Cruzando el infierno del Dari¨¦n
En los 10 primeros meses de este a?o, m¨¢s de 280.000 migrantes han cruzado el tap¨®n que separa Colombia y Panam¨¢. Son venezolanos y ecuatorianos, pero tambi¨¦n vietnamitas, congole?os o afganos. ¡®El Pa¨ªs Semanal¡¯ se adentra en la selva para acompa?ar a estos viajeros con historias duras y sue?os grandes. Algunos se quedan por el camino. Y de la mano de Unicef, recorremos los pueblos que los reciben exhaustos al otro lado.
Para calmar sus ansiedades ¡ª¡±me da mucha paranoia este lugar¡±¡ª, Keyber agarra una linterna, revuelve en su mochila y saca un libro, Angelitos empantanados, de Andr¨¦s Caicedo, un escritor colombiano que se suicid¨® a los 25 a?os. Fue a finales de los a?os setenta, un tiempo en el que los j¨®venes quer¨ªan morir pronto y dejar un cad¨¢ver bonito. Keyber tiene 17 a?os y le gusta husmear en librer¨ªas de segunda mano, tocar la guitarra, subir stories graciosas a Instagram. En mitad de esta selv...
Para calmar sus ansiedades ¡ª¡±me da mucha paranoia este lugar¡±¡ª, Keyber agarra una linterna, revuelve en su mochila y saca un libro, Angelitos empantanados, de Andr¨¦s Caicedo, un escritor colombiano que se suicid¨® a los 25 a?os. Fue a finales de los a?os setenta, un tiempo en el que los j¨®venes quer¨ªan morir pronto y dejar un cad¨¢ver bonito. Keyber tiene 17 a?os y le gusta husmear en librer¨ªas de segunda mano, tocar la guitarra, subir stories graciosas a Instagram. En mitad de esta selva oscura, llena de peligros, se agarra a la vida como un poseso, tan joven, tan loco como est¨¢ por la m¨²sica y la literatura. Lee a Caicedo y por unos instantes su vida se limpia de miedos y preocupaciones. Enfoca las p¨¢ginas con una luz mortecina por la falta de pilas, con cuidado de no despertar a su madre y a su hermana, de 10 a?os, que duermen a su lado en la tienda de campa?a. Los tres se embarcaron en la aventura de cruzar la selva del Dari¨¦n, uno de los pasos fronterizos m¨¢s transitados del mundo. Keyber quiso traer m¨¢s libros, pero su madre se los sac¨® para guardar en su lugar latas de at¨²n, botellas de agua, barritas energ¨¦ticas, repelente contra los mosquitos. Dice que tiene la mentalidad de ¡°una m¨¢quina; co?o, un c¨ªborg¡±, dejando al lado la sentimentalidad o los pensamientos negativos. No ha llorado, no ha re¨ªdo. En sus ojos, la nada, una mirada vac¨ªa. Se ha cruzado a gente sentada en piedras, hablando con otros y le hierve la sangre. ¡°Esto no son unas vacaciones, co?o¡±. Rom¨¢ntico como es en otras circunstancias, no le resulta ajena la grandiosidad de la naturaleza: ¡°Yo quer¨ªa parcharme un rato porque la selva es bonita, pero te enga?a con su belleza. Te quedas contempl¨¢ndola y te mata¡±. En los cinco ¨²ltimos a?os, m¨¢s de un mill¨®n de personas se han jugado la vida en este tramo del planeta entre Colombia y Panam¨¢. Planean llegar, sobre todo, a Estados Unidos, donde creen que les espera el sue?o dorado.
Los ¨¢rboles de la ruta tienen crespones de colores atados alrededor del tronco. Azul: el sendero correcto. Rojo: peligro de ahogamiento por crecida de los r¨ªos. Negro: amenaza de muerte inminente.
Muchos de ellos supieron de este camino por otros que lo han hecho antes, un primo de un primo de un primo, pero tambi¨¦n por mensajes que las mafias que controlan parte de la traves¨ªa difunden en TikTok, como una invitaci¨®n a un crucero. Se puede llegar por varias entradas. La principal, ahora, es el puerto de Necocl¨ª, una ciudad colombiana ba?ada por el mar Caribe. Los migrantes han llamado antes a un tel¨¦fono desde el que una voz les da instrucciones. La primera, pasar la noche en un hostal donde los recoger¨¢n a la ma?ana siguiente. Al amanecer los cruzan en lancha a Panam¨¢ y se puede decir que ah¨ª arranca el peligro.
En un punto de control les requisan cuchillos y pistolas, incluso tijeras capaces de seccionar una arteria. Si son apuestos, si cumplen el perfil, les graban un v¨ªdeo que subir¨¢n a redes sociales a modo de anuncio: ¡°Este paso es seguro. ?V¨¦nganse! Llamen al¡¡±. Spoiler: no lo es. Llega el momento de desembolsar 350 d¨®lares por persona, con un descuento en el caso de los ni?os. El negocio en este punto lo controla el Clan del Golfo, un grupo paramilitar en guerra con el ej¨¦rcito colombiano y varias guerrillas todav¨ªa no disueltas. En cualquier caso, este negocio le pertenece. Desde que se abri¨® la ruta, se calcula que ha facturado m¨¢s de 1.000 millones de d¨®lares. A los migrantes les colocan unas pulseras que m¨¢s adelante les servir¨¢n para que les reconozcan como que han pagado y, por qu¨¦ no decirlo, les confiere una falsa sensaci¨®n de protecci¨®n. En adelante, la diosa fortuna.
El tap¨®n del Dari¨¦n cubre una franja de territorio de casi 160 kil¨®metros de longitud que nunca pudo ser dominada por los europeos. A principios del siglo XV se asentaron aqu¨ª los primeros exploradores espa?oles que, tras cruzarse el mundo, ve¨ªan oro hasta en las piedras. Tras una d¨¦cada, los pocos que no hab¨ªan muerto por enfermedades o perdidos entre la maleza fueron expulsados por tribus ind¨ªgenas. La misma suerte corrieron los colonos escoceses que trataron de establecerse dos siglos m¨¢s tarde ¡ªsu piel rubicunda atra¨ªa a los mosquitos como una bombilla¡ª. Hoy d¨ªa sigue suponiendo una barrera natural para quien quiera viajar por carretera desde Tierra del Fuego a Alaska, ya que el Dari¨¦n parte en dos la ruta Panamericana. No hay forma de evitarlo de ninguna manera. El Dari¨¦n comenz¨® a ser un paso relevante de migrantes hace cuatro a?os. El viaje se alargaba entonces hasta 10 d¨ªas, pero las rutas m¨¢s usadas ahora mismo, para alguien en un estado de forma ¨®ptimo, se puede cruzar en dos o tres d¨ªas. Los m¨¢s mayores y los que cargan con ni?os pueden demorarse hasta una semana, en jornadas de 10 horas de caminata. Al principio la mayor¨ªa que lo cruzaban eran antillanos. Ahora lo surcan, de manera masiva, venezolanos, aunque tambi¨¦n lo hacen colombianos, ecuatorianos, vietnamitas, chinos, congole?os, paquistan¨ªes y afganos, entre otras muchas nacionalidades, que aterrizan en pa¨ªses cercanos en los que no les piden visa. Los asi¨¢ticos y los africanos desembarcan en un planeta extra?o, pero les salva algo de la incomprensi¨®n absoluta Google Translate.
Jonathan Franco se ha adentrado solo en el Dari¨¦n. Pag¨® a las mafias y todav¨ªa le quedaban unos cientos de d¨®lares escondidos entre la ropa. Su mayor miedo era que le robaran por el camino, como ha le¨ªdo en Google que le ocurre a mucha gente. Ese dinero ten¨ªa que ser suficiente para llegar hasta M¨¦xico, como tiene planeado, pedir asilo y viajar a Chicago, donde le espera una sobrina. Pero se ha ido encontrando gente con problemas y ¨¦l, que no sabe decir que no, que se le ablanda el coraz¨®n con poco, ha hecho pr¨¦stamos a inter¨¦s cero. As¨ª que aqu¨ª est¨¢, esta ma?ana, en un pueblito en medio de la traves¨ªa, esperando a que una se?ora reciba de su marido un giro internacional desde Venezuela. No hay signos de impaciencia ni desconfianza en ¨¦l; Franco toma el sol, sereno, como si la maldad no existiera en este mundo.
Visto de cerca, parece un competidor de crossfit. Con 30 a?os, los brazos fibrosos, los abdominales marcados, unos gemelos de gladiador. Con su mochila en la espalda, podr¨ªa haber cruzado el Dari¨¦n en apenas unos d¨ªas, pero de nuevo, el buen samaritano, el hombre al rescate. Se ha dedicado a cargar ni?os de desconocidos y cruzar r¨ªos con ellos en los hombros, subir monte, dejar uno adelante y volver a por otro que se qued¨® atr¨¢s, ante la mirada sorprendida de los padres, que ya no ten¨ªan fuerzas y se hubieran quedado varados si no fuera por ¨¦l. Un se?or que ve¨ªa mucho cine en los ochenta lo mir¨® de arriba abajo y le dijo: ¡°Eres Rambo¡±. As¨ª lo conoce por aqu¨ª todo el mundo. ¡°Qu¨¦ fuerte eres, Rambo¡±, le dir¨¢ dentro de un rato una ni?a de cinco a?os a la que carga en los hombros. Se estima que hay en el mundo 36,5 millones de ni?os migrantes por conflictos, violencia u otras crisis, seg¨²n Unicef. El Fondo de Naciones Unidas para la Infancia, que ha acompa?ado parte de este viaje, asegura que se trata de la cifra m¨¢s alta desde la Segunda Guerra Mundial.
Rambo ha venido solo pero no est¨¢ solo en la vida. De hecho, tiene compa?¨ªa de sobra: cinco hijos de dos esposas distintas. Su plan consiste en reunir suficiente dinero para que su segunda esposa cruce en unos meses la selva y se re¨²na con ¨¦l, donde sea que est¨¦. La verdad, no le ha costado trabajo andar por el barro, ni sentir la lluvia caer por la frente, ni enfrentarse a la corriente de los r¨ªos. Era mototaxista y frutero en Machiques, una ciudad casi fronteriza entre Venezuela y Colombia, y tambi¨¦n ayudaba a su padre en una finca en el campo y, cuando ten¨ªa tiempo, iba al gimnasio. Para ¨¦l no ha supuesto un sobreesfuerzo f¨ªsico, pero aun as¨ª piensa que esta aventura es muy peligrosa: ¡°Viene mucho carajito, mucho viejito. No le deseo a nadie que cruce as¨ª. Ni si est¨¢n gordos. Vi a muchos llorando y con mucho tormento, sin comida. No voy a mandar a mis hijos por aqu¨ª, olv¨ªdate¡±.
El paso de los migrantes ha cambiado la vida de los emberas, las comunidades ind¨ªgenas asentadas en los m¨¢rgenes del r¨ªo. No viv¨ªan aislados; eso no. Sus j¨®venes tienen tel¨¦fonos m¨®viles y se pasan el d¨ªa enganchados a TikTok y escuchan reguet¨®n en las pantallas de plasma de las cantinas. Pero no estaban acostumbrados a que por sus tierras pasaran 200.000 personas al a?o, un flujo que ha trastocado la cotidianidad de un lugar selv¨¢tico alejado hasta hace poco de la urgencia capitalista, donde el 90% de la gente vive en la pobreza. En Bajo Chiquito, los inmigrantes tienen que dormir de forma obligatoria despu¨¦s de pasar un control de las autoridades migratorias paname?as. Llegan a un lugar seguro muertos de cansancio, sucios, con hambre. De repente, ante sus ojos, una peque?a Las Vegas. Las 24 horas del d¨ªa hay abiertas tiendas con neones, puestos de hot dogs, pollos rostizados dando vueltas en asadores, puntos de internet, carga de tel¨¦fonos, hostales con hamacas caribe?as. Los gallinazos, un ave carro?era, acechan desde los tejados con sus grandes alas negras. Los que no tienen dinero descansan en tiendas de campa?a, dentro de una cancha de baloncesto. En una esquina llora Carmen Vel¨¢zquez, una venezolana de 54 a?os que conoci¨® en Facebook a una pastora de una iglesia en Texas, y all¨¢ va a encontrarse con ella. Hace un d¨ªa, angustiada por que se mojaran sus documentos, se los entreg¨® a un chico que acababa de conocer. Ah¨ª guardaba su carn¨¦ de enfermera, oficio que quiere ejercer en ¡°los United States¡±. Ni rastro del joven, ni rastro de su pasaporte, de sus fotograf¨ªas. En un punto de internet, m¨¢s l¨¢grimas: un adolescente que viaja solo habla con su madre por videollamada, despu¨¦s de varios d¨ªas sin contacto. ¡°Ay, mami, qu¨¦ fuerte todo¡±. Ni?os por todas partes, corriendo, enganchados al m¨®vil, pele¨¢ndose con varas ¡ªtambi¨¦n mam¨¢s con los pezones agrietados amamantando a sus beb¨¦s¡ª. De los 286.210 migrantes que han cruzado el Dari¨¦n entre enero y octubre de este a?o, 61.154 eran menores de edad. Uno de cada cinco. En Lajas Blancas, la ¨²ltima localidad que se cruza en la fase m¨¢s dura del trayecto, Unicef tiene una oficina de gesti¨®n de casos de ni?os no acompa?ados o separados de sus padres durante el camino, algo que ocurre m¨¢s veces de lo que uno imagina. Hay una guarder¨ªa, a la que van los m¨¢s peque?os, y un espacio de adolescentes ¡°m¨¢s cool¡±, como explican sus responsables. Tambi¨¦n ofrecen espacio para la asistencia en salud menstrual e higiene femenina. Y se abordan los casos de violencia sexual, que abundan. Una cr¨ªtica habitual a la cooperaci¨®n es que solo se centran en ayudar a los migrantes, lo que quiere decir es que se olvidan de los locales. Sin embargo, Unicef ha instalado plantas potabilizadoras en todas las comunidades de alrededor y ha dispuesto de t¨¦cnicos para que entrenen a los propios emberas en el manejo de las plantas. No es un asunto menor: sol¨ªan hacer la vida alrededor del r¨ªo, a menudo contaminado, lo que causaba muchos problemas de salud.
En el trayecto tambi¨¦n hay lugar para escenas medievales: un ni?o embera permanece tumbado boca arriba, con un cepo aprision¨¢ndole la pierna. Los guardias fronterizos lo agarraron vendiendo bebidas a los migrantes a precio de oro, algo prohibido, y lo castigan as¨ª, a la vista de todos. Le han confiscado un caballo blanco, adem¨¢s. Antes de que anochezca lo dejar¨¢n ir y se marchar¨¢ a toda velocidad por los m¨¢rgenes del r¨ªo, sin poder controlar al animal. Los guardias se reir¨¢n a carcajadas.
Antes de que asome el sol, la guardia ind¨ªgena despierta a los migrantes y los urge a hacer fila en una playa. Nadie, sin excepci¨®n, puede quedarse un d¨ªa m¨¢s en el pueblo, con lo que evitan que bolsas de extranjeros se queden varadas. En la playa forman una fila larga que controla la Seguridad Ind¨ªgena de Migraci¨®n. ¡°Yo ya me quiero ir¡±, se queja un ni?o llamado Luis ¡ªen instantes conoceremos su historia¡ª. Los distribuyen en barcas con motor Yamaha que, en una hora y 20 minutos, r¨ªo abajo, los trasportar¨¢n hasta Lajas Blancas. El billete cuesta 25 d¨®lares por cabeza.
¡ªTengo 10 ¡ªdice un venezolano con un pie en la embarcaci¨®n.
¡ª25, chamo, 25 ¡ªresponde de broma el barquero.
Se r¨ªe enseguida, pero va en serio. Sacan de la fila al muchacho y lo colocan junto a unas matas, al lado de otros con los bolsillos vac¨ªos. Entonces comienza un juego psicol¨®gico. Los ¨²ltimos barqueros, para rescatar algo de pasaje, bajan a 20. Despu¨¦s a 15. Algunos de verdad est¨¢n sin blanca, otros han le¨ªdo en gu¨ªas de viaje que si aguantas te sale m¨¢s barato. Existe algo conocido como ¡°cupos humanitarios¡±. La subasta se alarga media hora. Al final, los barqueros se cansan y no rebajan m¨¢s: ¡°?A la trocha!¡±. Es decir, a la selva, a un tramo que, si todo va bien, se recorre en siete horas. Llegar¨¢n al siguiente punto cuando sea de noche, exhaustos. No era d¨ªa de cupos humanitarios.
Unos rayos de luz se cuelan entre el follaje y alumbran, como un flexo, a Luis, Luis y Luis. Hay dos cosas que la gente no suele saber de la selva: 1. Siempre da la sensaci¨®n de ser de noche, la vegetaci¨®n apenas deja pasar la claridad. 2. El silencio no existe. Las 24 horas, a todo volumen, suena una sinfon¨ªa de ranas, monos aulladores, guacamayos con incontinencia verbal y perros salvajes. Los mosquitos se mueven en bandada zumbando hasta identificar carne. Los Luises se encuentran en un claro, sentados en piedras prehist¨®ricas. El calor y la humedad han mordido la piel de sus manos, de sus piernas al descubierto. El primer Luis y el segundo Luis son hermanos. Se llevan 11 a?os, pero son casi id¨¦nticos, uno dir¨ªa que hasta gemelos. El tercer Luis es hijo del primer Luis, que a la vez tienen un padre y un abuelo llamado Luis. Vienen de Guayaquil, una de las ciudades m¨¢s peligrosas de la Tierra. Luis Mera, el mayor, de 30 a?os, hace el recorrido por primera vez. En su ciudad, una pandilla le dispar¨® en la rodilla. Hoy muestra la cicatriz que dej¨® la bala por si alguien alberga dudas. En su primera traves¨ªa lleg¨® hasta la frontera de M¨¦xico con Estados Unidos y all¨ª se entreg¨® a las autoridades migratorias ¡ªese es el plan de casi todos los venezolanos, la nacionalidad de la inmensa mayor¨ªa que recorre el Dari¨¦n¡ª. Le quitaron el pasaporte y lo citaron para estudiar su solicitud de asilo en una corte. Luis vivi¨® en Roosevelt, en el Estado de Nueva York, colocando vidrios en altura ¡ªguarda v¨ªdeos y fotos que muestra con orgullo¡ª. Junt¨® dinero para volver a por uno de sus cinco hijos, todos ellos con distintas madres. Pero despistado como es, un poco dejado, no se present¨® a la vista judicial, as¨ª que fueron a buscarlo y lo deportaron. ¡°La migra¡±, asegura, ¡°juega con tu psicolog¨ªa¡±. Se va a volver a entregar, con su hijo de la mano, y que sea lo que tenga que ser. ¡°Esto ya est¨¢ en manos de Dios¡±.
La ruta est¨¢ regada de cad¨¢veres que los migrantes encuentran a su paso, como los alpinistas que se topan, en el ascenso hasta el Himalaya, con los cuerpos congelados de los que lo intentaron antes. Seg¨²n el Proyecto Migrantes Desaparecidos de la Organizaci¨®n Internacional para las Migraciones (OIM), agencia de las Naciones Unidas, entre 2015 y 2024 se han reportado 536 muertes de migrantes en esta selva, 172 de ellos en lo que va de a?o. Manuel Contreras, un venezolano de 31 a?os, orondo, de mucho pelo, cruzaba un platanal hace unos d¨ªas cuando se encontr¨® el cad¨¢ver de un se?or que, por su grado de descomposici¨®n, deb¨ªa de haber muerto una semana antes. Se tap¨® la nariz y la boca con las manos ¡ª¡±los muertos huelen a muerto, no hay otra forma de explicarlo¡±¡ª y cruz¨® lo m¨¢s r¨¢pido que pudo ese tramo. M¨¢s adelante, subi¨® la monta?a de La Llorona, uno de los pasos m¨¢s peligrosos de la ruta del Dari¨¦n. Los migrantes ascienden y descienden con sogas un terreno escarpado, en el que una ca¨ªda puede resultar mortal. De hecho, la llaman as¨ª por los lamentos y las l¨¢grimas que vierten quienes se enfrentan a ella. ¡°Tambi¨¦n por otra cosa¡±, explica Contreras. ¡°Escuchas ni?os llorar mientras subes La Llorona. Yo me regres¨¦ y todo pensando: marica, hay un ni?o perdido. Es mentira, son alucinaciones, es como el canto de una sirena. Es la selva atray¨¦ndote para matarte¡±. Por suerte, escap¨® del embrujo a tiempo y sigui¨® la marcha. Alguien que conoci¨® despu¨¦s, a la ma?ana siguiente, se desnuc¨® a mediod¨ªa ante sus ojos, al caerse de un risco. Un golpe seco en la base de la cabeza dej¨® su cuerpo inerte tendido sobre unas rocas. Otra muerte m¨¢s que no quedar¨¢ registrada en ning¨²n sitio, un desaparecido m¨¢s al que se lo traga la tierra, sin tumba ni nada que lo recuerde. Ahora que lo piensa, Contreras no recuerda ni c¨®mo se llamaba. En menos de un d¨ªa hab¨ªa visto un cad¨¢ver y hab¨ªa caminado un rato con otro a punto de serlo. Lo peor, sin embargo, estaba al caer. Dice que le gustar¨ªa someterse a una lobotom¨ªa y arrancarse este recuerdo, pero la ciencia, hoy, tiene sus l¨ªmites. Cuando ya pensaba que lo hab¨ªa visto todo, que el viaje no pod¨ªa depararle m¨¢s sorpresas, se encontr¨® con el cuerpo sin vida de una ni?a, a la que le calcula cinco a?os en el momento de la muerte. El pragm¨¢tico que hay en ¨¦l le anim¨® a continuar, como si no hubiera visto nada, pero el idealista se detuvo unos instantes, suficientes para quedarse paralizado. ¡°Cargu¨¦ el cad¨¢ver y lo puse detr¨¢s de unas matas para que no estuviera en mitad del paso y la gente encontrara a la ni?ita as¨ª de golpe. Cavar una tumba me hubiera hecho perder mucha energ¨ªa y mucho tiempo. Lo arrop¨¦ para que no pasara fr¨ªo¡±, cuenta Contreras, a punto de montarse en un autob¨²s e irse a Costa Rica, despu¨¦s de haber cruzado el peligroso tap¨®n.
¡ªPor cierto ¡ªinterrumpe al final¡ª, ?se han cruzados ustedes con el fantasma?
Se refiere al haitiano errante que muchos migrantes aseguran haberse encontrado por el camino ¡ªal menos la mitad de los m¨¢s de 100 consultados para esta historia dan fe de haberlo visto¡ª. Se trata de un se?or mayor, protegido de la lluvia por una bolsa de pl¨¢stico que lleva abrazado a un ni?o. Dicen que se los encuentran en direcci¨®n contraria a la ruta, subiendo La Llorona por donde otros bajan, desandando lo andado, en busca de otro ni?o que se le escap¨® mientras cruzaba el r¨ªo y se lo llev¨® la corriente. La historia, obviamente, no es cierta, pero supone un reflejo de un miedo at¨¢vico, el de los ni?os solos, sin sus padres, perdidos en mitad de la selva. Como les ocurri¨® a Hansel y Gretel, abandonados en un bosque a merced de una bruja can¨ªbal que vive en una casa de jengibre; o a Caperucita Roja, enga?ada por un lobo que la quiere de merienda. Casos hay muchos. Un ni?o que, en un descuido, se adentra en la jungla para no volver a salir. Otro que viaja con unos abuelos que, a mitad de camino, no pueden m¨¢s y dejan la vida de su nieto en manos de unos desconocidos. T¨ªos que se hartan de hijos ajenos y los abandonan en medio de la traves¨ªa. O, directamente, a los que la familia les ha atado una mochila a la espalda, metido unos cientos de d¨®lares en el bolsillo y lanzado a la aventura, como el que tira una botella al mar. Eso ocurre cada d¨ªa. ¡°Solitos¡±, responden esos ni?os cuando les preguntan con qui¨¦n viajan. En los pueblos hay espacios espec¨ªficos para menores no acompa?ados. En Lajas Blancas, un martes, un matrimonio del Congo espera a que le devuelvan a un beb¨¦ de ocho meses. Los padres no explican c¨®mo lo perdieron, los funcionarios de migraci¨®n tampoco. Por la ma?ana, llevaron a toda la familia a la Fiscal¨ªa de la ciudad m¨¢s cercana, Metet¨ª, donde el padre y la madre rellenaron un cerro de documentaci¨®n y se hicieron una prueba de paternidad, que dio positiva. Antes de que se vaya el sol se lo devuelven y la pareja se sienta, debajo de un ¨¢rbol, a que la madre le d¨¦ el pecho.
Cuando los europeos hu¨ªan comidos por los mosquitos, aterrados por los ruidos de la jungla y enceguecidos por la malaria, los antepasados de Esmeralda Dumosa permanec¨ªan impasibles donde llevaban viviendo cientos de a?os y pensaban pasar otros tantos. Dumosa, una reina de otro tiempo, se sienta con majestuosidad en una silla frente a su casa. A sus 53 a?os, es la necora ¡ªalcaldesa¡ª de Bajo Chiquito, la jefa, la que manda aqu¨ª. Su marido, un se?or taciturno pegado a ella, funge de secretario. Lleva una libreta en la mano y varios bol¨ªgrafos en un bolsillo de la camisa. El matrimonio tiene un problema, y por tanto lo tienen todos los habitantes ind¨ªgenas de Bajo Chiquito. Las autoridades les han prohibido subir r¨ªo arriba en busca de migrantes a los que ayudan a hacer el camino m¨¢s f¨¢cil y a los que cobran un buen pellizco. Ese transporte ha quedado suspendido hasta nueva orden. Porque acaba de pasar algo espantoso: el Senafront (el Servicio Nacional de Fronteras de Panam¨¢) hace unos d¨ªas abati¨® a dos ladrones que, seg¨²n su versi¨®n, dispararon primero. Eran ¡°bandidos y ladrones¡± locales, de este pueblo y alrededores, contaron las autoridades. Dumosa arruga la cara y asegura haber identificado un complot para culpar a su gente de atracar y violar, y por eso anda tan disgustada. Los emberas no son criminales, explica. Como mucho hay un par de ovejas descarriadas que no hacen caso a sus ancestros y se dedican al pillaje. Pero la necora, ahora que lo piensa, cae en la cuenta de que hay un problema mayor. Es entonces cuando se prende como una cerilla, abre los brazos indignada e identifica de un plumazo a los generadores de caos y problemas: ¡°Los hombres, no conf¨ªo en ellos¡±.
Entre las sombras aparece Endri Paz, de 41 a?os, todo vestido de negro, con una camiseta de las Special Olympics que se celebran en Florida. En todo el d¨ªa no ha comido m¨¢s que ¡°pura agua¡±. Caminaba con una mujer que se desmay¨® en mitad de la selva, donde ha quedado inconsciente. Su novio permanece a su lado, de centinela. La noche, pendenciera, se les ech¨® encima. Se encuentran en alg¨²n punto cercano a Bajo Chiquito, ?cu¨¢l? Endri no sabe con exactitud. Hay que rescatarlos, salvarlos, no se pueden quedar ah¨ª a merced de la muerte, implora Endri, que no los conoce de nada, solo de un rato de traves¨ªa juntos, pero ahora es due?o de sus destinos. El marido de la necora, el secretario, suspira: no le queda otra. Junta a un par de emberas m¨¢s y bajan hasta el r¨ªo, donde se suben a unas canoas. Con el ruido del motor, la embarcaci¨®n se adentra en la oscuridad. La v¨ªa l¨¢ctea con su estela dorada cruzando el cielo. ¡°Creo que aqu¨ª, aqu¨ª fue¡±, se?ala Endri. El secretario, al que ya toca ponerle nombre (Rub¨¦n Guainora), toma la delantera. La negrura no permite ver nada m¨¢s all¨¢ de medio metro. Guainora, sin embargo, va abriendo paso sin vacilar. En las bifurcaciones, le pregunta a Endri: ¡°?Por ac¨¢?¡±. ¡°S¨ª, por ac¨¢¡±, responde ¨¦l. ¡°No, no, no puede ser¡±. El secretario prefiere seguir su instinto. Se adentra un kil¨®metro, cinco en un terreno normal, con una linterna de mano. Las botas se llenan de barro. Las ramas de los ¨¢rboles y las puntas de las plantas pican como insectos. Alrededor, una enorme explosi¨®n de vida que te quiere aniquilar. Se escucha un lamento m¨¢s adelante. Guainora acelera el paso y encuentra la siguiente escena: una mujer sin conciencia en el interior de una tienda de campa?a y, al lado, un marido angustiado. Llevan horas sin agua ni comida, desorientados. Ella se llama Kimberly Rodr¨ªguez, venezolana de 33 a?os. ?l, Juan Pablo, de Medell¨ªn, que guarda un parecido muy grande con el cantante Nanpa B¨¢sico, por flaquito, poca cosa, ligero como una pluma. Apenas se conocieron hace un mes por Facebook y se convencieron el uno al otro de tratar de llegar a Estados Unidos. Nanpa B¨¢sico ha tratado de cargar con ella, pero no le dan las fuerzas; ella lo sabe y tiene miedo de caerse cuando se le cuelga a la espalda. Nanpa B¨¢sico es un ¡°pelao¡± de Medell¨ªn que tuvo que salir huyendo de all¨ª porque ¡°sape¨® una plaza de vicio en la comuna 13¡å. Traducci¨®n: delat¨® a unos vendedores de droga. Kimberly vuelve en s¨ª despu¨¦s de que le pongan agua en los labios. Guainora, que no mide m¨¢s de metro y medio, le dice ¡°sube¡± y ella se cuelga a su espalda. El embera camina de vuelta con la misma facilidad que hab¨ªa llegado al lugar. ¡°Qu¨¦ camino tan bravo¡±, dice Nanpa B¨¢sico. ¡°Parce, no la logramos¡±.