?ltimo invierno en Benidorm
Poco antes de que el coronavirus vaciara Benidorm, Jordi Soc¨ªas y Juan Jos¨¦ Mill¨¢s, que suman siglo y medio de vida entre los dos, lo visitaron por primera vez. El invierno de la costa de Levante es un mundo paralelo a 22 grados; la ciudad, icono de la vida feliz de muchos mayores en Espa?a. Clases de zumba, paseos junto al Mediterr¨¢neo, elefantes de cart¨®n piedra o unas alcachofas de primera. Cr¨®nica de una escapada invernal.
Cuando un hombre entra en una habitaci¨®n, entra en ella con todo su pasado¡±, afirma un personaje de Mad Men. La frase me vino a la memoria mientras hac¨ªa cola, junto a Jordi Soc¨ªas, el fot¨®grafo de este reportaje, a las puertas de uno de los restaurantes del Gran Hotel Bali, en Benidorm, donde serv¨ªan una cena-buf¨¦ de a 12 euros. En el invierno de nuestras vidas (sum¨¢bamos un siglo y medio entre los dos), Soc¨ªas y yo hab¨ªamos aceptado el encargo de contar y retratar el invierno levantino. Ninguno conoc¨ªa Benidorm, un lugar m¨ªtico dentro y fuera de nuestras fronteras y en esa medida, en la de m¨ªtico, un poco irreal tambi¨¦n, inevitablemente.
La capacidad del comedor, seg¨²n rezaba el cartel de la entrada, era de 1.400 comensales, cada uno de ellos con su pasado. Quiere decirse que hab¨ªa all¨ª pasado a espuertas, ya que, salvo raras excepciones, los presentes eran usuarios de los servicios de viajes del Imserso para la tercera edad. El fot¨®grafo y yo ¨ªbamos por libre, de esp¨ªas, pero pas¨¢bamos completamente inadvertidos, claro. Nunca hubo dos observadores tan mimetizados con el objeto de su vigilancia. Ni dos extra?os tan familiares.
Benidorm se encuentra en el Levante espa?ol, pero pod¨ªa haber ca¨ªdo en Singapur o en Indonesia. Desde la terraza de mi habitaci¨®n, en el piso 41? del hotel (el m¨¢s alto de Europa, nos dijeron, con casi 800 habitaciones), se apreciaba una bah¨ªa gigantesca (la de la playa de Poniente), asediada por una corona de inmuebles colosales y descolosales que evocaban una dentadura irregular. Por las noches, gracias a una iluminaci¨®n extraordinaria, pod¨ªas creer que te hallabas en Hong Kong, incluso en Nueva York, seg¨²n algunas gu¨ªas. He viajado bastante al extranjero, pero este extranjero no se parec¨ªa a ning¨²n otro porque yo formaba parte de ¨¦l. Yo era ¨¦l. Me hab¨ªa convertido en un extra?o en el interior de mi cuerpo.
Algo as¨ª.
Al d¨ªa siguiente de nuestra llegada, salimos a la calle y en apenas cinco minutos alcanzamos el paseo mar¨ªtimo dispuestos a recorrerlo hasta el final. A nuestra izquierda, la ciudad; a nuestra derecha, el Mediterr¨¢neo, el mar de Homero, el mar de color de vino de la Il¨ªada y de la Odisea, el Mare Nostrum de los romanos, el Gran Verde de los egipcios, el mar de Grecia y el de Jas¨®n, y el de los Argonautas¡ Lo l¨®gico es que nos perdi¨¦ramos en su contemplaci¨®n, pero solo ten¨ªamos ojos para la urbe, cuyos bloques de viviendas, si exceptu¨¢bamos los rascacielos, eran id¨¦nticos a los de los barrios perif¨¦ricos de las grandes ciudades europeas.
FOTOGALER?A: Las ¨²ltimas vacaciones invernales
Nos hall¨¢bamos ante un conjunto colosal de cemento organizado por una inteligencia dom¨¦stica algo ca¨®tica. Benidorm parec¨ªa creado por un demiurgo que con materiales tan groseros como el ladrillo o el hormig¨®n, pues no ten¨ªa otros a mano, fund¨® un mundo que intentaba parecerse al mundo plat¨®nico de las ideas urban¨ªsticas.
El paseo mar¨ªtimo, bajo la luz cegadora y la temperatura generosa del mediod¨ªa (unos 22 grados), se hallaba repleto de una multitud de ancianos (y de ancianas: el gen¨¦rico no siempre alcanza) que, como Soc¨ªas y yo, se desplazaban con todo su pasado mayormente espa?ol a cuestas por aquella estrecha avenida que separaba el oc¨¦ano de la especulaci¨®n inmobiliaria.
Me detuve a hablar con un hombre de unos 80 a?os, extreme?o, al que le pregunt¨¦ si le gustaba Benidorm.
¡ª?Hombre, bonito no es! ¡ªexclam¨®.
¡ª?Qu¨¦ hace usted aqu¨ª entonces?
¡ªLa temperatura. F¨ªjese: en pleno febrero y estamos a casi 25 grados ¡ªrespondi¨®.
¡ªYa ¡ªdije¡ª. ?Y qu¨¦ m¨¢s?
¡ªQue en el mercadillo te dan dos kilos de alcachofas por un euro. Y las espinacas, lo mismo.
Obtendr¨ªa esta respuesta u otras parecidas de diferentes personas con las que me detuve a conversar. Pero las alcachofas y la temperatura no pod¨ªan explicarlo todo. Aquel ¨¦xito de masas deb¨ªa de tener un misterio que no se apreciaba a simple vista.
¡ª?Esto ¡ªprofiri¨® entonces Soc¨ªas dando rienda libre a su asombro¡ª es muy dif¨ªcil de controlar! ?Este lugar es ¨²nico! ?Jam¨¢s hab¨ªa visto algo as¨ª!
Mientras hablaba, acariciaba su c¨¢mara sin saber hacia d¨®nde dirigirla, como el cazador de leones que en medio de la selva escucha rugidos cuya procedencia ignora. Por mi parte, sosten¨ªa en la mano izquierda un cuaderno al que amenazaba todo el rato con un bol¨ªgrafo que llevaba en la derecha.
¡ª?Has tomado nota de algo? ¡ªme pregunt¨®.
¡ªA¨²n no ¡ªdije¡ª. Todo es muy normal dentro de lo ins¨®lito.
Entonces apunt¨¦ estas dos palabras: normalidad ins¨®lita. Quiz¨¢ hab¨ªamos ca¨ªdo sin darnos cuenta en el reino de la sensatez. De la sensatez enloquecida, en el caso de que haya alguna cuerda.
Entonces a¨²n no lo sab¨ªamos, pero nos faltaba poco para a?orar aquella normalidad ins¨®lita y aquella sensatez enloquecida, pues est¨¢bamos en febrero, cuando ya la Covid-19 se hab¨ªa manifestado en la ciudad china de Wuhan, cerrada herm¨¦ticamente por las autoridades a fin de que nadie pudiera entrar o salir de ella.
Para nosotros, sin embargo, el coronavirus ca¨ªa todav¨ªa demasiado lejos, lo que nos permit¨ªa extra?arnos ir¨®nicamente de nuestra propia vida cotidiana. Ignor¨¢bamos que el simple hecho de pasear por la calle o de sentarse en un banco de cemento, al sol, estaba a punto de constituir un lujo extravagante, adem¨¢s de prohibido por las leyes. Asist¨ªamos a unas escenas de costumbres sobre las que estaba a punto de caer el tel¨®n.
¡ªLa idea de este reportaje se le tiene que haber ocurrido a una mente muy enferma ¡ªreplic¨® Soc¨ªas.
¡ªS¨ª ¡ªdije, ocultando que yo mismo se la hab¨ªa propuesto al peri¨®dico.
Me dirig¨ª a una se?ora con idea de seguir acumulando informaci¨®n.
¡ª?Usted de d¨®nde viene? ¡ªle pregunt¨¦.
¡ªYo nac¨ª aqu¨ª, pero no se lo diga a nadie.
¡ª?Y siempre es as¨ª?
¡ªA partir de junio viene gente joven, pero no sabe una qu¨¦ es peor.
Continuamos nuestro camino tratando de evitar in¨²tilmente la vigilancia de un rascacielos cicl¨®peo y omnipresente, algo l¨²gubre, de 200 metros de altura, formado por dos torres paralelas unidas en la cumbre por un colosal diamante de hormig¨®n con reflejos de oro. Nos dijeron que los apartamentos situados en el interior de la joya podr¨ªan costar en torno al mill¨®n de euros, quiz¨¢ m¨¢s. No se me ocurr¨ªa qui¨¦n podr¨ªa gozar viviendo dentro de una alhaja de hormig¨®n, si exceptuamos a Donald Trump, cuyos gustos est¨¦ticos son de todos conocidos. Pero nunca se sabe. El diamante ten¨ªa tambi¨¦n algo de ojo gigantesco que vigilaba los movimientos de todos y cada uno de los pobres mortales que nos desplaz¨¢bamos, como hormigas, all¨¢ abajo, en las profundidades de la realidad.
?Representaba ese monstruo de dos patas, sostenido por unas 25.000 toneladas de acero, una filosof¨ªa arquitect¨®nica para la que no hab¨ªa nacido a¨²n el espectador capaz de valorarla?
Tal vez.
Me acerqu¨¦ al escaparate de una inmobiliaria para hacerme una idea de la oferta, y tropec¨¦ con el siguiente anuncio: ¡°Segunda l¨ªnea de la playa de Poniente. Trastero, 5 metros cuadrados. S¨®tano -2. Vendido¡±.
Me sorprendi¨® que, trat¨¢ndose de un trastero hundido en un segundo s¨®tano, se subrayara su cercan¨ªa respecto de la playa. Junto a la inmobiliaria hab¨ªa una farmacia en la que entr¨¦ a comprar unos pa?uelos de papel. Observ¨¦, aturdido, que hab¨ªa un armario enorme repleto de anti?¨¢cidos de distintas marcas cuya disposici¨®n me record¨® a la de los dulces en una tienda de chuches.
¡ª?Y eso? ¡ªpregunt¨¦ a la farmac¨¦utica.
¡ªLas malas digestiones, los disgustos¡ ¡ªdijo.
? Al d¨ªa siguiente me levant¨¦ pronto para ver la salida de sol desde los 180 metros de altura, m¨¢s o menos, de mi habitaci¨®n, superados solo por el monstruo del diamante, que vigilaba tambi¨¦n todo cuanto suced¨ªa en mi terraza. No me hab¨ªa picado ning¨²n mosquito, pese a dormir con la ventana abierta, porque los insectos, de haberlos, no eran capaces de alcanzar tales alturas. Tampoco los gorriones, por supuesto, pobres. En cuanto a las gaviotas, evolucionaban en los niveles situados entre los pisos 30? y 35?, ignoraba si por limitaciones de orden mec¨¢nico o por gusto. Tras las abluciones matinales, tom¨¦ el ascensor para bajar al vest¨ªbulo, lo que me llev¨® aproximadamente el tiempo que tardaba en ir, en Madrid, desde la estaci¨®n de metro de Alonso Mart¨ªnez a la de Callao, pues paraba en muchos pisos. En el 35? entraron dos ancianas acompa?adas de un anciano de mi edad (74). Una de las ancianas dijo que le parec¨ªa estupendo no saber en qu¨¦ d¨ªa de la semana viv¨ªa, a lo que el anciano sentenci¨®:
¡ªEs martes.
¡ªPues ya me has hecho polvo ¡ªdijo ella.
En el 18? entraron dos hombres m¨¢s mayores que yo, uno de ellos con un andador. El del andador dec¨ªa:
¡ªA m¨ª me educaron en la cultura del esfuerzo.
¡ªMenos mal ¡ªdijo su interlocutor aludiendo malignamente al aparato.
¡ªT¨² tienes derecho a esto y a esto ¡ªrespondi¨® el otro haciendo caso omiso del comentario¡ª. Pero tambi¨¦n tienes deberes.
¡ª?Y de qu¨¦ disfrutaba usted m¨¢s, de los derechos o de los deberes? ¡ªpregunt¨® una de las ancianas que hab¨ªan entrado en el 35??
¡ªYo, de los deberes.
¡ªPues usted es masoquista ¡ªdijo la anciana.
¡ªSi todo el mundo disfrutara m¨¢s de los deberes que de los derechos, otro gallo nos cantara ¡ªse defendi¨® el sufridor.
Y as¨ª ¨ªbamos descendiendo y parando en las distintas estaciones hasta que a la altura del piso 15? el ascensor se llen¨® y bajamos ya a toda velocidad (a piso por segundo, calcul¨¦).
Eran las ocho de la ma?ana cuando abrieron el comedor para el desayuno, en el que enseguida nos juntamos 400 o 500 ancianos, todos con nuestro pasado. Me sent¨¦ al lado de una viuda que arrastraba asimismo el de su marido, pues comenz¨® a hablarme de ¨¦l enseguida. Era de Castell¨®n y hab¨ªa venido con unas amigas, tambi¨¦n viudas, con las que viajaba todos los a?os.
¡ªPero ellas duermen hasta las nueve ¡ªexpuso en tono de censura.
Le pregunt¨¦ qu¨¦ planes ten¨ªa y dijo que por la ma?ana ir¨ªa a una excursi¨®n organizada a la Ciudad de las Artes y las Ciencias, en Valencia.
¡ªEso se paga aparte ¡ªprecis¨®.
¡ª?No est¨¢ incluido en el paquete? ¡ªa?ad¨ª yo subrayando la palabra ¡°paquete¡± por darle un toque t¨¦cnico-tur¨ªstico al asunto.
¡ªNo ¡ªdijo ella, complacida, creo, por el tecnicismo.
Expuso que por la noche no sal¨ªa porque a esas horas llegaba muy cansada.
¡ªSi acaso ¡ªa?adi¨®¡ª, me tomo algo en el snack bar del hotel, donde siempre hay algo. Hoy act¨²a el D¨²o Mavi, que cantan en ingl¨¦s. Pero en el restaurante que da a la terraza hay flamenco. All¨ª siempre cantan en espa?ol.
Tras desayunar, haraganeo un rato por el gigantesco vest¨ªbulo y veo a algunos ancianos saliendo del cuarto de consignas a bordo de modernos esc¨²teres el¨¦ctricos de cuatro ruedas. Al principio pienso que son gente impedida, pero luego, al abandonar el hotel para dar una vuelta a la manzana, veo que hay muchos de estos veh¨ªcu?los por la calle.
No puede haber tantos paral¨ªticos, pienso.
De modo que vuelvo y pregunto en la recepci¨®n, y me dicen que los alquilan, lo que me produce una alegr¨ªa enorme. As¨ª que llamo a Soc¨ªas, se lo digo y alquilamos uno para cada uno. Son muy sencillos de manejar, pues solo tienen marcha adelante y marcha atr¨¢s. Se frenan ellos solos, cuando dejas de apretar cualquiera de los dos botones.
Ese par de sujetos que van por el paseo mar¨ªtimo de Benidorm riendo como dos viejos locos sobre sus motorinas (as¨ª es como hemos decidido bautizarlas) somos el fot¨®grafo y yo. Los ancianos que van a pie nos abren paso, envidiosos de nuestra condici¨®n motorizada. Hay viejos vigor¨¦xicos, viejos blanditos, viejos deteriorados, viejos a estrenar, viejos usados, viejos con pelo, viejos calvos, hay parejas de viejos que van de la mano y parejas que van sueltas, hay grupos de amigas ancianas, seguramente viudas, pero pocos grupos de hombres porque ellos se mueren antes que ellas.
?Qu¨¦ clase de viejo ser¨¦ yo?, me pregunto.
Si hubiera alguien mir¨¢ndome como yo observo a los otros, ?qu¨¦ dir¨ªa de m¨ª? Me siento ligero porque solo he desayunado una naranja y unos cereales con un t¨¦, pero he visto contempor¨¢neos (y contempor¨¢neas, claro) que se tomaban un par de huevos fritos con beicon a los que m¨¢s tarde a?ad¨ªan un par de salchichas con jud¨ªas pintas. Me llam¨® la atenci¨®n un viejo muy musculado, con bigote de puntas, como el de los coroneles de las pel¨ªculas, que desayun¨® tres veces. Iba en polo de manga corta y pantalones de explorador. Acaba de sobrepasarme andando a unos seis kil¨®metros por hora (mi motorina, a tope, apenas alcanza los cinco).
Hacia la mitad del recorrido, aparece en la playa un grupo de jubilados bailando, quiz¨¢ haciendo taich¨ª, no estoy seguro. Soc¨ªas aparca su veh¨ªculo y desciende con la c¨¢mara en ristre. Yo me quedo arriba, junto a los ancianos contemplativos. Una anciana, a mi lado, dice que echa de menos a los nietos.
¡ªYo no ¡ªdice el marido soltando una carcajada.
¡ªVoy a llamar, a ver c¨®mo est¨¢n ¡ªdice ella.
¡ªT¨² ver¨¢s ¡ªconcluye ¨¦l¡ª, habr¨¢ alguno con fiebre.
La mujer saca su m¨®vil y se retira un poco.
A media ma?ana caigo en la cuenta de que no me he tomado la pastilla para el colesterol. Se lo digo a Soc¨ªas y dice que no me apure, que aqu¨ª estamos a salvo de todo.
¡ªAqu¨ª no nos puede pasar nada, ?no lo ves?
Como le creo a pies juntillas, y aunque ninguno de los dos fuma desde hace a?os, buscamos un estanco y echamos un marlboro en una terraza, al sol, frente a una isla triangular que se llama isla de Benidorm, l¨®gicamente. El cigarrillo prohibido nos sabe a gloria e, incomprensiblemente, nos abre el apetito.
Mientras buscamos un restaurante, pienso c¨®mo ha cambiado nuestra vida desde que salimos de Madrid y llegamos a Valencia, en el AVE, a unos 300 kil¨®metros por hora. En la estaci¨®n, alquilamos un coche con el que recorrimos a 120 la distancia que nos separaba de Benidorm. Nuestra velocidad media, ahora, no superaba los 5. Si tal progresi¨®n continuaba, pronto nos quedar¨ªamos completamente quietos. Significaba, pens¨¦, que nuestro viaje, al contrario de los que realiz¨¢bamos en nuestra juventud, era desinici¨¢tico.
Se lo dije a Soc¨ªas frente a un plato de alcachofas fritas de calidad insuperable y a una copa de un vino blanco extra:
¡ªNos estamos desiniciando.
¡ªT¨², con el rollo de la desiniciaci¨®n, ya tienes el reportaje hecho, pero yo no he sacado todav¨ªa una foto ¡ªdijo.
Soc¨ªas se queja siempre de su material. Nunca tiene bastante. Discutimos acerca de qu¨¦ es m¨¢s dif¨ªcil, si fotografiar o escribir, mientras damos cuenta de un excelente ¡°arroz del se?orito¡±, llamado as¨ª porque carece de tropiezos inc¨®modos de limpiar. La due?a del restaurante, que nos ha tomado por una pareja gay, dice que ha pedido unas cosas para San Valent¨ªn, pero que a¨²n no le han llegado.
¡ªSi volv¨¦is ma?ana ¡ªpromete¡ª, os hago un regalito.
Por la tarde nos separamos, para que cada uno haga lo que quiera, pero quedamos para tomar un gin-tonic a ¨²ltima hora en la terraza que se encuentra frente a la isla.
Y a ¨²ltima hora, con el gin-tonic, cae otro marlboro magn¨ªfico. Esto es vida.
Por la noche, ya en la cama, escucho las noticias y no me parece que hablen de mi pa¨ªs. Me parece que hablan de Marte. En apenas 24 horas, me he desacostumbrado de la actualidad. Esta es una de las caracter¨ªsticas de la desiniciaci¨®n, del desaprendizaje, que te desnacionalizas tambi¨¦n. Me dan ganas de llamar a Jordi para advertirle de que no escuche la radio ni ponga la tele, para no interrumpir este viaje inverso, desinici¨¢tico, en el que hemos incurrido, pero estoy seguro de que volver¨¢ a lamentarse de que no ha hecho una buena foto todav¨ªa. Que le den, me digo d¨¢ndome la vuelta para ¡°cambiar la pena de costado¡±, que dec¨ªa el gran Manuel Alc¨¢ntara.
? Me cans¨¦ yo de la motorina antes que Soc¨ªas. El fot¨®grafo le ha cogido vicio porque dice que puede llegar con ella a los rincones m¨¢s apartados de Benidorm, a las ingles y a las axilas de Benidorm, a su ombligo. Le digo que permanezca atento a la bater¨ªa del esc¨²ter, no se le vaya a acabar lejos del hotel y tenga que arrastrarlo. Se r¨ªe de mis aprensiones y tras el desayuno se larga a bordo del veh¨ªculo en busca de ese material que nunca encuentra.
Por mi parte, salgo a la calle y camino sin rumbo, en busca del secreto de Benidorm, pero no veo m¨¢s que barrios que se parecen a cualquiera de los de Madrid, Valencia o Zaragoza, por citar tres ciudades al azar, o calles t¨®picamente tur¨ªsticas, en cuyas tiendas venden imanes para la nevera. Hay lugares m¨¢s menesterosos que otros, l¨®gico, pues aqu¨ª el mundo est¨¢ dividido en clases, igual que en todas partes.
Como mi intelecto tiende a la simetr¨ªa, la altura de los rascacielos y de los grandes hoteles me obliga a especular sobre lo que ocurre en el subsuelo de la ciudad y durante media hora o m¨¢s sigo, a trav¨¦s de sus registros, la red de las alcantarillas, que me parecen pocas si consideramos las cantidades de heces y de orina que han de evacuar al d¨ªa. La ciudad, estrecha y larga, tiene unos 70.000 habitantes censados, a los que hay que a?adir la poblaci¨®n flotante del invierno, entre la que me incluyo. Pero en el verano, me dicen, puede alcanzar los 600.000 o m¨¢s. Pienso entonces en la longitud de mi tracto gastrointestinal, que es de unos seis metros, los multiplico por el n¨²mero de habitantes y me sale una cantidad de kil¨®metros de tripas que no cuadran a simple vista con la de la red de cloacas. Como soy aprensivo, me da un leve mareo y decido regresar para hacer vida de hotel.
El sol hab¨ªa salido a las 8.03 y el ocaso ser¨ªa a las 18.27. Lo vi al entrar, en una pantalla del vest¨ªbulo que los residentes consultaban mucho. No me pareci¨® bien, dada la edad media de los viajeros, que llamaran ¡°ocaso¡± a la puesta del sol. Pens¨¦ en una compa?¨ªa con la que mis padres ten¨ªan un seguro de decesos que se llamaba de ese modo.
Cerca del mostrador de recepci¨®n hay una mesa de informaci¨®n del Imserso cuya trabajadora se encuentra ociosa en estos instantes. Me siento frente a ella y tras unos proleg¨®menos de cortes¨ªa le pregunto si se pone mucha gente enferma. Me dice que s¨ª, claro, debido a la edad media de los usuarios, pero que todos los d¨ªas vienen al hotel un m¨¦dico y una enfermera para atender al personal.
¡ªY digo yo que habr¨¢ muertos y muertas tambi¨¦n, l¨®gicamente ¡ªa?ado en voz baja.
¡ªTodos los a?os hay alguien que no vuelve ¡ªme responde lac¨®nica.
Una empleada del hotel me hab¨ªa informado de que acababa de fallecer un se?or al que hab¨ªan sacado del establecimiento con mucha discreci¨®n por unas puertas que no est¨¢n a la vista. Se lo comunico a la empleada del Imserso, que no lo niega, aunque asegura que no era de su grupo.
Realizo estas averiguaciones pensando en mi propio fallecimiento, o en el de Soc¨ªas, si tuviera que hacerme cargo de su cad¨¢ver. Al acordarme de Soc¨ªas, le llamo para que no haga imprudencias con la motorina.
¡ªPero si esto va a cuatro por hora ¡ªdice antes de colgarme.
En esto, se acerca una se?ora que quiere hacer una consulta y le digo que no espere por m¨ª, invit¨¢ndola a sentarse en una silla que queda libre. Solicita informaci¨®n sobre un sitio en el que, seg¨²n dice, hay unos peces que te comen las c¨¦lulas muertas de los pies.
¡ªPeces ped¨®filos ¡ªdigo por hacer una gracia que no r¨ªen.
Por primera vez, en todo caso, escucho hablar de una actividad que me interesa. A requerimientos m¨ªos, la se?ora dice que fue lo que m¨¢s le gust¨® del viaje del a?o pasado.
¡ªSal¨ª de all¨ª ¡ªasegura¡ª liger¨ªsima, como si no tuviera pies, lista para irme a bailar. Era por el centro, pero no me acuerdo de d¨®nde exactamente. Adem¨¢s, para que me lo hagan gratis, necesito una invitaci¨®n.
La empleada del Imserso hurga en una caja y saca una especie de tique. La se?ora se va contenta como unas casta?uelas.
¡ª?Podr¨ªa darme una de esas entradas a m¨ª? ¡ªpregunto.
¡ª?Es usted del Imserso?
¡ªPues no, pero me ha parecido muy apetecible eso de que los peces te devoren los pies.
La empleada hace un gesto concesivo y acaba d¨¢ndome un pase para esa misma tarde.
¡ª?Seguro que es gratis? ¡ªpregunto.
¡ªS¨ª, pero le dar¨¢n una charla sobre unas cremas para el re¨²ma. Si quiere, las compra y, si no, no.
Ya tengo plan para la tarde, as¨ª que salgo a una terraza gigantesca, junto a la que hay una piscina muy grande tambi¨¦n, a tomarme un t¨¦ verde. Si no tuviera los problemas de sociabilidad que tengo, har¨ªa amigos enseguida, pues hay gente por todas partes dispuesta a conversar. Esta se?ora, por ejemplo, se llama Amparo, tiene 69 a?os y es una veterana del Imserso. Dice que este a?o no ha salido ning¨²n d¨ªa despu¨¦s de la cena porque le ha perdido el gusto a trasnochar. Le pregunto qu¨¦ hay por ah¨ª.
¡ªCosas de cantar y bailar ¡ªdice¡ª. Espect¨¢culos de magia y malabarismos, ya sabe. Tambi¨¦n hay atracciones de travestis, pero a esas no he ido nunca.
¡ªYa ¡ªdigo.
¡ªY ahora mismo ¡ªa?ade¡ª, en la cafeter¨ªa del hotel, hay una sesi¨®n de zumba. A lo mejor me acerco en un rato.
¡ª ?Y qu¨¦ es la zumba?
¡ªUna cosa que est¨¢ a medias entre la gimnasia y el baile. A m¨ª me gusta mucho.
Me levanto y voy al fondo de la cafeter¨ªa, donde un animador social dirige, desde una tarima de madera, a un grupo de participantes que dan palmadas al ritmo de una m¨²sica que desconozco, pues nunca he sido muy aficionado al baile. Ni a la gimnasia. El espect¨¢culo es maravilloso. Excepto el animador, el resto son mujeres. Hay un hombre tambi¨¦n en medio de ellas, pero permanece absurdamente est¨¢tico. Me coloco en un grupo de viejos mirones y permanecemos extasiados ante la flexibilidad, el ritmo y las ganas de vivir de estas ancianas, todas en camiseta, todas guapas, todas sonrientes. No se trata de un baile muy movido, pero obliga a la realizaci¨®n de un movimiento continuo de los brazos. En un instante de inconsciencia y de envidia, doy un paso adelante, me introduzco en el grupo y hago lo que puedo. Una mujer me corrige la altura del brazo derecho al tiempo de decirme:
¡ªAs¨ª.
Terminado el ejercicio, el animador nos felicita, invit¨¢ndonos a repetirlo, esta vez sin m¨²sica.
¡ªUn paso a la izquierda ¡ªdice¡ª, otro a la derecha. Un, dos, tres, cuatro, siete, ocho, brazo en alto¡
Para finalizar la sesi¨®n, pone en el reproductor de m¨²sica No rompas m¨¢s mi pobre coraz¨®n y todo el mundo se lanza a bailar:
¡°No rompas m¨¢s mi pobre coraz¨®n,
est¨¢s pegando justo, enti¨¦ndelo.
Si quiebras poco m¨¢s mi pobre coraz¨®n
me har¨¢s mil pedazos, qui¨¦relo¡±.
Se puede vivir perfectamente sin abandonar el hotel, este es sin duda uno de los secretos de Benidorm.
¡ªMa?ana m¨¢s ¡ªgrita el animador cuando termina la canci¨®n¡ª. Ahora tenemos ah¨ª fuera un ajedrez vikingo.
Paso el resto de la ma?ana entre el ajedrez vikingo y una partida de dardos en la que quedo el quinto de seis y en la que ¨¦ramos cuatro mujeres y dos hombres. Entonces suena mi m¨®vil y es Soc¨ªas. Seguro, pienso, que se ha quedado sin bater¨ªa en la motorina y quiere que vaya yo a ayudarle a arrastrarla. Estoy a punto de no cogerlo, pero finalmente descuelgo. Me propone que quedemos a comer en el restaurante del ¡°arroz al se?orito¡± de ayer, pero a m¨ª me da pereza abandonar el hotel.
¡ªVenga, hombre ¡ªme anima¡ª, no puedes pasarte la vida ah¨ª dentro, tienes que hacer un reportaje.
¡ªYa lo estoy haciendo ¡ªdigo.
¡ª?Sobre qu¨¦? ?Sobre el hotel?
¡ªSobre el hotel y sobre el extranjero que he descubierto dentro de m¨ª mismo.
¡ªT¨², con esas tonter¨ªas lo resuelves todo, pero yo he de salir a hacer fotograf¨ªas.
Le pregunto qu¨¦ tal le ha ido y dice que ha visto a 200 ancianos bailando a Michael Jackson.
¡ª?Lo tienes entonces? ¡ªinsisto.
¡ªAlgo tengo ¡ªdice con cautela.
A m¨ª no me enga?a, hemos hecho otros reportajes juntos (quiz¨¢ este sea el ¨²ltimo, pienso con nostalgia), y s¨¦ que cuando dice que tiene ¡°algo¡±, lo tiene todo.
? Pero por fin son las cinco de la tarde. Por fin ha llegado el momento m¨¢s glorioso de la jornada, de modo que abandono el hotel y tomo un taxi dispuesto a que los peces ped¨®filos me devoren los pies.
Entro, descalzo ya, en una sala grande, rectangular, con sillas adosadas a las paredes. A los pies de cada silla hay un tanque de agua lleno de unos peces de peque?o tama?o, negros. Me siento en una de las sillas, me remango los pantalones hasta la rodilla y una joven me roc¨ªa los pies con un espray.
¡ªPara desinfectarlos ¡ªdice.
Una vez desinfectados, los introduzco en el acuario, los poso en el fondo y veo c¨®mo los peces acuden en masa a devor¨¢rmelos. Siento unas cosquillas que me dan un poco de risa.
¡ªEst¨¢n hambrientos ¡ªdigo a la joven¡ª, se van a poner ciegos.
¡ªNo, se?or ¡ªreplica un poco ofendida¡ª, esa no es su comida, ese es su trabajo.
Llegan dos se?oras de unos 75 a?os, una de ellas con el pelo azul, como el de Luc¨ªa Bos¨¦. Son conocedoras, de manera que les parece natural todo cuanto sucede en esa habitaci¨®n. Miro entonces a mi alrededor, observo el panorama y pienso que ni a Bu?uel se le habr¨ªa ocurrido montar una escena parecida. He aqu¨ª siete u ocho ancianos (y ancianas) con los pies introducidos en su propio subconsciente.
¡ªDe d¨®nde son estos animales ¡ªpregunto.
¡ªVienen de Turqu¨ªa ¡ªme dicen.
¡ªAh ¡ªrespondo absurdamente¡ª, en mi casa, cuando yo era peque?o, ten¨ªamos una cama turca.
Pasados 20 minutos, quiz¨¢ media hora, viene otra joven, me pide que saque los pies, me los enfunda en una bolsa de pl¨¢stico y me lleva a una habitaci¨®n en la que les da un masaje con una crema especial que lleva mentol y que me los deja helados. Luego me despiden sin intentar venderme nada, lo que me preocupa un poco.
?Qu¨¦ habr¨¢n visto en m¨ª que no ven en los otros ancianos?
Por la noche, todav¨ªa con los pies fr¨ªos por culpa del mentol, le cuento mi aventura a Soc¨ªas y se queda espantado.
¡ª?No pensaste ni por un momento en la cantidad de gente que meter¨¢ los pies en esos acuarios al cabo del d¨ªa?
¡ªTe los desinfectan antes de que los metas ¡ªdigo a modo de excusa.
? Antes de viajar a Marina d¡¯Or, que era nuestra siguiente etapa, decidimos, como el que toma una l¨¢mina de jengibre cuando cambia de plato para que los sabores no se mezclen, hacer una estancia de un d¨ªa en el Asia Gardens, un hotel de 5 estrellas que se encuentra a poco m¨¢s de dos kil¨®metros de Benidorm, en direcci¨®n a la sierra, y en el que, adem¨¢s de cogerte las maletas al entrar, ten¨ªa uno la impresi¨®n de que, si lo solicitaba, se hac¨ªan cargo tambi¨¦n de su existencia.
En eso consiste el lujo, en externalizar la vida.
Ah¨ª te dabas cuenta de lo cansado que es pertenecer a la clase media, no digamos a la obrera. En resumen, que estaba uno agotado y no sab¨ªa por qu¨¦: lo achacaba a la edad, al trabajo, al resfriado, y resulta que no, que nada de eso. Se trataba de un cansancio de clase.
Lo primero que hacemos, al tiempo de registrarnos, es solicitar un masaje tailand¨¦s para esa misma tarde. Nos preguntan si queremos que nos lo den en la misma habitaci¨®n (y al mismo tiempo, claro), y Soc¨ªas dice espantado que no.
¡ªSi nos lo dan en la misma habitaci¨®n ¡ªle animo¡ª, podemos charlar mientras nos ponen en forma, como los g¨¢nsteres de las pel¨ªculas.
¡ªHe dicho que no ¡ªzanja el fot¨®grafo.
El hotel tiene m¨¢s de 300 habitaciones, pero parece que solo existe la tuya, pues todo est¨¢ dispuesto de manera que, si no quieres, no te encuentres con nadie (y si quieres, con frecuencia, tampoco). Las puertas son negras; las mesillas de noche, negras; los marcos de los espejos, negros¡, todo, en fin, es etiqueta negra. Todo posee la elegancia minimalista de una esquela.
Me pregunto, l¨®gicamente, si habremos fallecido y nos encontramos en el m¨¢s all¨¢.
Tomo estas notas desde la terraza de mi habitaci¨®n, que da directamente al Vietnam, pues los diferentes m¨®dulos en los que se hallan las habitaciones est¨¢n rodeados de una vegetaci¨®n abundant¨ªsima e id¨¦ntica a la que hemos visto en pel¨ªculas como Apocalipsis Now. El rumor del agua es incesante y grato, pues toda la finca se halla recorrida por circuitos en los que se desperezan carpas de colores provenientes de Asia. Llamo a Soc¨ªas, le digo que el nuestro es como un viaje al coraz¨®n de las tinieblas.
¡ªAhora mismo me siento como el capit¨¢n Willard. ?Te das cuenta de que estamos en lo m¨¢s profundo de la jungla?
¡ªEsto es una locura ¡ªdice ¨¦l, perplejo, desde su terraza.
Y tras unos segundos de silencio repite:
¡ªEste reportaje solo se le puede haber ocurrido a una mente enferma.
Considero oportuno seguir ocult¨¢ndole que fue idea m¨ªa y le invito a dar una vuelta por nuestras posesiones.
En nuestras posesiones, laber¨ªnticas y silenciosas, abundan los estanques (no me atrevo a mancillarlos denomin¨¢ndolos piscinas) cuyas l¨¢minas de agua, transparentes y tersas, invitan a la meditaci¨®n zen. Hablamos todo el rato en voz baja para no quebrar el sigilo sagrado de una selva umbr¨ªa y luminosa a la vez en la que abundan los bamb¨²es gigantescos, los helechos de apariencia prehist¨®rica, las parras invasivas, las lianas, las flores epic¨²reas y dem¨¢s variedades del bosque tropical y subtropical.
Pocos insectos, pienso, para tanta espesura.
Cogemos caprichosamente una avenida u otra, rodeados siempre de una vegetaci¨®n abundante, aunque extra?amente domesticada, pues nadie ignora que la jungla, al natural, es hostil. Vuelve a atacarme, pues, la sensaci¨®n de decorado y de despersonalizaci¨®n a la que tuve que hacer frente en Benidorm, cuando vi Hong Kong o Nueva York al asomarme a mi terraza. Nuestra vida, como la del protagonista de El show de Truman, comenzaba a parecer un programa de la tele. ?bamos de plat¨® en plat¨® creyendo que est¨¢bamos en la realidad.
Comimos solos, en un silencio de convento de clausura. Entonces, al volver la vista hacia el ventanal del gran sal¨®n, situado en la zona m¨¢s alta de la finca, vi a lo lejos el skyline de la selva de cemento que acab¨¢bamos de abandonar. Observado desde esta paz oriental, representaba la barbarie urban¨ªstica del hombre blanco. Pens¨¦ esto con cierto sentimiento de culpa, a la manera de un reci¨¦n desclasado, quiz¨¢ de un nuevo rico. Mientras nos serv¨ªan una exquisita ensalada de quinua, ca¨ª en la cuenta de que ni siquiera me hab¨ªa molestado en averiguar a¨²n c¨®mo se llamaban los habitantes de Benidorm. Se lo pregunt¨¦ a la camarera.
¡ªTuristas ¡ªme respondi¨® sin dudarlo.
Esa tarde, en la soledad del ba?o turco, pues ¨²nicamente lo ocupaba yo, rodeado de nubes de vapor, descubr¨ª, al acariciar el banco de cer¨¢mica sobre el que me hab¨ªa tumbado, una tesela suelta con la que me identifiqu¨¦. Quiz¨¢ mi sitio estaba all¨¢ abajo, en las calles algo ca¨®ticas de la ciudad, en el vest¨ªbulo lleno de ancianos del Gran Hotel Bali, en la cola del buf¨¦ de a 12 euros: con mis compa?eros de clase social, en fin. Y mientras pensaba sobre mi lugar en el mundo, sudaba y sudaba y sudaba y en el sudor se deshac¨ªan los nudos del alma. M¨¢s tarde, gracias al masaje tailand¨¦s, se desanudaron asimismo los del cuerpo y qued¨¦ listo para acometer la siguiente etapa del viaje: Marina d¡¯Or, Ciudad de Vacaciones, situada en el municipio castellonense de Oropesa del Mar.
? Seg¨²n Siri, de Benidorm a Oropesa hab¨ªa 174 kil¨®metros en l¨ªnea recta y 245 en coche: unas tres horas conduciendo sin prisas y deteni¨¦ndonos por ah¨ª a poner gasolina o a tomar caf¨¦. Salimos con un sol espl¨¦ndido, a media ma?ana, pero a medida que avanz¨¢bamos el cielo se encapotaba y la temperatura exterior ca¨ªa hasta alcanzar los niveles normales del invierno.
A intervalos llov¨ªa.
Desde la carretera se divisaban los bloques de segundas residencias que enladrillaban, adoquinaban y asfaltaban cruelmente la costa levantina. La mayor¨ªa de los edificios ten¨ªan las persianas echadas, como si hubieran clausurado sus p¨¢rpados, proporcionando la apariencia de cuerpos sin alma, de barrios abandonados o en estado de coma.
Nuestro ¨¢nimo, como el tiempo, se tornaba sombr¨ªo seg¨²n avanz¨¢bamos hacia nuestro destino. El asunto empeor¨® cuando nos detuvimos en Benic¨¤ssim con la idea de comer bien y apenas logramos merendar mal.
Tras el fracaso gastron¨®mico, siguiendo las indicaciones del navegador del autom¨®vil, dimos enseguida con la famosa Ciudad de Vacaciones a cuya entrada hab¨ªa un arco gigantesco formado por un pez descomunal de colores y formas mironianas. Al observarlo de cerca, comprobamos que era un no-mir¨®, quiz¨¢ un anti-mir¨®: un plagio que, lejos de ocultar su impostura, la acentuaba extra?amente. Como si su autor nos hubiera querido decir:
¡ªEsto es lo que habr¨ªa hecho Mir¨® si Mir¨® hubiera sido un idiota.
Tras registrarnos en el hotel, sub¨ª a mi habitaci¨®n, equipada con muebles de pl¨¢stico que evocaban el mobiliario de la Roma cl¨¢sica. Significa que era una no-Roma, quiz¨¢ una anti-Roma: un plagio que, lejos de ocultar su impostura, la acentuaba extra?amente. Como si su autor me hubiera querido decir:
¡ªEsto es lo que habr¨ªan hecho los romanos si hubieran sido unos imb¨¦ciles.
Al caer la tarde, salimos a pasear por los alrededores y tropezamos con una avenida ¡ªla principal¡ª decorada con unos arcos luminosos que se parec¨ªan a los de la entrada de la Feria de Sevilla. Significa que nos hall¨¢bamos ante una no-Sevilla, quiz¨¢ una anti-Sevilla: un plagio que, lejos de ocultar su impostura, la acentuaba extra?amente. Como si su autor nos hubiera querido decir:
¡ªEsto es lo que habr¨ªan hecho los andaluces si hubieran sido unos gilipollas.
Sobre la cornisa de un edificio vimos un grupo de pavos reales que, pese a estar completamente vivos, parec¨ªan imitaciones de los pavos reales de verdad. Significa que parec¨ªan no-pavos reales, quiz¨¢ anti-pavos reales. Un plagio, en fin, que, lejos de ocultar su impostura, la acentuaba extra?amente. Como si nos hubieran querido decir:
¡ªAs¨ª ser¨ªamos los pavos si la evoluci¨®n hubiera escogido el camino equivocado.
La experiencia se repetir¨ªa en un callej¨®n profusamente iluminado con luces de colores que era definitivamente un no-Hong Kong, quiz¨¢ un anti-Las Vegas, etc¨¦tera, y en un parque amueblado con bancos de cer¨¢mica que quer¨ªan parecerse a los de Gaud¨ª, pero que resultaban, sin excepci¨®n, antigaudianos.
¡ªEs un mundo extra?o ¡ªcoment¨® Soc¨ªas tratando de moderar la expresi¨®n de su p¨¢nico.
No quisimos asomarnos al Mediterr¨¢neo, que se encontraba all¨ª, a tiro de piedra, por miedo a que nos pareciera una falsificaci¨®n del de Serrat.
Entretanto, en nuestro deambular perplejo, nos cruz¨¢bamos con personas at¨®nitas tambi¨¦n, reci¨¦n llegadas en los autocares del Imserso, que parec¨ªan preguntarse si aquello les deber¨ªa gustar o no, si deber¨ªan disfrutar o no de lo que se les ofrec¨ªa a sus sentidos.
Todo cuanto en Marina d¡¯Or pod¨ªa ser de pl¨¢stico era de pl¨¢stico. Todo cuanto, sin ser de pl¨¢stico, pod¨ªa imitarlo, lo imitaba. Todo cuanto pod¨ªa ser feo era feo. Todo cuanto pod¨ªa ser siniestro era siniestro. El conjunto se revelaba como la obra de un anti-artista infernal, de un anti-talento exquisito, pues Marina d¡¯Or, Ciudad de Vacaciones, no era tanto el resultado de un big bang de mal gusto como una verdadera explosi¨®n de no-gusto o de anti-gusto. Como si sus dise?adores nos hubieran querido decir:
¡ªAs¨ª ser¨ªa el mundo entero si la cultura no hubiera corregido los instintos m¨¢s primarios de la humanidad.
Marina d¡¯Or, por resumir, era la bomba.
Quiz¨¢ por miedo a que nos explotara entre las manos, el fot¨®grafo y yo hicimos las maletas a primera hora del d¨ªa siguiente al de nuestra llegada y la abandonamos a toda prisa. Ya en el coche, Soc¨ªas iba a abrir la boca cuando lo interrump¨ª:
¡ªNo vuelvas a preguntar a qu¨¦ mente enferma se le ocurri¨® la idea de este reportaje.