algo. Ser un migrante duele.
¡ªBueno, estar aqu¨ª tambi¨¦n es ser medio migrante.
¡ªS¨ª, porque uno vive en una ciudad que no era la ciudad en la que viv¨ªa.
¡ªNi en la que creci¨®.
¡ªNi la que era hace 24 horas.
Se re¨ªan: una ciudad que es suya y ya no es esa, una ciudad que tantos abandonan, una ciudad que les importa.
Una ciudad herida.?
PD: unos d¨ªas m¨¢s tarde me comuniqu¨¦ con mi amiga ¡°Valeria¡± para pedirle que leyera estas p¨¢ginas. Ella me dijo que estaba fuera y que me avisaba cuando llegara a Caracas. No lo hizo y volv¨ª a escribirle, pregunt¨¢ndole; entonces me contest¨® este correo: ¡°Hola Mart¨ªn. El lunes, despu¨¦s de que chateamos, nos asaltaron en la carretera, nos secuestraron y nos robaron. Fue aterrador. Me robaron los tel¨¦fonos. Cuando vuelva a tener WhatsApp te escribo. Abrazo, V.¡±
Yo no supe contarlo.