Volver a casa
Son muchos los que un d¨ªa abandonan su tierra para salir a pelear por sus vidas en lugares lejanos. La ruta m¨¢s frecuente es dejar el campo y buscar suerte en la ciudad. Hasta que un d¨ªa llega la muerte
Hay dolores que se adhieren, van con una a todas partes, a veces crecen y otras hacen como que se esconden, pero siempre est¨¢n ah¨ª, sent¨¢ndose a la mesa con el resto de la familia, aunque nunca se les pongan plato y cubierto, aunque nunca se les espere. Hay dolores que se adhieren, s¨ª, que aparecen de un d¨ªa para otro de repente, como una mancha de humedad en la pared, que rompe la cal y se aferra para no dejar de crecer. Pero ¨²ltimamente creo que hay dolores que tambi¨¦n se heredan. Peque?as heridas, cicatrices de multitud de formas que vienen de f¨¢brica, de las c¨¦lulas de mam¨¢ y pap¨¢, de las manos y silencios de nuestras abuelas, del sudor y la guita en los pantalones de nuestros abuelos. Dolores que una cree que son tonter¨ªas, historias que siempre se cuentan alrededor de un brasero de pic¨®n y un juego de caf¨¦. Peque?as nanas que siguen reproduci¨¦ndose a lo largo de genealog¨ªas, entre cabeceros y l¨¢pidas. Quiz¨¢s el dolor, como la mancha, insiste, quiere extenderse al resto del cuerpo, colonizar otras c¨¦lulas, otros lugares, ser visible, sentirse hermano de alguien, ser nombrado. Comenzar a existir por s¨ª solo.
Yo llevo un dolorcito a cuestas desde que comenz¨® el verano. Doy vueltas alrededor de ¨¦l, a veces le canto, le quito las hojas secas como a algunas plantas, aprovecho las horas de sol que dan a la pared del cuarto donde escribo para que pueda tumbarse y quedarse dormido, para que coja fuerzas y crezca. Sol y un poquito de agua, tambi¨¦n a veces hablo conmigo misma y con ¨¦l, pronuncio a menudo en voz alta la palabra nosotros, para que se le quite la verg¨¹enza y comience a hablar y me cuente, para que as¨ª sea posible el regreso de este dolor a su verdadera casa.
Qu¨¦ f¨¢cil es escribir la palabra hogar cuando no has tenido que dejar tu tierra para comer
Y creedme, el dolor habla. Y tiene nombres y apellidos, y compartimos sangre y alacenas, peque?as habitaciones que vieron crecer a tantos que precedieron a nuestra familia. Un dolor que yo pensaba peque?o pero que se ha hecho infinito y alumbra, y que no para de encontrar hermanas fuera de las voces conocidas, lejos de los lugares comunes. Un dolor que arrastra a demasiados, como una turba que no para de acoger y arrullar a todo lo que se descompone y desaparece a su paso. Un dolor que como en las orillas del r¨ªo, da forma y transforma a sus habitantes, acoge y se deja llevar dependiendo de lo que traiga la corriente.
He de reconocer que me ha costado desprenderme de este dolor m¨ªo tan insolente. Es dif¨ªcil escribir sobre algo que ocupa tanto y apenas se nombra. Porque no hay un nombre para ellos. Exilio, desarraigo, nostalgia... para este dolor esas palabras no terminan de ser suficientes. Ni para ¨¦l ni para tantos hombres y mujeres de mi familia y de tantas de este pa¨ªs que tuvieron que emigrar lejos de su pueblo. La mayor¨ªa de las veces sin remedio, sin poder evitarlo, sin nada que pudiera tener alg¨²n d¨ªa soluci¨®n. No hay posibilidad de aferrarse a un regreso: la muerte los pilla all¨ª, en el sitio que deber¨ªa ser su casa porque es all¨ª donde han pasado la mayor¨ªa de su vida, entre f¨¢bricas y cuartitos de limpieza, pero ellos y ellas saben que no, que es un falso espejismo, que la casa de donde deben de marcharse para siempre no es esa.
Qu¨¦ f¨¢cil es escribir la palabra hogar cuando no has tenido que dejar tu tierra para comer. Cuando no has tenido que dejar tu casa y a tus muertos bajo las aguas de un pantano, cuando esas cuatro paredes ni siquiera existen, solo son posibles en alg¨²n lugar de tu memoria, en alg¨²n gesto que a¨²n recuerdas y sigues reproduciendo con tus propias manos. Qu¨¦ f¨¢cil pronunciar la palabra volver, cuando una nunca ha tenido esa certeza, la ¨²nica que insiste y reclama, como ese instinto tan verdadero que lleva a alejarse y a esconderse a los animales cuando saben que van a parir o a morir. Y es que este dolor, como ellas y ellos, quiere irse a morir a su casa, a aquel lugar en el que menos a?os de su vida han pasado, pero al que vuelven siempre que pueden como si nunca se hubieran ido. Y el dolor crece y se aferra un poquito m¨¢s cada vez que se hace imposible el regreso. Mancha, se apodera de la luz y se convierte en el centro, hace imposible la limpieza y la nada.
Se fue y solo queda este dolor, esta impotencia que tambi¨¦n ha venido para quedarse
Mi tita Carmen muri¨® un lunes de agosto en Barcelona. Hasta el viernes siguiente por la tarde no pudo volver al pueblo. Abrimos su casa y regamos el patio al caer la noche, para que pensasen que ella no se fue sin despedirse. Se march¨® del pueblo con veintitantos, a la periferia de una ciudad, limpiando todos los pisos de Barcelona, como dec¨ªa ella, mientras su marido trabajaba en la Seat. Se vio en la calle con una bolsa de basura, con lo poco que pudo recoger de su primera casa, un piso a las afueras que se derrumb¨® y que se qued¨® con lo poco que ten¨ªan entre los escombros, una casa de la que apenas hablaban, a la que nunca quisieron volver, como si las vigas y los ladrillos rotos hubieran hecho por completo su trabajo. Muri¨® en un hospital de la gran ciudad, creyendo que estaba en su pueblo, cerca de los suyos, oliendo el azahar del patio por las noches, las voces de las vecinas asom¨¢ndose al zagu¨¢n, el motor que anuncia a los que regresan del campo a la hora de comer. Tuvo que morirse y dejar unas macetas que la siguen esperando, y una historia, la suya, como la de tantas y tantos que lleg¨® tarde, en la boca de alg¨²n familiar cercano, esa con la que comparto sangre, pero que creci¨® lejos de la tierra, agrandando con sus propios cuerpos f¨¢bricas y periferia, haciendo posible con su trabajo el crecimiento imparable de una urbe. Se fue y me dej¨® con una costumbre que ahora se convierte en hu¨¦rfana, la de tocar a su puerta cada noche de verano y sentarnos juntas, al fresco. Se fue y solo queda este dolor, esta impotencia que tambi¨¦n ha venido para quedarse, para hacerse hermana, que solo busca la forma menos dolorosa de regresar, una vereda f¨¢cil, una madriguera donde cobijar los pasos y las voces de aquellos y aquellas que tuvieron que irse a la fuerza, y que siguen intentando hasta el ¨²ltimo de sus d¨ªas, volver a casa.
Mar¨ªa S¨¢nchez es veterinaria de campo y escritora. Es autora de Tierra de mujeres (Seix Barral, 2019) y Cuaderno de campo (La Bella Varsovia, 2017).
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