Nueva Zelanda: un viaje, dos islas, mil lugares que ver
La isla Norte y la isla Sur son dos mundos diferentes, pero en apenas tres horas en ferri se puede saltar de uno a otro para adentrarse por un pa¨ªs repleto de atractivos
En la isla Norte de Nueva Zelanda, las animadas ciudades de Auckland y Wellington contrastan con el encanto de Rotorua, el valle termal de Wai-O-Tapu y la cinematogr¨¢fica Hobbiton. Mientras en la isla Sur la naturaleza es la gran protagonista, con sus glaciares, las playas de Otago, perladas cordilleras, bosques, el aire escoc¨¦s de Dunedin, ping¨¹inos, albatros reales y el parque nacional de Fiordland.
Nueva Zelanda tiene dos islas. En realidad, dos mundos diferentes. Y en apenas tres ...
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En la isla Norte de Nueva Zelanda, las animadas ciudades de Auckland y Wellington contrastan con el encanto de Rotorua, el valle termal de Wai-O-Tapu y la cinematogr¨¢fica Hobbiton. Mientras en la isla Sur la naturaleza es la gran protagonista, con sus glaciares, las playas de Otago, perladas cordilleras, bosques, el aire escoc¨¦s de Dunedin, ping¨¹inos, albatros reales y el parque nacional de Fiordland.
Isla Norte, estilo de vida kiwi, g¨¦iseres y cultura maor¨ª
Por Paco Nadal
Nueva Zelanda tiene dos islas. En realidad, dos mundos diferentes. Y en apenas tres horas de ferri entre Picton y Wellington pasas de uno a otro. De los fiordos, los bosques templados lluviosos, los glaciares y las cimas alpinas de la isla Sur a las domesticadas colinas verdes de la isla Norte, donde viven 3,7 de los 5,1 millones de habitantes del pa¨ªs, el 72,3% de sus cinco millones de vacas lecheras, la totalidad de los g¨¦iseres y los paisajes de Mordor.
?Eso hace menos interesante a la isla Norte? En absoluto. Cada una tiene sus peculiaridades y su magia. En la isla Sur uno puede pasar horas sin ver a nadie (su densidad de poblaci¨®n es de 6,7 habitantes por kil¨®metro cuadrado frente a 27,5 de la otra), pero en la del Norte puedes disfrutar del placentero estilo de vida kiwi con una copa de vino mientras navegas a vela por la preciosa bah¨ªa de Auckland. O empaparte de la cultura maor¨ª, protegida y m¨¢s viva que nunca, porque aquellos primeros pobladores polinesios se establecieron en este lugar dado su mejor clima y facilidad para el cultivo, y apenas pisaron la isla Sur.
Pero empecemos por el principio. El ferri que cruza el estrecho de Cook entre ambas islas atraca en Wellington, la capital del pa¨ªs (s¨ª, es Wellington, no Auckland). Wellington es una ciudad moderna, sencilla y agradable, f¨¢cil de ver en una ma?ana. Tiene pocos vestigios hist¨®ricos, pero el principal de ellos justifica cualquier estancia. La antigua Casa de Gobierno simula un palacio renacentista italiano. Solo que es todo de madera; en realidad, uno de los edificios de madera m¨¢s grandes y complejos del mundo. Si no te acercas y le das con los nudillos ¡ªtoc, toc¡ª, no te lo crees. En esta ciudad tambi¨¦n hay que pasear por el Waterfront, antigua zona portuaria llena hoy de c¨¢lidos restaurantes y terrazas; hacerse una foto ante el Parlamento de Nueva Zelanda y deambular por la calle Lambton Quay, la m¨¢s comercial y concurrida.
Nueva Zelanda es un pa¨ªs muy joven. Los primeros pobladores llegaron desde Polinesia oriental hacia 1250. Y los primeros europeos con intenci¨®n de asentarse, a principios del siglo XIX. As¨ª que es un pa¨ªs hecho a oleadas. Y una de las m¨¢s importantes fue la de la fiebre del oro de 1862. La aparici¨®n de pepitas en el r¨ªo Arrow, en la isla Sur, desat¨® un efecto llamada al que acudieron miles de europeos buscavidas. De aquella ¨¦poca son muchos de los pueblos mineros hist¨®ricos que a¨²n hoy se conservan, como Greytown, a unos 80 kil¨®metros al noreste de Wellington, cuya ¨²nica calle es un compendio de edificios victorianos de madera. Hoy es un pueblo tur¨ªstico y completamente gentrificado, pero si quit¨¢ramos los escaparates con los souvenirs para turistas y los cambi¨¢ramos por picos, palas y cedazos parecer¨ªa que atravesamos el t¨²nel del tiempo.
Aquellos polinesios que llegaron de muy lejos en canoas fundaron la cultura maor¨ª en esta isla Norte ¡ªla del Sur era demasiado agreste y fr¨ªa para gentes que ven¨ªan de los c¨¢lidos mares del Sur¡ª. Perseguida durante d¨¦cadas, hoy la cultura y lengua maor¨ª est¨¢n protegidas por ley y tienen su centro en Rotorua, otra encantadora ciudad de casitas bajas a orillas del lago hom¨®nimo. Si uno se quedara solo con la calle Eat ¡ª?corta, peatonal y llena de restaurantes y bares de copas en el centro¡ª, se le ir¨ªa de un soplo la paz y amor hacia la naturaleza. Por fortuna, Eat es solo una an¨¦cdota. Por lo que los viajeros llegan hasta Rotorua es para ver su famoso valle termal, que se encuentra a unos 30 kil¨®metros al sur de la ciudad. Se llama Wai-O-Tapu, ha sido esculpido a lo largo de miles de a?os por la actividad geotermal y es zona sagrada maor¨ª desde hace siglos. Nueva Zelanda, y muy en especial la isla Norte, es hija del vulcanismo. Este se manifiesta, sobre todo, en la zona volc¨¢nica de Taupo, en el centro de este territorio; una meseta de 350 kil¨®metros de largo por 50 de ancho llena de campos geot¨¦rmicos y chimeneas volc¨¢nicas. Uno de ellos es Wai-O-Tapu. En este pa¨ªs la naturaleza es de pago, as¨ª que tras abonar la preceptiva entrada (32,50 d¨®lares neozelandeses; unos 20 euros al cambio actual) se accede a una red de caminos que bordean cr¨¢teres humeantes de los m¨¢s diversos colores, fruto de los minerales que acumulan. El recorrido cl¨¢sico, marcado en rojo, demora unos 45 minutos y pasa por la que es la piscina termal m¨¢s bella del valle: la Champagne Pool, un lago de aguas humeantes con vibrantes tonos naranja (precipitaciones de ars¨¦nico y estibina) cuyas aguas a m¨¢s de 75 grados burbujean por el CO2 que viene del fondo; de ah¨ª el nombre.
M¨¢s cerca de Rotorua, justo a las afueras de la ciudad, queda otra zona geotermal: Te Puia. Aqu¨ª la estrella es P¨hutu, el g¨¦iser activo m¨¢s grande del hemisferio sur (puede lanzar agua a 30 metros de altura) y el m¨¢s imprevisible del mundo: no tiene una cadencia de erupciones ni se sabe lo que estas durar¨¢n; pueden ser desde unos minutos hasta¡ ?250 d¨ªas seguidos lanzando agua hirviendo! Eso pas¨® entre 2000 y 2001. Lo que en realidad representa Te Puia es un espacio de conservaci¨®n de la cultura maor¨ª. Cuenta con un centro de artesan¨ªa en el que trabajan de cara al p¨²blico tallando madera y otros materiales, una recreaci¨®n de un poblado maor¨ª y un terrario donde, con mucha suerte, se puede ver un kiwi (ave que no vuela, nocturna y huidiza, convertida en emblema nacional). Todas las noches hay un espect¨¢culo de danzas maor¨ªes seguido por una cena tradicional. La funci¨®n es muy flojita, pero la cena merece la pena: el restaurante tiene un ventanal enorme con vistas al atardecer y a P¨hutu y el buf¨¦ de viandas tradicionales maor¨ªes es de buena calidad.
A¨²n quedan m¨¢s lugares por visitar en la isla Norte. Napier, en la costa este, es la ciudad art d¨¦co. El terremoto de Hawke¡¯s Bay de 1931 la destruy¨®, y la reconstruyeron con el estilo de la ¨¦poca. Paseas por sus calles y te crees en una pel¨ªcula de Hollywood de los a?os cincuenta. Por supuesto, tampoco hay que olvidar Hobbiton, la aldea de los hobbits. Un amigo me dec¨ªa que en Nueva Zelanda tienen tres industrias: la carne, la leche y El se?or de los anillos. Los fan¨¢ticos de la saga que llegan en busca de los paisajes y decorados de las pel¨ªculas tienen visita obligada en esta granja particular a cuyos due?os Peter Jackson les alquil¨® una parte para montar el escenario de lo que ser¨ªa Hobbiton. El se?or Alexander, el due?o, le puso una condici¨®n: que no desmontara el set. Hoy las 50 casas de hobbits, el molino, el puente e incluso la taberna The Green Dragon lucen exactamente igual que en la pantalla. Y se han convertido en una de las atracciones m¨¢s visitadas del pa¨ªs, adem¨¢s de una incre¨ªble m¨¢quina de hacer dinero para los Alexander.
Todo viaje por la isla Norte termina (o empieza) en Auckland, que con su algo m¨¢s de mill¨®n y medio de vecinos es la ciudad m¨¢s poblada del pa¨ªs. Aqu¨ª se dan cita todas las glorias y miserias de una gran metr¨®poli (desde atascos hasta precios desorbitados de la vivienda), nada que ver con las soledades sulfurosas de los volcanes de Taupo. Pero no por ello merece menos la pena descubrirla. Auckland es la t¨ªpica ciudad en la que uno se quedar¨ªa porque todos los par¨¢metros de calidad de vida van de notable a sobresaliente. Caminas por el largo paseo mar¨ªtimo que va del centro hasta Mission Bay y piensas que nada malo puede ocurrir en un sitio como ese. Hay mucho ambiente joven en los bares y terrazas en torno a la estaci¨®n de ferris y vida comercial hasta bien tarde en la calle Queen, la avenida de la moda. Conviene subir a la Sky Tower para hacerse una idea desde all¨¢ arriba de la belleza de la bah¨ªa donde se asienta. Y visitar el Museo de Auckland para, en sus salas dedicadas a la historia, la cultura maor¨ª y polinesia, el vulcanismo, la flora y fauna, la llegada de los europeos, la modernidad o su vinculaci¨®n con la Commonwealth, entender de una vez por todas la curiosa sociedad que forj¨® este pa¨ªs casi perfecto, pero alejado de cualquier otro lugar del mundo.
Isla Sur, apoteosis de naturaleza
Por Jos¨¦ Luis de Juan
Tierra de cautivadores contrastes, la isla Sur alberga los m¨¢s ins¨®litos paisajes de Nueva Zelanda, de glaciares a playas v¨ªrgenes, pasando por perladas cordilleras volc¨¢nicas y so?adores valles. Aunque para los europeos sea una tierra ant¨ªpoda, al llegar enseguida uno siente como si ya hubiese estado all¨ª alguna vez. Aterric¨¦ desde S¨ªdney en la ciudad m¨¢s grande de la isla llamada, entre otros nombres, Aoraki por los maor¨ªes, que llegaron aqu¨ª en canoa desde Polinesia cuando Dante y Giotto creaban el Renacimiento en Europa. Azotada por un fuerte temblor en 2011, Christchurch parece acabada de montar, y algunas calles, decorados de un teatro urbano. Hasta su catedral es de cart¨®n, pues la de piedra sigue medio en ruinas. Lo m¨¢s antiguo parece su gran jard¨ªn bot¨¢nico, cuya exuberante vegetaci¨®n evoca escenas de verdor y misterio de El piano y la saga de Tolkien.
En esta ciudad apacible conoc¨ª a Paul, un poeta navegante de sangre irlandesa. Con ¨¦l pas¨¦ veladas de ritmos celtas y pintas de Guinness. Una ma?ana me llev¨® a surcar en su velero la hermosa bah¨ªa de Akaroa con dos amigas alemanas. Nadamos muy cerca de delfines y focas, y nos asomamos a mar abierto, el m¨¢s abierto de todos los mares.
Dejando atr¨¢s Christchurch, la costa este reserva la sorpresa de Oamaru, una ciudad fantasma tomada por los ping¨¹inos. Su puerto fue importante a mediados del siglo pasado y de aquel esplendor victoriano quedan calles anchas jalonadas de edificios del color del marfil de ballena. Esas fachadas dickensianas y la amplia bah¨ªa borrascosa me entretuvieron un par de d¨ªas, as¨ª como el ajetreo de los ping¨¹inos que regresan de cazar al atardecer a las rocas en donde viven. Luego recal¨¦ en Dunedin, ciudad de aire escoc¨¦s que huele a bagel y a whisky. Siguiendo los encendidos versos de Robert Burns, oleadas de inmigrantes llegaron aqu¨ª a mediados del siglo XIX edificando su propia Edimburgo ant¨ªpoda. Dunedin se convirti¨® en hogar de escritores como Janet Frame y Charles Brush, que le dieron un linaje intelectual reconocido por la Unesco al declararla la octava ciudad literaria del mundo.
En Dunedin una fundaci¨®n de la pen¨ªnsula de Otago me acogi¨® durante una semana. La casita ten¨ªa enfrente un mar quieto, de fiordo, y hab¨ªa pertenecido a una pareja de pintores. Robert y otros dos artistas se ocuparon de m¨ª y me prestaron una bicicleta, con la que recorr¨ª la hermosa pen¨ªnsula. En su extremo se encuentra la mayor colonia de albatros reales que existe. Se los divisa en los acantilados, blancos y majestuosos, patos gigantes de plumaje blanco y gris, incubando los huevos. Sal¨ª en un barco a verlos de cerca. Se mec¨ªan mar adentro con majestuosa displicencia, tomando distancias unos de otros, son aves individualistas. De vez en cuando, un ejemplar se ergu¨ªa y empezaba a palmear el agua con las patas para ayudarse en su despegue, como un hidro?avi¨®n de plumas; los pesados albatros necesitan olas y viento para elevarse y volar.
Robert y su esposa, llegados de Inglaterra m¨¢s de 20 a?os atr¨¢s, me llevaron a playas remotas de Otago donde leones marinos y focas hac¨ªan la siesta sobre las dunas o pescaban en las aguas estancadas por la bajamar. Me explicaron que los pac¨ªficos y abiertos maor¨ªes, al contrario que los abor¨ªgenes de Australia, pactaron enseguida con los brit¨¢nicos, que reconocieron sus derechos y los integraron. Por eso en esta tierra se respira un ambiente de armon¨ªa y paz, muy diferente al de la gran hermana mayor austral, poblada por convictos mientras Nueva Zelanda lo fue por cl¨¦rigos. El paisaje de l¨ªneas suaves, el aire limpio, la ausencia de horizontes y la escasa presencia humana, todo me produc¨ªa en Otago serenidad, un desapego ap¨¢trida. Es el sosiego de la ¨²ltima frontera de la civilizaci¨®n. Quiz¨¢ por eso el albatros, el ave mayor de la tierra glosado por Baudelaire, el m¨¢s libre, ha decidido establecerse all¨ª.
En la peque?a isla Stewart, a media hora de ferri desde Invercargill ¡ªla ciudad situada m¨¢s al sur de Nueva Zelanda¡ª, se halla otro tipo de calma, un ambiente de veras austral. Cerca del c¨ªrculo ant¨¢rtico, apenas poblada, Stewart atrae a senderistas y concienzudos ornit¨®logos. Por las noches se organizan excursiones para ver en su h¨¢bitat natural al kiwi, que es el emblema del pa¨ªs. Se trata de un p¨¢jaro muy t¨ªmido, de largo pico y tama?o similar a una gallina peque?a. Sale de noche, aunque unos viajeros que encontr¨¦ me dijeron haber visto alguno cruzando pensativo los senderos en torno a Oban, la ¨²nica poblaci¨®n de la isla. Los bosques costeros forman una selva jur¨¢sica, con abundancia de l¨ªquenes y finas palmeras. En la cima del monte Anglem, su punto m¨¢s alto (980 metros), se comprende el nombre maor¨ª de la isla: Rakiura, ¡°tierra de cielos brillantes¡±, cielos que derraman una luz que empa?a los ojos y viene de un horizonte donde el oc¨¦ano se precipita en un resplandor ant¨ªpoda.
En una caminata por la isla llegu¨¦ a un viejo cementerio elevado desde donde se divisaba una playa solitaria. Mientras le¨ªa nombres ingleses y escoceses en las viejas l¨¢pidas vi emerger de las olas mansas una enorme criatura negra. Descend¨ª la colina para recorrer el sendero boscoso que conduc¨ªa a las dunas. Al verme, aquel ser anfibio que parec¨ªa haberse equivocado de lugar y ten¨ªa un extra?o hocico en forma de trompa chata, se lanz¨® a toda velocidad hacia m¨ª con un rugido de elefante. Supe despu¨¦s que los elefantes marinos, pese a sus 3.000 kilos de peso, pueden desplazarse en tierra a nueve kil¨®metros por hora impulsados por su flexible cadera. Mi fren¨¦tica huida hacia el bosque lo desalent¨® y se puso a perseguir un p¨¢jaro ingenuo que se remojaba en un riachuelo. De vez en cuando emit¨ªa un ensordecedor rugido l¨¢nguido. Me dijeron que era bastante raro ver elefantes marinos en Stewart, pues anidan m¨¢s al sur, lejos de las humanas huellas.
Las aguas de Te Anau, puerta de entrada al parque nacional de Fiordland, en la costa oeste de la isla Sur, son fr¨ªas y contienen mucho barro. Pero en verano, a principios de enero, es agradable nadar en el lago. De Te Anau parte una ruta fascinante que culmina en Mildford Sound, un largo fiordo resguardado por intocadas monta?as de una singular belleza. Cascadas, colonias de focas echadas indolentes sobre las rocas o nadando cerca del barco que lleva hacia la embocadura. Y luego, m¨¢s al norte, en el peque?o pueblo de ambiente tirol¨¦s Franz Josef, la acalorada caminata hacia el glaciar del mismo nombre con la sensaci¨®n de dirigirme a un templo congelado de la antig¨¹edad. En el parque nacional de Westland uno puede pasarse meses explorando caminos y admirando caprichos de la naturaleza.
Las cordilleras y los picos, los torrentes y los lagos, las llanuras y los cerros de Aoraki dejan en el ¨¢nimo una sensaci¨®n de eterna calma y, a la vez, de tr¨¢nsito, de impermanencia. Atravesando la isla de este a oeste por el llamado paso de Arthur, con paisajes salpicados de ovejas y enormes ¨¢rboles que suspiran entre r¨ªos de fr¨ªas aguas, me parec¨ªa seguir la estela de los hobbits de la Tierra Media.
Ya arriba de la isla, en la costa norte, el mar esmeralda de Abel Tasman me ofreci¨® uno de los disfrutes mayores para un nadador: agua pura, ligera, que parec¨ªa haber ca¨ªdo del cielo la noche anterior. Antes de abordar el ferri de Wellington para cruzar a la isla Norte, una ¨²ltima caminata desde Picton por el bosque alto que rodea esta ciudad portuaria. Llov¨ªa a ratos, pero al alcanzar el promontorio de Queen Charlotte View el sol brill¨® de nuevo sobre un panorama de brazos de tierra que se extend¨ªan como nudosos dedos verdes por el inabarcable mar de Tasmania.
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