La revuelta de las cosas
La innovaci¨®n tecnol¨®gica necesita conjugarse con la reflexi¨®n ¨¦tica para evitar que nos da?en los sesgos | Columna de Irene Vallejo
Tu hijo crey¨® durante a?os que todo a su alrededor estaba vivo. Cuando sus juguetes ca¨ªan desde lo alto de la trona, los llamaba, afligido por su inmovilidad. Adivinaba rostros en las nervaduras de la madera, en la comida, en las nubes o en el frontal de los coches. Increpaba a la puerta cuando se pillaba los dedos. Hablaba con las cucharas y las piedras. No era capaz de imaginar ¡ªo tal vez le asustaba¡ª la fr¨ªa indiferencia de lo inanimado.
Desde tiempos antiguos, la impronta del desasosiego flota en nuestra relaci¨®n con las cosas creadas por seres humanos. Nos preguntamos si poseemos e...
Tu hijo crey¨® durante a?os que todo a su alrededor estaba vivo. Cuando sus juguetes ca¨ªan desde lo alto de la trona, los llamaba, afligido por su inmovilidad. Adivinaba rostros en las nervaduras de la madera, en la comida, en las nubes o en el frontal de los coches. Increpaba a la puerta cuando se pillaba los dedos. Hablaba con las cucharas y las piedras. No era capaz de imaginar ¡ªo tal vez le asustaba¡ª la fr¨ªa indiferencia de lo inanimado.
Desde tiempos antiguos, la impronta del desasosiego flota en nuestra relaci¨®n con las cosas creadas por seres humanos. Nos preguntamos si poseemos esos objetos, poderosos e imprescindibles, o ellos nos poseen a nosotros. Esa cuesti¨®n inquietante ya preocupaba a los mochicas, habitantes de la costa norte de Per¨² entre los siglos ii y viii d. C. Los artistas de la cultura moche pintaron escenas donde los enseres cotidianos, como jarras o prendas de ropa, cobraban vida. En algunos episodios, los utensilios son d¨®ciles. A los cuencos apilados con comida les han crecido patas y caminan hacia las figuras humanas que participan en una ceremonia. Las jarras incluso se inclinan para verter l¨ªquido en los recipientes. Pero otras pinturas, denominadas ¡°la revuelta de las cosas¡±, reflejan un mundo al rev¨¦s, donde los ¨²tiles de tejer o las armas, con brazos y piernas, manos y pies, algunas con cabeza y rostro, toman el mando: luchan, derrotan a los guerreros y hacen desfilar a cautivos humanos desnudos. Los mochicas anticiparon nuestras inquietudes contempor¨¢neas al plasmar un temor profundamente arraigado ante el poder que adquieren ciertos artefactos al escapar de nuestras manos.
El escritor G¨¹nther Anders, uno de los maridos de Hannah Arendt, se defin¨ªa a s¨ª mismo como ¡°fil¨®sofo de la tecnolog¨ªa¡±. Afirmaba que nuestros aparatos nos manejan. No porque vayan a brotarles bracitos que empu?en armas y nos ataquen, como tem¨ªan los mochicas. Ni siquiera porque la inteligencia artificial pueda rebelarse contra nosotros, igual que en 2001: Una odisea del espacio, Terminator o Matrix. Seg¨²n el visionario Anders, las normas de convivencia de nuestra civilizaci¨®n terminar¨ªan someti¨¦ndose a la l¨®gica impuesta por los productos tecnol¨®gicos, como los algoritmos digitales que hoy entrelazan relaciones personales, moldean nuestros deseos o incluso manipulan elecciones pol¨ªticas. Adem¨¢s, sosten¨ªa que nunca antes hab¨ªamos tenido la capacidad de condicionar el porvenir de generaciones por nacer: ¡°Repercutimos en los futuros m¨¢s remotos¡±. Algunos objetos, como la nevera o la lavadora, han transformado felizmente nuestras vidas cotidianas, pero otros han trastornado a la humanidad en su conjunto. Por ejemplo, las bombas at¨®micas, que desequilibran a quienes las sufren, a quienes las temen e incluso a quienes solo fantasean con utilizarlas.
El fil¨®sofo mantuvo una larga correspondencia con Claude Eatherly, piloto de combate que, tras participar en el bombardeo de Hiroshima, fue recibido por la sociedad estadounidense como un h¨¦roe. Consigui¨® un gran puesto en una multinacional petrolera, pero pronto empez¨® a cometer peque?os delitos y atracos: asaltaba cajeros sin llevarse el dinero o forzaba puertas de oficinas. Sus cartas revelan la asfixia de la culpa, su obsesi¨®n por destruir una celebridad que le atormentaba. Quer¨ªa ser juzgado y condenado: deseaba ir a la c¨¢rcel para liberarse. En vez de eso, lo sometieron a tratamiento psiqui¨¢trico. Su mala conciencia se consider¨® patol¨®gica. Los peri¨®dicos lo apodaron ¡°el piloto loco de Hiroshima¡± ¡ªloco por arrepentirse, no por haber colaborado en la barbarie¡ª. Las cartas entre el escritor y el piloto abrieron un debate ¨¦tico que hab¨ªa quedado sepultado por la victoria. G¨¹nther Anders interpret¨® este caso como s¨ªntoma de una sociedad enferma, capaz de elevar a rango de racionalidad su delirio nuclear. Aquella conversaci¨®n a contracorriente nos recuerda que la innovaci¨®n tecnol¨®gica necesita conjugarse con la reflexi¨®n ¨¦tica para evitar que nos da?en los sesgos y riesgos humanos de los objetos. Frente al vac¨ªo y el p¨¢ramo de la bomba, Claude y G¨¹nther encarnan un nuevo tipo de rebeldes: quienes pretenden conservar el mundo para transformarlo.