Pastoral

Al hilo de la semana blanca, invento franc¨¦s que tantos colegios espa?oles han adoptado, me voy a la caba?a que un amigo levant¨® en el coraz¨®n de un bosque de fresnos. Est¨¢ a los pies de la Machota cuyos formidables pedruscos rodaron rotos por el hielo hasta la puerta de la casa. Aqu¨ª los llaman berruecos. Si rodara uno, nos aplastar¨ªa como cucarachas. Los que cayeron hace miles de a?os yacen medio enterrados entre ¨¢spera hierba de invierno y matas de brezo. Son magnos lomos de elefante en el color y la textura, pintados a lo Pollock por el liquen y el musgo.

Nos acercamos a la ciudad para comprar miel y vino. No hay mucho turismo pues se supone que estamos en la estaci¨®n m¨¢s fr¨ªa. Nada de eso: luce un sol cegador y los forasteros llenan las terrazas. Miran en silencio el cielo azul cobalto con sus gafas de sol de polic¨ªa americano. En una gran mesa tres parejas de rusos semidesnudos y perplejos beben la vodka a gollete. Han llegado hasta aqu¨ª de carambola y en sus ciudades dejaron una ventisca que congelaba los colmillos del oso polar. Est¨¢n tan confusos como un tuareg en Reikiavik.

En el jard¨ªn de los frailes el boj de los arrayanes embalsama la atm¨®sfera. Sopla un airecillo cortante, pero suave como una caricia de navaja. La masa inmensa del monasterio, todo ¨¦l levantado con moles de granito tallado por ge¨®metras obsesos, es un pu?etazo de racionalidad en un paisaje alucinado.

Vuelvo a la caba?a, al fuego y a los libros para ver con qu¨¦ elegancia se recogen las vacas y o¨ªr su m¨²sica. El paso lento, adormecido, la blancura de la raza charol¨¦, una belleza tan terrible como la de sus hermanas del Parten¨®n. Un ternerillo blanco de orejas en alerta me mira con curiosidad infantil. Ignora que soy su destino. La noche lo apaga de golpe.