Fil¨®sofos y amantes culpables: el nazi Martin Heidegger y la jud¨ªa Hannah Arendt
En pleno siglo XX, el deslumbramiento ante las grandes figuras masculinas no solo parec¨ªa una buena idea, sino una necesaria, irremplazable e inolvidable, escribe Vivian Gornick en un libro del que ¡®Ideas¡¯ adelanta un extracto. La devoci¨®n de la fil¨®sofa alemana por su maestro es el caso m¨¢s inquietante del siglo del totalitarismo
La cosa se reduce a lo siguiente: quien no entiende sus sentimientos se pasa la vida vapuleado por ellos, a su merced; quien los entiende pero no es capaz de procesarlos est¨¢ abocado a a?os de dolor; quien niega y desprecia el poder que tienen est¨¢ perdido. De esto quieren hablarnos Hardy e Ibsen con sus grandes personajes: de mujeres y hombres atenazados. (¡).
La historia de Hannah Arendt y Martin Heidegger es cosa de dramaturgos m¨¢s que de cr¨ªticos. Es un relato sobre una conexi¨®n emocional muy temprana en la vida de ambos, que nunca lleg¨® a asimilarse del todo y que acab¨® enterrada viva en unos sentimientos que los protagonistas se empe?aron en ocultarse a s¨ª mismos. Los sentimientos de este cariz son como las malas hierbas que crecen en el cemento y que, cuando pasa el hurac¨¢n y siembra el mundo de destrucci¨®n, siguen all¨ª cimbr¨¢ndose al viento.
Hannah Arendt empez¨® a asistir en 1924 a las clases de Martin Heidegger en la Universidad de Marburgo. Ella ten¨ªa 18 a?os; ¨¦l ten¨ªa 35 y era ya famoso en los c¨ªrculos universitarios. (La publicaci¨®n de Ser y tiempo tres a?os despu¨¦s lo encumbrar¨ªa al Olimpo de la filosof¨ªa). Ella era guapa y, ni que decir tiene, la alumna m¨¢s inteligente de la clase. ?l se vio atra¨ªdo e hizo sus avances. Al cabo de unos meses eran amantes. El idilio dur¨® cuatro a?os.
Heidegger llev¨® las riendas de la relaci¨®n y Hannah las de la veneraci¨®n ¡ªpor supuesto, ?c¨®mo iba a ser de otra manera!¡ª, pero, en cierto modo, la din¨¢mica entre ambos los empataba. ?l necesitaba la veneraci¨®n inteligente de ella tanto como ella necesitaba prodigarla. Ambos abordaban con reverencia el talento de ¨¦l para pensar, los dos cre¨ªan que era el recept¨¢culo de algo grandioso, algo que siempre habr¨ªan de servir y proteger y ante lo que era necesario reaccionar siempre. El tiempo demostrar¨ªa que fue esta intensidad que exist¨ªa entre ellos lo que los uni¨® con m¨¢s fuerza incluso que el amor o la historia mundial.
Heidegger fue nombrado rector de la Universidad de Friburgo en la primavera de 1933. En un discurso inau?gural de infausto recuerdo dio su respaldo al nacionalsocialismo y puso a la universidad al servicio del r¨¦gimen nazi. Ese verano Hannah Arendt abandonaba Alemania. Tardar¨ªa diecisiete a?os en regresar a su pa¨ªs de nacimiento. Para entonces, ella se hab¨ªa labrado fama internacional como pensadora pol¨ªtica y Heidegger viv¨ªa en la pobreza, en la Alemania ocupada, y no se le permit¨ªa ejercer la ense?anza.
Ese febrero de 1950, Arendt se dijo que por nada del mundo pensaba ponerse en contacto con ¨¦l, pero fue pisar Friburgo y llamarlo por tel¨¦fono. Al cabo de unas horas, ¨¦l estaba en su hotel. Dos d¨ªas despu¨¦s ella le escrib¨ªa por carta:
¡°Cuando el camarero pronunci¨® tu nombre, fue como si de pronto se detuviera el tiempo. Entonces tom¨¦ conciencia de manera fulminante de algo que antes no habr¨ªa confesado ni a m¨ª misma, ni a ti, ni a nadie: que la presi¨®n del impulso, despu¨¦s de que Friedrich me diera la direcci¨®n, tuvo la clemencia de preservarme de cometer la ¨²nica infidelidad realmente imperdonable y de hacerme indigna de mi vida. Pero una cosa debes saber (¡): si lo hubiera hecho, habr¨ªa sido por orgullo, es decir, por una estupidez pura y simple y loca. No por ciertos motivos¡±.
Tres meses despu¨¦s, Heidegger le env¨ªa cuatro cartas en r¨¢pida concatenaci¨®n para decirle la alegr¨ªa que le ha supuesto que ella haya vuelto a su vida; que cuando pensaba, solo ella estaba cerca de ¨¦l; que so?aba con que viviera cerca de ¨¦l y con pasarle los dedos por el pelo. Sonaba a un hombre que acaba de recobrar la energ¨ªa, lleno de esperanza y anhelo, emocionado e inmensamente alegre de estar vivo. (¡)
Fue este un apego que perdur¨® en el tiempo, contra toda raz¨®n, entre dos personas que, seg¨²n todas las leyes de la historia social instauradas, deber¨ªan haber acabado repeli¨¦ndose. Aqu¨ª lo interesante es la irracionalidad, donde reside el drama, donde un supuesto interpretativo es tan v¨¢lido como cualquiera. La pregunta se plantea: ?c¨®mo pudo ella ¡ªcuando la vida ¨¦tica era una de sus inquietudes vitales¡ª no solo seguir queriendo a un hombre que hab¨ªa sido nazi, sino que adem¨¢s no cej¨®, durante la d¨¦cada de 1960, de argumentar por escrito que, en realidad, ¨¦l no hab¨ªa sabido lo que se hac¨ªa, que era pol¨ªticamente inocente?
(¡) No me cabe duda de que el amor de Arendt por Heidegger se asemejaba al de una ni?a angustiada por el padre primero inaccesible y luego difunto; y no me cabe duda de que eso reforz¨® la mara?a de miedos e inhi?biciones emocionales que encerraba la rigidez intelectual que acab¨® convirti¨¦ndose en el distintivo estilo de Arendt. Pero, como bien sabe cualquier dramaturgo, un an¨¢lisis en t¨¦rminos psicol¨®gicos como este solamente es interesante cuando se presenta dentro de una mitolog¨ªa mayor, una que aporte un correlato objetivo a esa necesidad incontrolable de la protagonista. ?Arendt y Heidegger ten¨ªan una mitolog¨ªa as¨ª muy a mano.
Ambos encarnaban el prototipo del intelectual europeo. Adoraban el acto de la intelecci¨®n. Para ellos, pensar era lo que hac¨ªa a los humanos superiores a los animales. M¨¢s que superiores: los dotaba de sentido y trascendencia. (¡)
Para tales personas, Heidegger fue un visionario, un hombre envuelto en un aura, imbuido con el oscuro poder de ¡°pensar¡±. Este impresionante don lo situaba, en la imaginaci¨®n de pr¨¢cticamente todo el que lo conoc¨ªa, m¨¢s all¨¢ de la cr¨ªtica corriente. Hacerlo como ¨¦l lo hac¨ªa era ascender al monte Olimpo. (¡)
Tal apego es, en esencia, una par¨¢bola del anhelo de trascendencia. El anhelo es el meollo rom¨¢ntico del asunto. Era letal. Lanzaba un anzuelo a todos a quienes hablaba. El anzuelo estaba unido a una intensidad que tiraba del coraz¨®n. La cuesti¨®n de qui¨¦nes pueden zafarse cuando la devoci¨®n amenaza la integridad del ser, y qui¨¦nes no, es ciertamente una cuesti¨®n de temperamento, de comprensi¨®n y de integridad del ser: esto es, la libertad de acci¨®n que surge de la unificaci¨®n de mente y esp¨ªritu. (¡)
Arendt desde?aba a Freud y aborrec¨ªa de la devoci¨®n de los estadounidenses por el psicoan¨¢lisis. Le parec¨ªa una ch¨¢chara obsesiva e inmadura; no despertaba en ella ni inter¨¦s ni simpat¨ªas; no pod¨ªa imaginar que, ocultas en su interior, hab¨ªa ideas que reflejaban una realidad que s¨ª era relevante. El desprecio era sintom¨¢tico; la dejaba fuera de todo conocimiento de sus conflictos internos. Al quedar fuera, era m¨¢s vulnerable a ellos de lo que pod¨ªa ser otra persona quiz¨¢ m¨¢s sencilla pero m¨¢s dispuesta a la introspecci¨®n. M¨¢s vulnerable y, por ende, m¨¢s dram¨¢ticamente culpable.
En nuestros d¨ªas (¡), esa devoci¨®n hist¨®rica por la trascendencia a trav¨¦s del arte y del intelecto suena extra?a, incluso extranjera, en cierto modo. Pero es una historia de sensibilidad compartida, eso que todos sent¨ªamos hasta hace nada. ?Cu¨¢ntos hombres y mujeres no he visto, en mi corta y confusa vida, subyugados por El Gran Hombre, el que parec¨ªa encarnar al Arte o la Revoluci¨®n en may¨²sculas? Somos legi¨®n. Nosotros mismos ¨¦ramos personas inteligentes, cultas, talentosas, ninguno ¨¦ramos monstruos de la moralidad, solamente personas corrientes con ganas de vivir la vida a un nivel simb¨®lico. En su momento El Gran Hombre no solo parec¨ªa una buena idea, sino una necesaria, irremplazable e inolvidable.
Pienso que estamos demasiado cercanos en el tiempo a los acontecimientos internos de esta historia para poder juzgar su significado. Pero juzgar es una necesidad que tenemos: interpela directamente a nuestras propias angustias, nos alivia del lastre de nosotros mismos. Podemos resistirnos tanto como Hannah Arendt pudo resistirse a Martin Heidegger.
Ap¨²ntate aqu¨ª a la newsletter semanal de Ideas.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.