Afganist¨¢n: el infierno de las mujeres
El regreso de los talibanes al poder ha provocado en Afganist¨¢n la mayor crisis para los derechos de las mujeres del planeta. Las leyes en esta dictadura isl¨¢mica van dirigidas contra las afganas, que son v¨ªctimas de un cruel apartheid de g¨¦nero. Un viaje desde Kabul hasta las provincias m¨¢s turbulentas para entender la vida en un Estado fallido, mis¨®gino y tribal.
¡°C¨®mo me voy a sentir siendo mujer en Afganist¨¢n, como si me hubieran robado la vida. Mira c¨®mo voy vestida, me obligan a llevar esta ropa, a taparme la cara. Yo no he elegido esto¡±. Estamos en un hospital de la m¨ªsera periferia de Kabul. La doctora que pronuncia estas palabras va cubierta de pies a cabeza por un espeso lienzo negro que apenas deja al descubierto el ¨®valo de su rostro....
¡°C¨®mo me voy a sentir siendo mujer en Afganist¨¢n, como si me hubieran robado la vida. Mira c¨®mo voy vestida, me obligan a llevar esta ropa, a taparme la cara. Yo no he elegido esto¡±. Estamos en un hospital de la m¨ªsera periferia de Kabul. La doctora que pronuncia estas palabras va cubierta de pies a cabeza por un espeso lienzo negro que apenas deja al descubierto el ¨®valo de su rostro. Tiene una mirada triste. Maneja un ingl¨¦s perfecto. Revuelve entre los pliegues de su abaya, saca un m¨®vil y muestra la imagen de una joven sonriente, con vaqueros, blusa blanca y la melena suelta: es ella hace poco m¨¢s de tres a?os. ¡°Nos han dejado fuera del sistema, sin un proyecto de vida, como un peso muerto. Me siento en un cementerio de sue?os¡±.
Hace poco m¨¢s de tres a?os, entre el 15 y el 30 de agosto de 2021, los restos de los ej¨¦rcitos de Estados Unidos y de las decenas de aliados que participaron en la aventura militar afgana durante dos d¨¦cadas abandonaron el pa¨ªs desde el aeropuerto de Kabul, dejando las pistas salpicadas de cad¨¢veres de afganos que pretend¨ªan huir y el camino expedito a los talibanes para hacerse con el poder e imponer su dictadura isl¨¢mica. En torno a 130.000 personas partieron durante esos 15 d¨ªas de caos sin pasaje de vuelta. Fue una retirada con sabor a rendici¨®n. El resultado del acuerdo de paz firmado en Doha (Qatar), en febrero de 2020, entre la primera Administraci¨®n de Trump y la c¨²pula de los talibanes, entre un diplom¨¢tico con traje y corbata y un mul¨¢ con t¨²nica y turbante. En ambas delegaciones no hab¨ªa ni una sola presencia femenina. Para un diplom¨¢tico afincado en Afganist¨¢n: ¡°En Doha no se negoci¨® nada sobre los derechos de las mujeres, los derechos humanos y la protecci¨®n a los civiles; se habl¨® de seguridad y terrorismo. Los talibanes fijaron las condiciones. Y el mundo asinti¨® y se march¨®. Ning¨²n pa¨ªs ha reconocido oficialmente ese Gobierno de facto talib¨¢n; ha habido sanciones t¨¦cnicas y financieras, y se han congelado sus fondos en el exterior (unos 8.000 millones de euros), pero nos hemos olvidado de su gente. Afganist¨¢n ya no est¨¢ en nuestra agenda¡±.
La derrota del 15 de agosto de 2021 la tendr¨ªa que asumir para la historia Joe Biden. Fue el ¨²ltimo regalo envenenado de Donald Trump. En una comparecencia ante el Congreso de Estados Unidos el pasado diciembre, Antony Blinken, el secretario de Estado en tiempo de descuento de Biden, se disculp¨® tibiamente por aquella huida precipitada y reiter¨® que su presidente no tuvo alternativa. Lo que no reconoci¨® Blinken es que esa derrota militar y diplom¨¢tica ha desencadenado la peor crisis contra los derechos de las mujeres de todo el planeta. Lo que Naciones Unidas califica como ¡°apartheid de g¨¦nero¡±, y algunos pa¨ªses (entre ellos, Espa?a) presionan para que sea perseguido por la Corte Penal Internacional como un delito de lesa humanidad del Gobierno de los islamistas contra los 23 millones de afganas. El objetivo de los talibanes, que act¨²an al tiempo como cl¨¦rigos, legisladores, polic¨ªas y jueces, es eliminar sistem¨¢tica y concienzudamente a las mujeres de la esfera p¨²blica y condenarlas al arresto domiciliario. Que tengan hijos (han proscrito los anticonceptivos), laboren el campo, trabajen en casa y sean invisibles. Ya lo son. As¨ª justific¨® la actitud del Ejecutivo afgano su ministro del Interior, Sirajuddin Haqqani (un notorio insurgente por cuya cabeza ofrece el FBI una recompensa de 10 millones de d¨®lares): ¡°Queremos defender el honor, la reputaci¨®n y la seguridad de nuestras mujeres¡±.
Es una vuelta a la casilla de salida tras 20 a?os de guerra, dos millones de muertos y centenares de miles de millones de euros enterrados en este territorio olvidado de Asia, basado en la agricultura (con ¨¦nfasis en el cultivo de opio), con 45 millones de habitantes, surcado por crueles cordilleras, sin salida al mar y empotrado entre Pakist¨¢n, Ir¨¢n y China y tres rep¨²blicas exsovi¨¦ticas. Y que ha derrotado a las potencias de cada cap¨ªtulo de la historia: la Inglaterra colonial del siglo XIX, los rusos en la d¨¦cada de 1980 y los estadounidenses en este siglo. Hasta llegar al actual callej¨®n sin salida. Para tener una idea de las brutales restricciones de los derechos de las mujeres afganas en cuanto a libertad de movimiento, expresi¨®n y opini¨®n, acceso a la justicia y la cultura, participaci¨®n en la vida p¨²blica y la econom¨ªa, vestimenta, educaci¨®n, atenci¨®n sanitaria, sexualidad o trabajo, solo hay que acudir a las fetuas de los primeros gobiernos de los entonces misteriosos talibanes, en 1996. A¨²n faltaban cinco a?os para el atentado de las Torres Gemelas y la invasi¨®n de Estados Unidos a Afganist¨¢n bajo el ep¨ªgrafe de Operaci¨®n Libertad Duradera, que buscaba acabar con los terroristas de Al Qaeda hospedados en su territorio. La consecuente operaci¨®n de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF), formada por 50 pa¨ªses y liderada por la OTAN, pretend¨ªa estabilizar el pa¨ªs. Llegaron a tener a 130.000 soldados sobre el terreno. No lograron ni una cosa ni la otra. El desenlace de la interminable guerra de Afganist¨¢n (2001-2021) ha sido regresar al principio.
El pa¨ªs sufre un bucle temporal que conecta el presente con lo ocurrido 25 a?os atr¨¢s: los burkas, los AK-47, las flagelaciones y ejecuciones p¨²blicas, la pobreza, el aislamiento. La vida en Afganist¨¢n es un siniestro d¨ªa de la marmota. Sin embargo, antes del regreso de los talibanes, hubo a?os de esperanza para las afganas bajo el protectorado de la comunidad internacional. Hab¨ªa 18.000 centros escolares en el pa¨ªs. Cerca de tres millones de ni?as asist¨ªan a las escuelas primarias. Decenas de miles de chicas acud¨ªan a la Universidad. El 27% de los esca?os del Parlamento estaban ocupados por diputadas y varias ocupaban departamentos ministeriales. Tambi¨¦n hab¨ªa juezas, fiscales y abogadas, directoras de hospital, cirujanas, profesoras, pilotos, artistas, locutoras de televisi¨®n y cantantes. En 2009 se redact¨® una avanzada legislaci¨®n sobre violencia de g¨¦nero (la ley para la eliminaci¨®n de la violencia contra la mujer) que penalizaba 22 formas de agresi¨®n, desde la violaci¨®n y el matrimonio infantil, hasta el matrimonio forzado y la inmolaci¨®n por la fuerza. Se cre¨® incluso un Ministerio de Asuntos de la Mujer.
Nada m¨¢s hacerse con el poder en 2021, los talibanes lo suprimieron e instalaron en su edificio el Ministerio de Prevenci¨®n del Vicio y Promoci¨®n de la Virtud, dotado de su propia polic¨ªa defensora de las costumbres. En d¨ªas se prohibi¨® a las mujeres volver al trabajo. Especialmente en el sector p¨²blico. Solo quedaron exentas las profesionales de la sanidad, las maestras de primaria, las empleadas de seguridad y banca privada y (en algunos casos) las que estaban a sueldo de las ONG. En semanas se eliminaron 14.000 empleos femeninos en la Administraci¨®n. M¨¢s del 60% de las afganas perdieron sus trabajos. Todo junto ha provocado una ca¨ªda de ingresos en los ya depauperados hogares de hasta 1.000 millones de euros anuales. En marzo de 2022 se impidi¨® acudir a las escuelas de secundaria a 1,5 millones de ni?as a partir de los 12 a?os (lo que ha representado, seg¨²n Unicef, m¨¢s de 3.000 millones de horas de aprendizaje perdidas). En diciembre de ese a?o se las arroj¨® tambi¨¦n de la Universidad, su ¨²ltimo refugio. El ministro de Educaci¨®n, el veterano se?or de la guerra Muhammad Nadim, aclar¨® al respecto: ¡°Las estudiantes no cumpl¨ªan el c¨®digo de vestimenta isl¨¢mico, asist¨ªan a clases sin un tutor masculino, estudiaban en el mismo aula que los varones y viajaban de una provincia a otra sin un acompa?ante familiar. No podemos consentir que la Universidad se convierta en una herramienta para desestabilizar al Gobierno¡±. A finales de 2024 se clausuraron las escuelas privadas de enfermer¨ªa. Casi 40.000 mujeres se quedaron fuera de sus aulas en un pa¨ªs que necesita 18.000 comadronas. Las mujeres solo pueden ser atendidas m¨¦dicamente por profesionales del g¨¦nero femenino y la tasa de mortalidad infantil y maternal es la m¨¢s elevada del planeta. ¡°Si solo nos pueden tratar las m¨¦dicas y enfermeras, y ya no se forman en la Universidad, qui¨¦n nos va a curar, esto va a ser un holocausto¡±, analiza una profesional afgana.
Cuando se aterriza de amanecida en el inmenso y desierto aeropuerto de Kabul, al que llegan contados vuelos desde Dub¨¢i, Ir¨¢n, Arabia Saud¨ª y Pakist¨¢n, y los cuatro periodistas de EL PA?S se encaminan al precario servicio de inmigraci¨®n, el bucle temporal se activa: efectivamente, los talibanes gobiernan Afganist¨¢n. Al igual que entre 1996 y 2001. Aquellos feroces guerreros de aspecto rural, armados hasta los dientes, cuya log¨ªstica militar eran las peque?as motocicletas Lifan y Caspian, son la autoridad del pa¨ªs. Su Ej¨¦rcito y Polic¨ªa. Un polit¨®logo afgano divide al movimiento talib¨¢n en tres niveles: ¡°El top circle tiene buena educaci¨®n, han vivido fuera y quieren que se recupere la econom¨ªa y el reconocimiento internacional, ofreciendo a cambio que Afganist¨¢n no vuelva a ser un santuario del terrorismo. El c¨ªrculo medio son los bur¨®cratas, gente que viene del r¨¦gimen anterior, se ha cambiado de chaqueta, se est¨¢n adaptando a su estilo de vida y son imprescindibles para que el pa¨ªs no se derrumbe, porque los actuales talibanes no tienen experiencia de gobierno ni de gestionar un pa¨ªs. El problema es que decenas de miles de profesionales han huido en una dram¨¢tica fuga de cerebros. Para terminar, el c¨ªrculo inferior lo forman los talibanes que est¨¢n en la calle, que son analfabetos y muy susceptibles; su ni?ez y juventud han transcurrido en plena guerra, tienen una educaci¨®n rigorista y son los que meten miedo. Si sus mul¨¢s les ordenan que maten, matar¨¢n. Sin pesta?ear¡±.
Estos ¨²ltimos nos reciben en el aeropuerto de Kabul. Visten una combinaci¨®n de prendas tradicionales con complementos de camuflaje y el fusil al hombro. Nos interrogan con la mirada. Despu¨¦s llega la desasosegante comprobaci¨®n administrativa en un cub¨ªculo de falsa madera donde bulle una tetera. Las ¨²nicas mujeres son tres empleadas que se dedican a los registros femeninos. El tr¨¢mite de entrada no es largo. Pero nos retiran durante 48 horas los pasaportes. Lo que nos originar¨¢ esa misma noche una larga detenci¨®n en un check point de los talibanes, sin documentos, conexi¨®n en el m¨®vil ni posibilidad de comunicarnos en ingl¨¦s. Nos rescatar¨¢ Naciones Unidas v¨ªa un tel¨¦fono internacional de emergencia. Al d¨ªa siguiente, el jefe de seguridad de Unicef, antiguo oficial brit¨¢nico, intenta tranquilizarnos: ¡°Los periodistas no son en estos momentos un objetivo militar. El problema ser¨ªa un secuestro o que les pille un ataque en un check point, un tiroteo o un cami¨®n bomba. Lim¨ªtense al programa y no se metan en l¨ªos¡±. Bienvenidos al Emirato Isl¨¢mico de Afganist¨¢n.
Ondea en Kabul la nueva bandera blanca cruzada en negro con la inscripci¨®n vertebral del islam, la shahada: ¡°No hay m¨¢s dios que Al¨¢¡±. Nos sumergimos en el hormigueo de una ciudad de cinco millones de habitantes con una pobreza que supera a la mitad de la poblaci¨®n, y donde el 40% tiene menos de 14 a?os. Se suceden los mercadillos y puestos callejeros; la venta de verduras, frutas y pollos que corretean junto a ganchos con carne colgada a la intemperie; el cauce del r¨ªo Kabul es un basurero donde desembocan las aguas fecales de la ciudad; abundan las mezquitas con c¨²pulas doradas; imperan los viejos taxis Toyota Corolla azul turquesa (muchos, con el volante a la derecha porque son m¨¢s baratos de importar de Jap¨®n). Hay perros callejeros, barrizales, cambistas, ni?os y mujeres con burka pidiendo limosna, reba?os dispersos de ovejas y un tr¨¢fico sin ley orquestado por una sinfon¨ªa de bocinas. Las avenidas m¨¢s importantes, especialmente en la Zona Verde que alberg¨® a las embajadas (hoy cerradas o aletargadas), se convierten en embudos de controles y filas interminables de m¨®dulos de hormig¨®n de cuatro metros de altura (los T wall) que protegen los edificios de los disparos y los coches bomba. Algunos han sido decorados con vers¨ªculos del Cor¨¢n y consignas pol¨ªticas. Y pasquines gubernamentales indicando a las mujeres c¨®mo llevar adecuadamente el velo. El muro que rodea la fantasmal legaci¨®n estadounidense est¨¢ cubierto por un gran grafiti que representa la bandera de las barras y estrellas desmoron¨¢ndose por el empuje de muchas manos junto a este texto: ¡°Nuestra naci¨®n derrot¨® a Estados Unidos con la ayuda de Dios¡±. Nadie parece prestarle mucha atenci¨®n.
En las tiendas y peluquer¨ªas no hay representaci¨®n de rostros. Est¨¢ prohibido. Algunos anuncios femeninos han sido burdamente emborronados con pintura. Y los maniqu¨ªes, decapitados o sus cabezas cubiertas con bolsas de pl¨¢stico. Los salones de belleza y peluquer¨ªas femeninas fueron obligados a cerrar el a?o pasado. Eran uno de los ¨²ltimos lugares donde las afganas pod¨ªan escapar unas horas de su clausura. Los talibanes son omnipresentes en las calles; las armas, ubicuas: viejos kal¨¢shnikov reparados con cinta adhesiva para los niveles m¨¢s bajos del escalaf¨®n y fusiles americanos M16 y M4 para los batallones de la muerte, que se mueven con displicencia en camionetas artilladas.
Las escasas mujeres que se ven por las calles llevan el rostro tapado con burka, velo o la socorrida mascarilla negra y tienen prohibido en su indumentaria las deportivas, los tacones y el color blanco. Los mandamientos de su comportamiento son interminables, no cumplirlos puede conducirlas sin juicio a la tortura y la c¨¢rcel. Entre los art¨ªculos m¨¢s destacados de esa legislaci¨®n est¨¢n los siguientes: ¡°La mujer debe cubrir todo su cuerpo. La mujer debe cubrirse la cara para evitar que se produzca un desorden o caos social. Las voces de las mujeres (en una canci¨®n, un himno, un recital, una reuni¨®n) tambi¨¦n deben ocultarse. La ropa de una mujer no debe ser fina, corta ni ajustada¡±. Las ni?as, camino de colegio, van con velo. Las afganas tienen vetados los ba?os p¨²blicos, los parques, cines, estadios, gimnasios, el transporte p¨²blico junto a varones y la pr¨¢ctica de deporte en la calle. No pueden usar tel¨¦fonos inteligentes. No pueden conducir. Cuando van al m¨¦dico deben ir acompa?adas por un tutor. No pueden viajar solas a m¨¢s de 72 kil¨®metros. No pueden abandonar el pa¨ªs.
Aunque la mayor¨ªa de los hombres son muy j¨®venes, no se divisan prendas deportivas ni camisetas de f¨²tbol, un deporte que ha sido desterrado del pa¨ªs. El cr¨ªquet es el deporte nacional. Ellos tienen vetado, en gen¨¦rico, ¡°imitar a los occidentales en apariencia o car¨¢cter¡±. Visten el atuendo tradicional afgano (el salwar kameez) que debe ser de manga larga, holgado (sobre todo en algunas partes del cuerpo, seg¨²n reza la ley) y por debajo de las rodillas. La barba debe tener al menos un pu?o de longitud (como establece la ley del vicio y la virtud, en su art¨ªculo 22). En esa l¨ªnea de pureza indumentaria se han puesto de moda entre los hombres los chales sobre los hombros y las coloridas alfombrillas de rezar colocadas en el asiento de las motos, al estilo insurgente. La ¨²nica divergencia est¨¦tica masculina se desarrolla en el terreno de las prendas de cabeza. Abundan entre los j¨®venes los peque?os gorros redondos de Kandahar (el territorio ultraconservador donde se origin¨® el movimiento talib¨¢n), pero el turbante negro sigue marcando car¨¢cter entre los jerarcas. La popular gorra flexible pakul, habitual en los muyahidines que lucharon contra los sovi¨¦ticos, no est¨¢ bien vista por el r¨¦gimen, aunque abunda en las monta?as. Y las fuerzas especiales oscilan entre las gorras de b¨¦isbol y las kufiyas ¨¢rabes cubri¨¦ndoles la cara, ambas conjuntadas con gafas negras Oakley.
Para acceder a nuestro hotel, el Serena, el cl¨¢sico de los diplom¨¢ticos en Kabul, hay que atravesar cinco controles de seguridad, con rastreo de los bajos del coche, olfateo de perros, Rayos X, arcos de detecci¨®n de armas y cacheos intensivos a cargo de talibanes. En el hotel es obligatorio pagar la factura en cash y en d¨®lares: el Gobierno de Afganist¨¢n ha sido sancionado a permanecer fuera del circuito financiero internacional y, por consiguiente, del pago con tarjetas. Este hotel-b¨²nker fue el objetivo de un atentado talib¨¢n en enero de 2008, con el resultado de ocho muertos. El hombre que decidi¨® el ataque es hoy el ministro del Interior, Sirajuddin Haqqani. ¡°Le dir¨¢n los l¨ªderes talibanes que Afganist¨¢n es mucho m¨¢s seguro que en 2021, cuando murieron 35.000 personas¡±, explica un intelectual afgano, ¡°y es cierto, ya no hay insurgencia, porque los insurgentes est¨¢n en el poder. Y tambi¨¦n se ha reducido en un 90% el cultivo de opio. Y eso le gusta a la comunidad internacional. El gran problema de los talibanes es el ISIS-K, una filial del Estado Isl¨¢mico con la que combaten a diario, y que asesin¨® a tres turistas espa?oles en Bamiy¨¢n en mayo de 2024. Y tambi¨¦n se esconden en su territorio otra veintena de grupos terroristas¡±.
Un par de meses despu¨¦s de esta entrevista en Kabul, el Estado Isl¨¢mico asesin¨® en un ataque suicida en su despacho del centro de la capital al ministro talib¨¢n Khalil Rahman Haqqani, miembro del poderoso clan Red Haqqani y t¨ªo del citado Sirajuddin. Las divisiones entre los distintos sectores del movimiento talib¨¢n son, al parecer, profundas. Por un lado est¨¢ la misteriosa ala religiosa del movimiento, recluida en Kandahar, con el mul¨¢ Haibatul¨¢ Ajundzad¨¢ al frente (al que nadie ha visto en persona), que dicta las normas y no tiene presencia p¨²blica (¡°lo que provoca en el pa¨ªs una mezcla de desconfianza y deificaci¨®n¡±, seg¨²n un intelectual afgano). Y por otro lado est¨¢n los m¨¢s posibilistas, en Kabul, que ser¨ªan proclives a abrir la puerta a la educaci¨®n de las ni?as. El movimiento talib¨¢n no es una fuerza monol¨ªtica, est¨¢ compuesto por un aluvi¨®n de razas, tribus, subtribus y clanes. Como caricaturiza un contratista occidental en Kabul: ¡°A los talibanes les pasa como en la pel¨ªcula La vida de Brian, en la que estaban el Frente de Liberaci¨®n de Judea y sus escisiones, el Frente Judaico Popular y el Frente Popular del Pueblo Judaico, y as¨ª sucesivamente. Se llevan a matar. Les mantiene unidos el poder¡±. Decididamente, este pa¨ªs no es un lugar tan seguro como pregona la propaganda del Emirato en los medios diplom¨¢ticos para dejar de ser un Estado proscrito.
Entramos en Afganist¨¢n gracias a Unicef, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia. Siete de las principales agencias de la ONU no abandonaron el pa¨ªs en agosto de 2021, como hicieron todas las representaciones diplom¨¢ticas del mundo. Han permanecido aqu¨ª contra viento y marea. Algunos de sus miembros (unos 150 en Kabul, recluidos en un complejo amurallado en la carretera de Jalalabad que se asemeja a una prisi¨®n de alta seguridad) recuerdan aquellas jornadas de caos: los intensos rumores, el cerco de la capital por los talibanes desde sus cuatro puertas de entrada, la ca¨ªda y la huida del anterior Gobierno, el terror de las mujeres, las caravanas para llegar al aeropuerto, los disparos y las explosiones.
Unicef tiene un mandato universal: ser la conciencia global de la infancia y, por extensi¨®n, de sus madres. La vida de sus trabajadores en Kabul es dif¨ªcil. Su tiempo libre jam¨¢s transcurre fuera de las alambradas del complejo, por miedo a los secuestros y atentados. Est¨¢n destinados en Afganist¨¢n sin familia. Rotan. Su dedicaci¨®n es inmensa. El n¨²cleo duro de su labor es proteger los derechos de la ni?ez y las mujeres. Llegan donde el Gobierno afgano no llega. Costean el salario de 27.000 profesionales de la salud, ayudan econ¨®micamente a otros 30.000 y corren con los gastos, las medicinas, el equipamiento y el entrenamiento en 2.400 centros sanitarios. Entre sus logros, atender sanitariamente en un a?o a 20 millones de personas, proporcionar agua potable (las diarreas son el primer motivo de muerte) a 2,1 millones y saneamiento a otro mill¨®n m¨¢s; vacunar a 1,4 millones de ni?os y arrancar de la muerte a 715.000 severamente desnutridos. Y dar educaci¨®n de emergencia a 686.000 menores (el 60%, ni?as). ¡°C¨®mo van a expulsar los talibanes a Unicef de Afganist¨¢n si les hace la mitad del trabajo, estar¨ªan chalados¡±, ironiza un diplom¨¢tico.
Igual de esencial es su papel como testigos de cargo. Son observadores privilegiados de lo que pasa en los rincones m¨¢s profundos de este pa¨ªs y de c¨®mo la comunidad internacional puede remediarlo. Son una correa de transmisi¨®n con el exterior, testigos de los cr¨ªmenes y vejaciones que viven las mujeres. Se mueven en una zona gris, en una diplomacia en la sombra con los talibanes, ¡°donde hay que tener discreci¨®n para que no lo paguen los ni?os¡±, explica un miembro de la agencia. ¡°El Gobierno no se puede mosquear con nosotros; tenemos que ir con pies de plomo. Mantenemos a diario una negociaci¨®n subterr¨¢nea. La educaci¨®n de las ni?as es la l¨ªnea roja del Gobierno: no podemos hablar de ese tema. Pero, mientras, hacemos cosas, en voz baja, discretamente, sin darle publicidad. En caso contrario, nos lo suspender¨ªan en el acto. No lo publicitamos, sino que se lo ofrecemos a las mujeres en nuestros centros, bajo cuerda. Son lugares seguros, donde las ni?as est¨¢n protegidas y las mujeres se pueden reunir y hablar; donde se cuida su salud mental, se habla de pr¨¢cticas saludables de vida, del cuidado de los hijos y se proporcionan (bajo mano) ense?anzas b¨¢sicas. En esa zona en sombra podemos explotar nuestras posibilidades, ir m¨¢s lejos y dar una vida mejor a la gente¡±.
¡ª?Y cu¨¢l es el papel de los hombres afganos en todo ese proceso?
¡ªEllos jam¨¢s vienen a nuestros dispositivos. Su colaboraci¨®n fundamental es que dejen venir a sus mujeres a nuestros centros, que no se lo impidan.
Una profesional afgana de Unicef en un hospital p¨²blico explica: ¡°Aqu¨ª tenemos un problema a?adido: las heridas invisibles de las mujeres. Las ni?as de 12 a?os se derrumban cuando las sacan del colegio y las recluyen en casa. No tienen oportunidades ni opciones. Solo casarse con alguien al que no pueden elegir. Y eso est¨¢ machacando su cabeza. Padecen miedo, depresi¨®n, ansiedad, insomnio. Un tercio de las adolescentes sufren anemia. Pero tambi¨¦n est¨¢ favoreciendo su resiliencia. Ser mujer en Afganist¨¢n es muy muy dif¨ªcil. Estamos capitaneando la oposici¨®n, sobre todo desde las redes sociales, porque en la calle somos un objetivo directo de los talibanes y nuestras manifestaciones se han reducido al m¨ªnimo. En los dos primeros a?os, el 90% de nuestras protestas eran callejeras. Ahora, solo el 6%. Todas estamos tocadas. El 50% de los suicidios se dan entre chicas muy j¨®venes. Las afganas sobrevivimos entre la depresi¨®n, la resiliencia y la huida¡±. Una doctora afgana remacha en Kabul: ¡°Cada mujer es torturada de una manera distinta, tanto mental como f¨ªsicamente. El mayor dolor que soportan las ni?as es la privaci¨®n de la educaci¨®n; la ra¨ªz de su sufrimiento surge de esta falta de escolarizaci¨®n. Se ven privadas de sus derechos, ni siquiera se les permite tener tiempo libre, elegir su ropa o aspirar a un futuro laboral. En Afganist¨¢n, si eres mujer, o resistes o te suicidas¡±.
Empotrarnos una semana en Unicef nos proporciona el acceso a algunos de los rincones m¨¢s rec¨®nditos que han pasado m¨¢s de 40 a?os en guerra y d¨¦cadas gobernados de facto por los talibanes. Vamos a viajar al deprimido distrito de Kabul y a otras tres provincias: Paktia, una de las m¨¢s religiosas y conservadoras, cercana a la frontera con Pakist¨¢n y feudo de la violenta Red Haqqani; Wardak, herm¨¦tica, siempre tutelada por los talibanes, que los boinas verdes estadounidenses intentaron tomar sin ¨¦xito y donde instalaron una c¨¢rcel secreta, y la tribal Surobi, a la que se accede por el vertiginoso desfiladero Tang-e Gharu, donde fueron emboscados los rusos en la d¨¦cada de 1980 y los franceses en 2009. Nuestro medio de transporte son las bestias de las Naciones Unidas: todoterrenos Toyota Land Cruiser 300, con un peso de 5.000 kilos y un blindaje (seg¨²n nos explica un oficial de seguridad) ¡°capaz de resistir el impacto de todo tipo de proyectiles de fusil y la explosi¨®n de 15 kilos de TNT a dos metros¡±. Las tres horas de viaje a Gardez se har¨¢n por motivos de seguridad en una peque?a Cessna de la compa?¨ªa a¨¦rea PACTEC, que se dedica a vuelos humanitarios. El aterrizaje se realiza (despu¨¦s de un intento abortado) en una pista con el aspecto y la textura de un camino de cabras. En torno a ella permanece en perfecto orden de revista la chatarra de una divisi¨®n acorazada sovi¨¦tica, con sus carros de combate ro¨ªdos por el ¨®xido.
En cada recorrido nos acompa?a (y hace un informe de nuestros movimientos) una escolta de los talibanes compuesta por ocho milicianos en camionetas pick-up cuyos gastos corren por cuenta de Naciones Unidas. ¡°Nos protegen de ellos mismos¡±, ironiza uno de nuestros conductores. Es una situaci¨®n inc¨®moda. Las traseras de sus veh¨ªculos son un revoltijo de armas y alfombrillas para rezar. Visten uniformes negros de camuflaje, kufiyas, gafas negras y guantes con los nudillos met¨¢licos; barbas y melenas; llevan todo de tipo de armas (la mayor¨ªa, material dejado atr¨¢s por los estadounidenses), cascos, cuchillos, cargadores, granadas y unas largas bridas para inmovilizar de pies y manos. No estamos autorizados a hablar con ellos. Tampoco se dejan retratar, una ley del Emirato proh¨ªbe ¡°hacer fotograf¨ªas o v¨ªdeos de cualquier objeto animado con computadoras, tel¨¦fonos m¨®viles o cualquier otro dispositivo¡±. El primer d¨ªa el traductor advierte: ¡°Te pueden pegar un tiro en la cara¡±. El ¨²ltimo d¨ªa, uno de ellos, repantingado en un camastro con su fusil americano M16 sobre el pecho, rompe el silencio y nos explica con orgullo que forman parte del Batall¨®n Badri 313, la ¨¦lite de las Operaciones Especiales afganas, conectado con la Red Haqqani, y que han participado en todas las grandes batallas ¡°contra el invasor¡± y en la toma del aeropuerto de Kabul ¡°durante la conquista¡±. Cuando se cansa de responder, pregunta con cara de p¨®quer: ¡°Y usted, ?qu¨¦ opina de la religi¨®n? ?Cree en Dios? ?Es cristiano?¡±. Contestamos lo que el otro quiere escuchar: ¡°Hay un solo Dios, aunque en cada sitio le llamamos de una forma¡±. Y a?adimos un relato sobre Al-Andalus, una joya del islam de la que nunca ha o¨ªdo hablar. ¡°Me suena muy bien lo que me dice usted de ese sitio¡±, responde el talib¨¢n. Pero rechaza el retrato una vez m¨¢s con un gesto de desprecio.
En el campo las mujeres son a¨²n m¨¢s invisibles. Desaparecen en sus casas de adobe sin dejar rastro. Es imposible hablar con ellas. La ¨²nica pista de su existencia es su ropa tendida. Adem¨¢s de esta evidencia, lo m¨¢s duro de Afganist¨¢n es la pobreza. Ya sea en las favelas retrepadas sobre Kabul o en aldeas que no figuran en los mapas. El cambio clim¨¢tico est¨¢ causando estragos con sequ¨ªas e inundaciones. Un campesino cobra cinco d¨®lares por una jornada de trabajo. Se vive de las manzanas, las patatas, el ma¨ªz y las frutas de temporada. El 45% de los reci¨¦n nacidos no est¨¢ registrado; muchos se convertir¨¢n en ni?os soldados. Hay poblados sin agua ni luz.
La mayor¨ªa de las mujeres pare en casa. La ley en cada aldea emana de los ancianos, que imparten justicia de acuerdo a los c¨®digos tribales. Lo explicaba en las monta?as de Paktia el jefe de una tribu, con turbante negro y espesa barba blanca: ¡°Los talibanes mandan en lo pol¨ªtico y nosotros en la vida diaria. Nos repartimos el poder. Aqu¨ª somos orgullosos, solucionamos las cosas sin polic¨ªas ni mul¨¢s. Si una mujer se quiere divorciar, yo le digo que por el pashtunwali [c¨®digo past¨²n] no puede hacerlo y que se vuelva a casa con su marido y cambie su actitud¡±. Cuando se le pregunta al anciano de otra tribu sobre los derechos de las mujeres, contesta: ¡°Tienen su sitio en la casa; y tambi¨¦n se re¨²nen en entierros y en las bodas¡±.
La llegada de los talibanes al poder ha reactivado el circuito de madrasas (escuelas cor¨¢nicas rigoristas), destinadas especialmente a las mujeres tras la prohibici¨®n de su acceso a la educaci¨®n secundaria. Hay, seg¨²n su Ministerio de Educaci¨®n, m¨¢s de 21.000, un 70% controladas por el Gobierno, a las que asisten cerca de 100.000 mujeres, que las aprovechan en muchos casos como la ¨²nica alternativa para seguir estudiando, aunque sea a trav¨¦s del prisma del islam extremo. Lo confirma un afgano: ¡°Mis hijas van a la madrasa un par de horas al d¨ªa; por lo menos salen de casa, pero no tienen ninguna certificaci¨®n oficial y les est¨¢n metiendo mucha porquer¨ªa en la cabeza¡±. En esa l¨ªnea doctrinal, los talibanes han revisado los planes de estudio de toda la educaci¨®n primaria, media y superior, de los que han eliminado, por ejemplo, el concepto de derechos humanos y la igualdad de g¨¦nero, para introducir materias como Recitaci¨®n del Cor¨¢n, Jurisprudencia Isl¨¢mica o Figuras Prominentes del Islam. El aleccionamiento pol¨ªtico-religioso es m¨¢s descarnado que nunca. Durante una visita a un poblado rec¨®ndito de Wardak, donde Unicef ha instalado un servicio de agua potable para 430 alumnos en un colegio aislado, al final del acto, un chaval de 10 a?os es animado por sus profesores a entonar un c¨¢ntico dedicado a los visitantes. Salmodia un rato. Suena claramente a recitaci¨®n del Cor¨¢n. Preguntamos a un profesor ataviado con aditamentos talibanes sobre el sentido de la canci¨®n. Nos enga?a: ¡°Es una tonada popular de los ni?os del colegio¡±. Cuando se va, se acerca otro docente y nos susurra en ingl¨¦s: ¡°Ha cantado parte de una sura del Cor¨¢n sobre la guerra santa que dice: ¡®Salid a luchar, sea cual sea vuestro estado, y combatid con vuestros bienes y vuestras vidas por la causa de Al¨¢¡¯. Trata de la yihad. Es parte del adoctrinamiento en las escuelas¡±.
Dos ni?as, de 15 y 10 a?os, estudian Matem¨¢ticas en Wardak. ¡°Nos gustar¨ªa seguir estudiando y servir a nuestro pa¨ªs¡±, dice una de ellas. ¡°Pero las leyes son as¨ª¡±. La resignaci¨®n tambi¨¦n resuena en las palabras de una profesora llamada Sima: ¡°?Qu¨¦ va a ser de ellas? Ser¨¢ lo que Dios quiera¡±. Otra mujer que prefiere mantener el anonimato se queja: ¡°El Cor¨¢n dice que tenemos los mismos derechos que los hombres, el derecho a trabajar y educarnos. Ese Cor¨¢n de los talibanes no es cierto. Cuando una mujer no est¨¢ educada, no puede educar ni ayudar a sus hijos¡±.
Un profesional afgano, de nombre supuesto Abdullah, tiene claro que el sistema educativo se est¨¢ radicalizando: ¡°Est¨¢ cribando materias y reemplazando los planes de estudio modernos por ense?anzas religiosas. Vamos al precipicio¡±. Abdullah es un profesional de 40 a?os. Habla un ingl¨¦s impecable y ha estudiado dos carreras. Tiene cuatro hijas. La mayor cumple 12 a?os: la edad en la que debe abandonar la escuela. Cuando habla de su futuro, se le humedecen los ojos.
¡ª?Qu¨¦ piensan hacer con su hija?
¡ªEl a?o que viene tendr¨¢ que quedarse en casa aprendiendo con nosotros o, informalmente, por internet, como millones de ni?as m¨¢s en este pa¨ªs. El problema es que esos estudios online no est¨¢n reglados, por lo que son una alternativa temporal. ?Qu¨¦ va a ser de ellas! Otra posibilidad es matricularla en una escuela clandestina, pero es peligroso. La escolarizaci¨®n de las ni?as es la preocupaci¨®n de los padres en Afganist¨¢n. Nadie est¨¢ de acuerdo con esa medida, pero hay miedo y, por eso, miles de familias est¨¢n abandonando el pa¨ªs. Hay seis millones de afganos refugiados fuera.
Comprobamos en algunas de las provincias perdidas de Afganist¨¢n c¨®mo Unicef consigue que en sus peque?os oasis las ni?as canten y bailen en un pa¨ªs donde se proh¨ªbe cantar y bailar; contin¨²en estudiando a partir de los 12 a?os en escuelas alternativas, y que las mujeres se re¨²nan y hablen entre ellas en un pa¨ªs que proscribe que se relacionen. Y reviven a ni?os desnutridos con complejos alimenticios F-75 y F-100, proporcionan agua potable a una poblaci¨®n que en un 42% muere de diarreas y vacunan, median, forman, protegen, dan apoyo psicosocial y aportan la ¨²ltima esperanza a las mujeres en un Estado totalitario que las ha convertido en parias.
Una sola palabra del l¨ªder supremo, el comendador de los creyentes, Haibatul¨¢ Ajundzad¨¢, oculto en Kandahar, puede cambiar la existencia de las afganas. Parece estar empe?ado en no aflojar. ¡°Los talibanes se sienten ganadores y no est¨¢n dispuestos a hacer concesiones¡±, explica un profesional afgano. ¡°Que la comunidad internacional no se olvide de nosotras, que no nos abandone, son nuestra ¨²ltima esperanza¡±, pide una enfermera. Tras la retirada en agosto de 2021, el mundo ha presionado al r¨¦gimen con sanciones econ¨®micas que han machacado a¨²n m¨¢s un pa¨ªs donde la mitad de la poblaci¨®n se muere de hambre y la esperanza de vida es de 54 a?os (30 menos que la de un espa?ol). Un reciente informe de las Naciones Unidas concluye que el pa¨ªs necesitar¨¢ 2.500 millones de euros en ayuda humanitaria solo este a?o. El no reconocimiento diplom¨¢tico de Afganist¨¢n es la ¨²ltima herramienta de presi¨®n de la comunidad internacional para lograr que los talibanes respeten los derechos de las mujeres. Pero ese consenso se est¨¢ resquebrajando: Afganist¨¢n ya tiene embajadas abiertas en numerosos pa¨ªses del mundo y mantiene relaciones no oficiales cada vez m¨¢s estrechas con sus vecinos, Ir¨¢n, Pakist¨¢n, China y las rep¨²blicas de Asia Central; con la mayor¨ªa de los pa¨ªses isl¨¢micos, la India y Rusia. Todas van reabriendo t¨ªmidamente sus legaciones en Kabul. ¡°Frente al no reconocimiento oficial se va imponiendo la realidad de la normalizaci¨®n de facto¡±, explica un polit¨®logo afgano, que contin¨²a: ¡°El ¨²ltimo elemento de negociaci¨®n que les queda a los talibanes son las mujeres. No tienen armas nucleares, petr¨®leo ni socios poderosos. Y van a usar los derechos de las afganas como moneda de cambio para negociar las ayudas y el reconocimiento de la UE y Estados Unidos. Su ¨²nico activo para chantajear al mundo es la subasta de los derechos de las mujeres¡±.
Cuando se le pregunta a una de ellas, la enfermera Wahida Arya, de 27 a?os, en el centro de nutrici¨®n de Lewai Baba Jan, si en Afganist¨¢n es preferible ser hombre o mujer, sonr¨ªe y contesta con car¨¢cter: ¡°Yo prefiero ser mujer; somos mucho m¨¢s fuertes¡±.