Los discursos de odio son como el ruido de los extractores de cocina: uno solo comprende lo mucho que le estaban crispando hasta que se apagan un rato y se recupera la paz. La semana pasada me lleg¨® al WhatsApp una foto de una puerta. Para cualquier otra persona esa puerta no significar¨ªa nada pero yo la reconoc¨ª inmediatamente. Cuando era una adolescente sal¨ª por ella cientos de veces con la cabeza medio mojada, los o¨ªdos taponados y el rostro ablandado. Era de noche y mientras fuera en las calles el l¨ªquido de las tuber¨ªas se convert¨ªa en estalactitas, tras aquel quicio hab¨ªa un recinto cons...
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Los discursos de odio son como el ruido de los extractores de cocina: uno solo comprende lo mucho que le estaban crispando hasta que se apagan un rato y se recupera la paz. La semana pasada me lleg¨® al WhatsApp una foto de una puerta. Para cualquier otra persona esa puerta no significar¨ªa nada pero yo la reconoc¨ª inmediatamente. Cuando era una adolescente sal¨ª por ella cientos de veces con la cabeza medio mojada, los o¨ªdos taponados y el rostro ablandado. Era de noche y mientras fuera en las calles el l¨ªquido de las tuber¨ªas se convert¨ªa en estalactitas, tras aquel quicio hab¨ªa un recinto construido por el estado de bienestar donde el agua pasaba a ser vapor. En medio de unas heladas criminales, una ba?era gigante llena de agua caliente nos brindaba a los ni?os la inaudita oportunidad de hacer largos en una ¨¦poca del a?o en la que hasta entonces solo era posible nadar en sue?os. Qu¨¦ bien est¨¢bamos. En las invernales tardes de s¨¢bado de una ciudad de pasado industrial y temperaturas g¨¦lidas la apertura de la piscina climatizada p¨²blica fue todo un acontecimiento.
As¨ª que cuando aquella foto lleg¨® a mi tel¨¦fono record¨¦ todos esos momentos de mi infancia y despu¨¦s entend¨ª perfectamente lo que me quer¨ªa decir quien me la enviaba: ah¨ª dentro, en ese preciso instante, en las mismas instalaciones deportivas p¨²blicas, estaban vacunando a un ser muy querido en edad de riesgo. Esta vez mi padre iba a salir por aquella puerta con la Pfizer puesta. De nuevo, otro gran acontecimiento. Se me empa?aron los ojos como los cristales de una piscina climatizada. Nadie me hab¨ªa avisado de este efecto secundario de la vacuna: a ciertas edades es muy dif¨ªcil sentir cosas nuevas. El coraz¨®n se endurece, las mand¨ªbulas se aprietan, las compuertas se cierran. Y sin embargo ah¨ª estaba yo, estrenando una emoci¨®n... Quienes tambi¨¦n lo hayan sentido ya saben a qu¨¦ me refiero: una mezcla de alivio, v¨¦rtigo y alegr¨ªa suprema. Una forma de afecto que no va dirigida solo a la persona concreta que desde ese momento ha entrado a formar parte del club de los protegidos, sino tambi¨¦n a la comunidad gen¨¦rica que ha conseguido que lo que hace un a?o parec¨ªa un milagro ahora se est¨¦ haciendo realidad. Un peque?o orgullo individual que tiene que ver con la certeza de estar formando parte de algo grande y plural.
En las ¨²ltimas semanas he visto en redes a mucha gente disculp¨¢ndose por no poder reprimir el impulso de informar al pr¨®jimo de que su padre, su madre, su abuela, su hermana, su hija o su pareja ya han sido vacunados. Como si fuese mucho m¨¢s inteligente difundir un discurso de odio que uno de amor. Como si tuvi¨¦semos terminantemente prohibido apagar el extractor.