Son cosas que pasan
Ojal¨¢ la sociedad sepa el d¨ªa despu¨¦s estar a la altura de quienes se est¨¢n dejando la piel en la lucha contra la epidemia
El mundo entero est¨¢ luchando contra el coronavirus, pero perm¨ªtanme que les cuente que, hacia 1938, Carlota Rittenmeyer conoci¨® a Harry Wilbourne en una fiesta en Nueva Orleans. Se enamoraron. Ella estaba casada, madre de dos criaturas; ¨¦l acababa de encontrar trabajo en un hospital. Se fugaron sin mucho dinero, sin planes concretos. Era una ¨¦poca en la que no estaba bien visto que vivieran juntos los que no estuvieran casados, as¨ª que por ese lado no lo iban a tener f¨¢cil. En el mismo tren en el que escapaban de su vieja vida para inventarse una nueva, Carlota percibi¨® que ¡°desparramaban un aura de impureza y cat¨¢strofe como un olor¡±. Llegaron a Chicago, ella logr¨® sacar unas cuantas perras haciendo unos mu?ecos, ¨¦l consigui¨® un puesto de sanitario. Nada duraba mucho. Tuvieron que irse para seguir tirando a una casa junto al lago Michigan, hasta que se les acabaron las latas de conserva. De regreso, ¨¦l escribi¨® noveluchas y ella volvi¨® con sus figuras, parec¨ªa que les iba mejor. Pero se fueron a una mina casi abandonada en Utah donde pasaron un fr¨ªo horroroso. El suyo era un amor arrebatado, se estaban jugando su relaci¨®n a todo o nada, siempre en el l¨ªmite. Les fue rematadamente mal, y es que por mucho amor que pusieran el amor los iba abandonando, y ya de vuelta en Nueva Orleans, son cosas que pasan, caminaron sin remedio hacia esa cat¨¢strofe anunciada.
La de Carlota y Harry es una de las historias que cuenta William Faulkner en Las palmeras salvajes. La otra, que va sucediendo en cap¨ªtulos alternativos, es la de un presidiario que se ve obligado por las autoridades a colaborar en las tareas de socorro durante la gran inundaci¨®n del Misisipi en 1927. Trasladaron entonces a una veintena de reclusos desde el penal a una de las zonas de emergencia y les fueron encomendando all¨ª tareas para rescatar a aquellos que no hab¨ªan muerto ahogados.
Esta trama ya resulta m¨¢s familiar en esta ¨¦poca en que la lucha para frenar la expansi¨®n de la enfermedad est¨¢ obligando a tareas heroicas. Faulkner no escatima detalle al contar las peripecias de aquel penado, peleando como una fiera en una peque?a embarcaci¨®n contra las aguas turbulentas del r¨ªo. Consigue rescatar a una mujer embarazada, las aguas los llevan de un sitio a otro, pierden los puntos de referencia, no saben d¨®nde est¨¢n ni hacia d¨®nde se dirigen. Pero aquel prisionero conoce su tarea: tiene que salvar a la mujer y devolver el peque?o barco.
¡°Era el juguete de una corriente que no iba a ninguna parte¡±, escribe Faulkner sobre aquel esquife que el presidiario procura gobernar con un trozo de madera que ha conseguido por pura suerte. Llegan a una orilla, la mujer da a luz, est¨¢n rodeados de culebras. Las aguas vuelven a llev¨¢rselos. Y as¨ª pasa el tiempo de manera endemoniada: ratos de alivio, momentos de desesperaci¨®n, proezas como la de cazar caimanes bajo un sol que le quema la piel. Hasta que lo consigue: salva a la mujer y al bebe, devuelve la embarcaci¨®n a las autoridades.
De nuevo en la c¨¢rcel y, por equ¨ªvocos y cuestiones burocr¨¢ticas, le suman 10 a?os a su condena anterior. Son cosas que pasan. Pero que no deber¨ªan pasar. Ojal¨¢ que el d¨ªa despu¨¦s esta sociedad sepa estar a la altura con los que se est¨¢n dejando hoy la piel para salvar a los dem¨¢s.
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