?Qu¨¦ salvar¨ªas, a un perro o un ¡®goya¡¯?
Una humillaci¨®n a?adida a la dificultad de acceso a la vivienda es lo que tiene de condena a la provisionalidad
De ni?os no nos suelen gustar los esp¨¢rragos ni las novelas de Thomas Mann, pero la vida nos cambia tanto que llega un d¨ªa que incluso visitar una tienda de l¨¢mparas ya no nos parece un tedio, sino un plan perfecto para la ma?ana del s¨¢bado. Si la tienda es de alfombras, el plan puede hasta aspirar al adjetivo de ¡°excitante¡±. Sin duda, estas satisfacciones de adulto llevan consigo una melancol¨ªa de la edad: c¨®mo no echar de menos, nos decimos a veces, aquello...
De ni?os no nos suelen gustar los esp¨¢rragos ni las novelas de Thomas Mann, pero la vida nos cambia tanto que llega un d¨ªa que incluso visitar una tienda de l¨¢mparas ya no nos parece un tedio, sino un plan perfecto para la ma?ana del s¨¢bado. Si la tienda es de alfombras, el plan puede hasta aspirar al adjetivo de ¡°excitante¡±. Sin duda, estas satisfacciones de adulto llevan consigo una melancol¨ªa de la edad: c¨®mo no echar de menos, nos decimos a veces, aquellos a?os de esplendor salvaje, cuando nos bastaba con una cama y una cafetera, ignor¨¢bamos qu¨¦ demonios fuese el capiton¨¦ y ten¨ªamos que disimular nuestro malestar cuando alguien pronunciaba las palabras ¡°blanco roto¡±. Pero es pensar esto y acordarse de inmediato de no s¨¦ qu¨¦ sartenes de cobre a las que tenemos echado el ojo, y en un instante se han esfumado las nostalgias. Porque ya no nos bastan una cama y una cafetera, y es perfecto que sea as¨ª.
Confieso una gran consolaci¨®n cada vez que alguien de mi quinta parece tener no dir¨¦ que pasi¨®n por la porcelana de Meissen, pero s¨ª al menos la soltura de decir si algo es bonito o no lo es. Nacido en 1980 y criado en un colegio de chicos, la reacci¨®n esperada ante un jarr¨®n era menos datarlo que darle un balonazo, y cualquier inclinaci¨®n visible por el mundo de la tapicer¨ªa hubiese merecido una reprobaci¨®n quiz¨¢ no solo silenciosa. La decoraci¨®n pod¨ªa ser un muy buen tema de conversaci¨®n entre las mujeres mientras los hombres miraban el f¨²tbol con un whisky, pero nuestra relaci¨®n con la belleza dom¨¦stica deb¨ªa ser tan inexistente como nuestra relaci¨®n con la yihad isl¨¢mica. As¨ª, hemos tenido que dejar pasar a?os y armarnos de valor para confesarnos a nosotros mismos que decorar nos gusta. Por supuesto, quedan resabios a¨²n del ¡°hombre viejo¡±: no se nos va el alipori, por ejemplo, ante esas parejas que posan frente a una mas¨ªa ¡ª?frente a otra mas¨ªa!¡ª reci¨¦n restaurada en l¡¯Empord¨¤. Cierro los ojos y me parece verlos: ¨¦l lleva jersey color turba y ella dice a la revista que ¡°Claudia y Bruno no salen de la alberca¡±.
Hay una relaci¨®n, claro, entre la madurez y las casas, que en parte tiene que ver, ay, con esa noci¨®n tan espa?ola y tan verdadera y tan tr¨¢gica de ¡°tener donde caerse muerto¡±. De hecho, una humillaci¨®n a?adida a la dificultad de acceso a la vivienda es lo que tiene de condena a la provisionalidad, de extensi¨®n eterna de la adolescencia, frente a ese trabajo de habitar una casa, que va a durar ¡ªy que va a dignificarnos¡ª toda una vida. Mario Praz cita un proverbio ¨¢rabe que es a la vez una intuici¨®n universal: ¡°Cuando la casa est¨¢ terminada, entra la muerte¡±. Mientras, como quer¨ªa Churchill, al ir haciendo nuestra casa, ella nos va haciendo tambi¨¦n a nosotros.
En las cenas de amigos, una antigua novia, para animar la conversaci¨®n, planteaba la pregunta: en una casa en llamas, ?qu¨¦ salvar¨ªas, a un perro o un goya? En nuestra propia casa, creo que todos sabemos aquello que m¨¢s nos doler¨ªa perder en un fuego o ¡ªay¡ª una riada: no las cosas por las que pagamos m¨¢s, sino las cosas que nos descifran mejor, aquellas a las que damos un sentido porque en realidad nos dan un sentido a nosotros.
Ya moribundo, cuentan que el cardenal Richelieu se iba despidiendo con tristeza de sus bibelots, de sus lujos, de sus cuadros. De muchacho, esto me parec¨ªa de un materialismo ¡ªde una frivolidad¡ª intolerable. Solo el tiempo nos ense?a que rodearnos de cosas, de cosas bonitas, de cosas significativas, es una de las maneras que tenemos de decir ¡°l¨ªbranos del mal¡±. Es un conjuro. Savinio escribe que los objetos de los que nos acompa?amos ¡°constituyen reinos min¨²sculos, pero no menos respetables que los grandes¡±. Ser¨¢ porque esas cosas nuestras terminan por conformar un mapa de nuestros afectos. La manta que nos regal¨® no s¨¦ qui¨¦n. La vajilla de los d¨ªas importantes, con el eco de una felicidad antigua. Esas camas donde nac¨ªa y mor¨ªa gente. Pero tambi¨¦n la caligraf¨ªa de alguien que nos quiso. Tantos algos que nos recuerdan a alguien o ¡ªsencillamente¡ª a aquel que fuimos.
Praz habla de c¨®mo la figura del coleccionista sale muy mal parada del psicoan¨¢lisis, y ¨¦l mismo ¡ªque lo era en modo excelso¡ª se?ala que la del coleccionismo es una pasi¨®n ¡°profundamente ego¨ªsta y limitada, mezquina incluso¡±. Es una percepci¨®n que todos m¨¢s o menos compartimos: nadie quiere parecer un Di¨®genes. Pero quiz¨¢ estemos siendo injustos con nosotros mismos. Si buscamos estar rodeados de aquello que amamos, es por una verdad que llevamos inscrita por dentro: que todo lo que amamos nos devuelve ese amor reflejado de alg¨²n modo