Prosperidad de g¨¦nero
El suicidio de V. demuestra que las leyes solas no bastan; hay que cambiar muchas m¨¢s cosas. Pero, desde luego, han de ser un primer paso
Estaba yo escribiendo esta columna sobre los costes econ¨®micos de la desigualdad de g¨¦nero cuando me ¡°asalt¨®¡± la noticia de V., la mujer que se ha suicidado tras circular un v¨ªdeo ¨ªntimo suyo entre sus compa?eros de trabajo. ?Cu¨¢nta habr¨¢ sido su angustia para llegar a ese extremo?; ?qu¨¦ pensaran ahora aquellos que se regodearon con un gesto aparentemente banal? Un gesto que rezuma machismo por todos los poros. ?Y la empresa, que lo consider¨® un ¡°tema personal¡±?
Esto en Espa?a, uno de los pocos pa¨ªses del mundo que no tienen en su legislaci¨®n nada que discrimine o establezca diferencias entre hombres y mujeres. Porque la discriminaci¨®n y la desigualdad empiezan por la ley.
Diversas instituciones como el Banco Mundial, ONU Mujeres o la Secretar¨ªa Iberoamericana (Segib) llevan a?os rastreando las leyes que condicionan la igualdad de g¨¦nero, como aquellas que impiden a las mujeres salir de casa sin el permiso o la compa?¨ªa de un hombre, o las que no les permiten montar un negocio propio, o heredar propiedades, o trabajar de noche, o acceder a determinados trabajos. A pesar de haber mejorado la situaci¨®n en la ¨²ltima d¨¦cada, en la media global las mujeres tienen solo tres cuartos de los derechos legales que tienen los hombres. Una media que baja notablemente en Oriente Pr¨®ximo y el norte de ?frica; y que, sin embargo, muestra los mayores avances en ?frica subsahariana.
En Igualdad para las mujeres = Prosperidad para todos, el economista Augusto L¨®pez-Claros y la escritora Bahiyyih Nakhjavani bucean en las m¨²ltiples manifestaciones de la desigualdad de g¨¦nero para defender que su eliminaci¨®n tendr¨ªa efectos directos en la prosperidad global. Ya no es solo una cuesti¨®n de justicia y equidad; tambi¨¦n de n¨²meros. Los autores repasan el coste de la disminuci¨®n del n¨²mero de mujeres en algunas sociedades ¡ªpor la preferencia por hijos varones, por las mayores tasas de mortalidad ligadas a una alimentaci¨®n o una sanidad deficitarias¡ª; la violencia sobre las mujeres; el estancamiento global de la fuerza laboral femenina desde los a?os ochenta; el valor econ¨®mico y social, no bien medido, del trabajo dom¨¦stico y de los cuidados; la falta de incentivos pol¨ªticos, econ¨®micos y personales para fomentar el trabajo femenino en numerosos lugares; el menor ¨¦nfasis en la educaci¨®n de las ni?as; y, por supuesto, la brecha salarial, el techo de cristal y el papel de unas ¡°culturas¡± que siguen relegando a la mujer.
La premisa b¨¢sica de que la incorporaci¨®n del 50% de la poblaci¨®n mundial a la fuerza laboral impulsar¨ªa la prosperidad general ¡ªcomo ocurri¨®, por ejemplo, en la Inglaterra de la revoluci¨®n industrial¡ª choca con tozudas realidades y con leyes discriminatorias. El suicidio de V. demuestra que las leyes solas no bastan; hay que cambiar muchas m¨¢s cosas. Pero, desde luego, han de ser un primer paso.
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