Nostalgia del censor
El gestor p¨²blico est¨¢ obligado a renunciar a sus vicios particulares y someterse a una generosa diversidad
El lenguaje a veces corrige el azar. Que la responsable pol¨ªtica que ha vetado a unos m¨²sicos en las fiestas de Aravaca se apellide Sordo es una iron¨ªa tan fina que debemos rendirnos a su encanto. Lo suyo es una sordera selectiva. Consiste en eliminar de los turnos de palabra a quienes no quieres escuchar. Mal ha empezado el Ayuntamiento de Madrid, asentado sobre tres partidos que parecen haberse puesto a competir por qui¨¦n es m¨¢s intransigente. Suele suceder en las coaliciones, que funcionan a veces como las pandillas de chavales, donde se confunde la valent¨ªa con la imprudencia y la lealtad con la indignidad. Ya con la actitud cerril de todos ellos ante las medidas de Madrid Central delataron sus ganas no tanto de corregir errores del pasado, sino de refutar los aciertos. Exactamente lo que menos necesita una ciudad por parte de sus dirigentes. Puestos a mostrar esa intolerancia, pareciera que nada m¨¢s llegar han pedido las listas de conciertos programados para las verbenas populares y se han puesto a tachar a quienes no les caen bien. Los m¨²sicos son piezas d¨¦biles de ese desaf¨ªo, porque sobreviven en muchas ocasiones gracias al contrato p¨²blico en actos de Ayuntamientos y comunidades. Lo que la ecolog¨ªa nos exige es equilibrio, en todos los campos.
Por desgracia, nuestro pa¨ªs esconde una nostalgia del censor. Es curioso, porque muchos ni lo han conocido. Quiz¨¢ por eso les parece que la censura no es tan mala y que all¨¢ cada uno si pone a pasear sus fobias y sus filias. Algunos hasta te justifican esas acciones como si fueran nada m¨¢s que debilidades humanas muy comprensibles. Oye, que censurar es un derecho, parecen pensar algunos. Es habitual que te hablen de listas negras, de personas vetadas, de l¨ªneas rojas y de nombres tachados sin que a nadie le resulte indigno. La libertad de empresa, la libertad de elecci¨®n y la libertad personal se confunden en demasiadas ocasiones con la libertad para censurar. Pero existe una peque?a dimensi¨®n donde es a¨²n peor esta deriva irracionalista. Es aquella que afecta a los cargos de servicio p¨²blico que tienen a su disposici¨®n un presupuesto concreto. Cuando ellos reclaman para s¨ª el capricho de decisi¨®n ensucian el concepto de democracia. El gestor p¨²blico est¨¢ obligado a renunciar a sus vicios particulares y someterse a una generosa diversidad.
Lo contrario es entender la gesti¨®n como una fiesta en tu propio honor. Una vez me contaron que un directivo de los ferrocarriles nacionales decidi¨® que no se pondr¨ªan pel¨ªculas en sus trenes de un actor que le ca¨ªa mal. Tengo unos amigos de una compa?¨ªa de teatro a quienes les cerraron las contrataciones p¨²blicas en varias comunidades porque su obra, un alegato antinacionalista, podr¨ªa perjudicar la estrategia de Gobierno en coalici¨®n. Y cuando te interesas por ello, la lista de ejemplos es interminable. Por la sencilla raz¨®n de que muy pocos parecen querer entender que a un gestor p¨²blico no le corresponde decidir qui¨¦n merece existir y qui¨¦n no. Como si el director de un zoo decidiera que se acabaron las cebras porque le irritan las pieles rayadas. Por supuesto que todos llevamos un censor dentro, un ser siniestro, indecente y abusivo que prefiere estar sordo a la voz de los dem¨¢s. Pero cuando cobramos del erario p¨²blico o gestionamos fondos colectivos, en el sueldo va dejar a ese tipo encerrado en casa.
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