CAPITULO 4 Palestina

Las v¨ªctimas de las v¨ªctimas.En las fronteras palestino-israel¨ªes hay una guerra eterna. El autor del texto visit¨® Cisjordania, antes del recrudecimiento de los enfrentamientos el pasado verano entre Gaza e Israel, para narrar la cuarta y ¨²ltima entrega de la serie ¡®Testigos del olvido¡¯

Por Mart¨ªn Caparr¨®s Fotograf¨ªa de Juan Carlos Tomasi

Colombiapor Manuel Rivas

Todo pas¨® en cinco minutos. Eran como las tres, est¨¢bamos durmiendo y nos despert¨® el ruido de los coches que paraban; mi esposo me dijo ah¨ª est¨¢n, buscan a alg¨²n vecino. Yo le dije du¨¦rmete y pens¨¦ uy dios, por favor ayuda a la madre del que vienen a buscar. Lo pens¨¦, no sab¨ªa y lo pens¨¦. Y entonces escuch¨¦ los golpes en mi puerta. Mi esposo se levant¨® de un salto, les abri¨® la puerta; yo tambi¨¦n sal¨ª, ni siquiera me cubr¨ª, sal¨ª as¨ª como estaba y me vieron todos, qu¨¦ verg¨¹enza. Mi esposo les pregunt¨® qu¨¦ quer¨ªan y uno dijo venimos a buscar a Leith.

Eran como quince, hab¨ªa soldados, polic¨ªas, polic¨ªas de civil con armas largas, capuchas, yo ten¨ªa mucho miedo. Ellos sab¨ªan cu¨¢l era su cuarto: directo varios fueron para ah¨ª, los dem¨¢s se quedaron apunt¨¢ndonos, dando vuelta las cosas, dando gritos. A Leith lo sacaron con las esposas puestas, la cara que ten¨ªa, pobrecito. Yo les pregunt¨¦ por qu¨¦ se lo llevaban y uno me dijo no, nada, unas preguntas y se lo devolvemos. Entonces yo les dije que si le quer¨ªan hacer preguntas yo ten¨ªa que estar presente, porque Leith es menor, ten¨ªa 14 a?os. Me dijeron s¨ª, venga a la c¨¢rcel cuando quiera, y se fueron sin decirme m¨¢s nada. Entonces mi marido y yo vinimos y nos sentamos, en estos sillones nos sentamos, uno frente al otro y yo pensaba qu¨¦ fue todo esto, ?una pesadilla? ?Ahora me voy a despertar? Me parec¨ªa que no pod¨ªa ser cierto, le dije a mi marido no es cierto que se lo llevaron, ?no? Dime que no es cierto. Y ¨¦l me dijo s¨ª pero no te preocupes, a la ma?ana lo vamos a buscar, no te preocupes, es un chico, no le van a hacer nada; a la ma?ana nos lo van a devolver. Y yo lo escuchaba y no pod¨ªa ni llorar. No s¨¦ por qu¨¦, quer¨ªa llorar y no pod¨ªa. Trataba, pero no pod¨ªa¡±.

Tras desempe?ar un papel importante en el movimiento de liberaci¨®n de su pa¨ªs, hoy se encuentran con los mismos problemas de siempre: marginaci¨®n pol¨ªtica, resistencias de los grupos de poder y discriminaci¨®n y opresi¨®n por parte de soldados israel¨ªes.

Hanan es la madre de Leith, que fue, el a?o pasado, cuando lo detuvieron, el preso pol¨ªtico m¨¢s joven del pa¨ªs. Las autoridades israel¨ªes dijeron que Leith particip¨® en manifestaciones, que tir¨® piedras a unos soldados en la entrada del campo, que era peligroso para Israel y deb¨ªa estar encerrado: le pidieron dos a?os de c¨¢rcel. Lo condenaron a nueve meses m¨¢s tres a?os de condicional.

¨C?Cree que Leith atac¨® a los soldados?

¨C?Honestamente? S¨ª, yo creo que lo hizo. Pero es un chico de 14 a?os y los soldados insultaban a su madre.

¨C?Qu¨¦ dec¨ªan?

Hanan no quiere repetirlo; palabrotas, dice, palabras muy malas. Le dec¨ªan esas cosas y ¨¦l ten¨ªa que reaccionar, ?qu¨¦ pod¨ªa hacer? Suenan gallos, varios gallos ¨Co un gallo persistente.

¨C?O sea que se pele¨® por defender a su madre, no a su patria?

¨CNo, no solo. Tambi¨¦n vio c¨®mo los soldados golpeaban a varios de sus amigos, y eso tampoco pudo soportarlo.

Hanan tiene una t¨²nica negra con bordados plateados y un hiyab turquesa, los ojos muy oscuros. Viene de una familia acomodada; en 1996 se fue a Miami y estudi¨® Negocios, se cas¨®, tuvo sus dos primeros hijos. En 2004 decidieron volverse: South Beach les parec¨ªa un lugar peligroso para criar chicos. Ahora, su marido tiene un restor¨¢n y los dos tienen dos hijos m¨¢s y todos viven en el campo de refugiados de Shuafat, en Cisjordania. Un campo de refugiados no es un campo; es una ciudad bien tercermundo, las calles angostas llenas de gentes y de coches viejos y de cables colgando, los frentes de las casas sin revoque ¨Ccomo si todo fuera provisorio: 50, 60 a?os provisorio. Por fuera, la casa de Hanan parece a medio hacer; por dentro tiene su equipo de m¨²sica, su plasma, una cocina grande y bien provista, los sillones: esos sillones gordos, orondos, que son la marca del ¨¦xito en tantos pa¨ªses donde el calor los hace tan inc¨®modos.

¨CLeith no se va a olvidar nunca de lo que le hicieron. Le pegaron mucho, lo ten¨ªan d¨ªas y d¨ªas sin dormir, lo pateaban para despertarlo; todav¨ªa se despierta sobresaltado cada noche. Nunca se va a olvidar. Y yo tampoco.

Hay una guerra. Como en toda guerra hay intrigas, h¨¦roes, ratas, fan¨¢ticos, intereses, corazones que ignoran la raz¨®n

Hay una guerra. A veces la pelean con armas, otras veces con piedras, con palabras, con acuerdos de paz, con bombas varias, con miradas, golpes, esperanzas, con rezos, con abrazos. Hay una guerra porque hay dos pueblos que quieren la misma tierra. Uno tiene un Estado que lo estructura, un ej¨¦rcito que lo defiende; el otro no. Ambos enarbolan sus derechos: la historia, tradiciones, mitos.

¨CO sea que hay tres posibilidades: o esa tierra se reparte en dos, o los dos viven juntos en ella, o uno de los dos echa o extermina al otro. En general la que prima es la tercera opci¨®n, pero digamos que no la queremos. Dice Marius Schattner, 71, periodista franco-israel¨ª, ex mao¨ªsta, ex sionista de izquierda, varios libros sobre la cuesti¨®n.

¨CLa coexistencia es muy dif¨ªcil y supondr¨ªa un Estado con ciudadanos de primera, los israel¨ªes, y ciudadanos de segunda, los palestinos, una segregaci¨®n, si no un apartheid. El reparto en dos Estados es la opci¨®n m¨¢s l¨®gica; la fuerza principal que se le opone es el Estado de Israel, el Gobierno israel¨ª, que produce hechos ¨Clas ocupaciones, las nuevas colonias¨C que lo hagan imposible.

Hace d¨¦cadas que colonos jud¨ªos empezaron a construir casas y ocupar espacios en los territorios ocupados, supuestamente palestinos, pero el movimiento se aceler¨® en los diez ¨²ltimos a?os. Ahora hay por lo menos 300.000 en Cisjordania, 200.000 en Jerusal¨¦n Este: medio mill¨®n de personas, una masa cr¨ªtica dif¨ªcil de expulsar.

¨CHace unos a?os los colonos eran una franja extrema de la poblaci¨®n jud¨ªa. Hoy es una corriente central, que ocupa cada vez m¨¢s lugar en las conciencias y en el Gobierno del Estado. Dice Micha Kurz, 32, en¨¦rgico, sonriente, israel¨ª, jud¨ªo askenaz¨ª, activista de organizaciones palestinas.

Hay una guerra. Como en toda guerra hay intrigas, h¨¦roes, ratas, fan¨¢ticos, intereses, desinteresados, razones que la raz¨®n ignora, corazones que ignoran la raz¨®n. Como en toda guerra, todos tienen raz¨®n y ninguno la tiene. (Marius me cont¨® un cuento: la mujer del rabino le dice Shlomo, no te entiendo. Primero vino el zapatero y te dijo que hab¨ªa peleado con el panadero y le dijiste que ten¨ªa raz¨®n; despu¨¦s vino el panadero y te dijo que hab¨ªa peleado con el zapatero y le dijiste que ten¨ªa raz¨®n. A m¨ª no me parece que les puedas decir a los dos que tienen raz¨®n.

¨CMujer, tienes raz¨®n.)

Hay una guerra y a veces los que intentan disimularlo lo consiguen. Salvo en Hebr¨®n: aqu¨ª, est¨¢ claro, hay una guerra. Hay una guerra y no hay otro lugar donde esta guerra est¨¦ tan marcada en el espacio. Hebr¨®n es la ciudad m¨¢s grande de Cisjordania: un cuarto de mill¨®n de palestinos a 30 kil¨®metros de Jerusal¨¦n. Hace diez a?os la calle Shohada ¨Cla calle de los M¨¢rtires¨C era el coraz¨®n de Hebr¨®n: el mercado en medio de la ciudad vieja, miles y miles de personas comprando, vendiendo, encontr¨¢ndose.

Micha la recuerda su primer d¨ªa de soldado, 2001, cuando ten¨ªa 18: un sargento les mostr¨® desde su puesto de control el mercado, todav¨ªa vivo, todav¨ªa bullendo, y les se?al¨® la multitud de palestinos all¨¢ abajo y les dijo que eran todos posibles terroristas y que todos, absolutamente todos ellos los odiaban. Que no se descuidaran. Que no se contuvieran. Que su tarea era mantener ¡°est¨¦ril¡± el ¨¢rea que les hab¨ªan asignado ¨Cest¨¦ril significaba limpia de ¨¢rabes¨C para proteger a Israel y a los colonos israel¨ªes.

Poco a poco, Micha fue descubriendo que su papel no consist¨ªa en proteger a los colonos que avanzaban sobre las tierras palestinas sino en ayudarlos en su avance, y que para eso ten¨ªa que hacer cosas como patear puertas de casas palestinas al filo de la madrugada, patear cuerpos de j¨®venes palestinos a la hora que tocara.

Ashraf es palestino. Ashraf es un tipo musculoso, 30 a?os, mand¨ªbula potente, la mirada severa, pero los ojos se le empa?an cuando recuerda aquella noche de septiembre de 2006 en que soldados entraron a los tiros en su casa, lo ataron, se lo llevaron vendado y esposado. Y m¨¢s cuando recuerda los 64 d¨ªas de interrogatorios, los golpes, la confusi¨®n, la celda de aislamiento y, sobre todo, esa m¨¢quina que le inmovilizaba la cabeza para que gotas de agua helada le cayeran sin pausa en el mismo lugar entre sus ojos y lo cortaran como un cuchillo de hielo y le infligieran un dolor que no pod¨ªa soportar y soportaba. (Alguien, alguna vez, tendr¨¢ que reflexionar sobre el lugar del agua en las torturas cool contempor¨¢neas, ¨¦sas que Estados Unidos dio por buenas).

Ashraf estudiaba entonces en una Facultad isl¨¢mica y no me quiere decir por qu¨¦ se lo llevaron: me dice que alguna vez podr¨¢, pero no todav¨ªa. Mientras, dice que lo m¨¢s duro fue cuando lo pusieron en una celda con palestinos colaboradores ¨Cque all¨ª llaman ¡°los p¨¢jaros¡±¨C y que ¨¦l les dijo cosas que hab¨ªa callado bajo el agua porque crey¨® que eran amigos, que eran compa?eros, y cuando entendi¨® que esos traidores lo hab¨ªan llevado a traicionarse no consegu¨ªa entender que hubiera palestinos que hicieran esas cosas y que eso le doli¨® m¨¢s que el dolor y m¨¢s los ojos, m¨¢s se le humedecen, m¨¢s la voz se le rompe: que nada, en los cinco a?os que despu¨¦s pas¨® preso, acusado de militar en Ham¨¢s, fue tan tremendo como eso. Y que por eso ¨Cquiz¨¢ por eso¨C sali¨® de la prisi¨®n tan paranoico, desconfiando de todos y de todo, y que no soportaba y por eso ¨Csupongo que por eso¨C cuando le pregunto qu¨¦ va a hacer ahora, si va a seguir peleando, me dice que aquello fue un momento de su vida y que ahora es distinto pero el brillo de los ojos lo desmiente y no s¨¦ si creerle: tambi¨¦n eso es un efecto de la guerra.

Hace diez a?os la calle Shohada era el coraz¨®n de Hebr¨®n: ahora es un desierto. Todo alrededor, calles desiertas. Desiertas: casas vac¨ªas, los negocios cerrados, el silencio, alg¨²n p¨¢jaro, un motor a lo lejos; no hay coches, no hay personas.

En el coraz¨®n de Hebr¨®n hay 1.000 colonos que ocupan unas 200 casas. Para protegerlos, la zona fue vaciada, llenada de bloques de cemento, soldados que patrullan. En otras casas todav¨ªa quedan palestinos pero casi no salen: solo lo indispensable. Sus calles est¨¢n cubiertas con una red met¨¢lica porque desde sus casas los colonos sol¨ªan tirarles piedras, botellas, lo que fuese; ahora, por la red, tiran agua servida.

Y todo est¨¢ callado, abandonado: muerto. Es un paisaje como no he visto igual: el espacio vac¨ªo, la rudeza del sol, muchos soldados. Entre las calles inaccesibles se fue armando una tierra de nadie, casas de cinco o seis siglos donde intentan vivir algunos palestinos, donde no hay polic¨ªa, donde pululan traficantes y unos perros salvajes que atacan a los chicos.

¡°Lo que hay es una guerra¡± Entrevista al escritor argentino Mart¨ªn Caparr¨®s, que visit¨® Cisjordania en 2014, antes de los bombardeos israel¨ªes sobre la Franja de Gaza.

Cuesta ver que el derecho no es de verdad un ojo. Musrab lo perdi¨® hace menos de un a?o: caminaba con su madre y su t¨ªa y sus dos hermanitas menores por una ruta en las afueras de Hebr¨®n donde unos chicos palestinos tiraban piedras a soldados. ?Por qu¨¦ tiraban piedras? ¡°Bueno, no s¨¦, pasa muy a menudo¡±, me dir¨¢ ahora Heyam, la madre de Musrab, y que los soldados empezaron a disparar balas de goma y que ellos estaban lejos de los chicos, en otra direcci¨®n, pero igual les tiraron y que una bala le peg¨® a Musrab justo en el ojo. Musrab se cay¨® al suelo, se agarraba la cara, sangraba. La ambulancia tard¨® una eternidad, en el primer hospital lo derivaron, en el segundo tambi¨¦n; esa misma noche en Jerusal¨¦n un doctor le dijo a Heyam que hab¨ªan hecho todo lo posible pero que hab¨ªan tenido que sacarle el ojo.

La adaptaci¨®n fue larga, dolorosa. Musrab chocaba con las cosas, se ca¨ªa, se desesperaba. En la escuela ya no reconoc¨ªa las letras, se desesperaba. No quer¨ªa hablar de su ojo emparchado; cuando le preguntaban se enojaba, gritaba, se desesperaba. Reci¨¦n cuando le sacaron el parche y le pusieron en su lugar un ojo artificial, muy parecido al suyo pero quieto, Musrab entendi¨® que nunca volver¨ªa. Entonces le dijo a su mam¨¢ que bueno, que no le importaba, pero al primer compa?ero de clase que le dijo ¡°ojosolo¡± le peg¨® ¨Cle peg¨® bien, con la rabia de todos esos meses.

¨CEs una maldici¨®n para quien lo sufre ¨C dice Merafe.

¨CY nunca m¨¢s me dijeron nada.

Dice, ahora, en la calle delante de la casa familiar, y se refriega el ojo que no tiene. Yo cierro uno para ver el mundo como lo ve Musrab: no es medio mundo, es un mundo chato, interrumpido por la propia nariz, truncado.

¨C?Y tienes alg¨²n amigo israel¨ª?

¨C?Yo? ?Por qu¨¦? ?Para qu¨¦?

Musrab es musculoso y le pega bien a la pelota y tiene un sistema para bajar las escaleras con los dos pies juntos, a los saltos. Tambi¨¦n tiene el pelo corto, los labios finos, un equipo de gimnasia azul oscuro, el ojo menos, ocho a?os.

¨C?Te acuerdas de ese momento?

¨CS¨ª, claro. Estaba todo lleno de soldados.

El azar siempre decide demasiado. Pero en las guerras exagera.

Es dif¨ªcil para un muchacho no tirar piedras a los soldados ocupantes; es dif¨ªcil para un pa¨ªs que se defiende no contener a esos muchachos.

Nada de esto pasar¨ªa si ellos no tiraran piedras, me dijo despu¨¦s un amigo israel¨ª y, a su manera, tambi¨¦n ten¨ªa raz¨®n. Son l¨®gicas muy l¨®gicas: es muy dif¨ªcil para un muchacho que crece viendo su pa¨ªs ocupado no tirarle una piedra a los soldados ocupantes; es muy dif¨ªcil para un pa¨ªs que ocupa y se defiende no intentar contener a esos muchachos.

¨CLa mayor¨ªa de mis amigos no saben lo que pasa. Est¨¢n muy ocupados con sus cosas.

Que a sus amigos todo esto no les importa mucho porque est¨¢n muy concentrados en sus carreras e hijos e hipotecas, dice Micha, y que si vives en Tel Aviv o Haifa puedes pasar de todo esto o intentarlo y que, de todos modos, ellos est¨¢n convencidos de que los palestinos son bestias sanguinarias que solo quieren destruir el Estado de Israel, as¨ª que lo que les caiga les estar¨¢ bien empleado.

¨CNecesitan creerlo, les conviene creerlo.

Dice, y que las provocaciones de los colonos sirven para reafirmar esa idea ¨Cpara forzar a los palestinos a reaccionar con violencia¨C y, as¨ª, justificar cualquier ataque. Y que si unos extremistas quieren hacer eso all¨¢ ellos, que lo terrible es que el Ej¨¦rcito israel¨ª los ayude. Que por eso, cuando termin¨® su servicio militar decidi¨® dedicar su vida a denunciarlo.

Menores con trastornos de ansiedad. En Cisjordania, M¨¦dicos Sin Fronteras ofrece atenci¨®n m¨¦dica y psicosocial desde 2000. Seg¨²n el derecho militar impuesto por Israel, all¨ª los ni?os pueden ser encarcelados con 12 a?os.

Del otro lado del check-point ¨Clas armas, el cemento, los alambres¨C la ciudad resucita, el mundo otra vez vivo. Dif¨ªcil pero vivo. Y entonces la violencia ¨Cel placer de la violencia¨C con que me echan de una mezquita porque no soy uno de ellos y se acab¨® el horario para los extranjeros. El gozo de decir yo soy quien manda aqu¨ª no tiene religi¨®n, no tiene patria.

Hay una guerra y, como en tantas guerras, los dioses son la excusa. Los colonos insisten en que tienen derecho a vivir en Hebr¨®n porque su dios les dijo: ¡°Dios cre¨® todo el mundo pero su cuartel general est¨¢ aqu¨ª¡±, dice un rabino colono en un documental. ¡°Nosotros creemos en la promesa de Dios, que le dio esta tierra al pueblo jud¨ªo. Si hay gente que quiere venir a vivir aqu¨ª como hu¨¦spedes, que sean bienvenidos, pero si creen que pueden gobernarla, es imposible¡±.

En medio de Hebr¨®n, en medio del conflicto, la mezquita de Ibrahim, sinagoga de Abraham: all¨ª est¨¢n, dicen, las tumbas de Isaac y Rebeca y Lea y Jacob y Sara y Abraham. Es un gran edificio que empez¨® a construirse dos mil a?os atr¨¢s y se sigui¨® construyendo desde entonces. Durante siglos fue mezquita; cuando Israel ocup¨® Cisjordania en 1967 se qued¨® con una parte para hacerla sinagoga. Algunas de las decoraciones m¨¢s antiguas de la mezquita repiten un motivo conocido: la estrella de David. Pero su nave principal est¨¢ llena de c¨¢maras de v¨ªdeo porque no solo Dios quiere ver todo.

En medio de la nave, a medias entre la zona jud¨ªa y la musulmana, un cuarto encierra el t¨²mulo donde dicen que est¨¢ enterrado Abraham. Sus entradas est¨¢n clausuradas; hay que mirarlo por una de las dos ventanas, la del lado jud¨ªo, la del musulm¨¢n. Los vidrios, faltaba m¨¢s, son a prueba de balas. Jud¨ªos y musulmanes veneran al mismo muerto amenaz¨¢ndose.

  • En la calle Shuhada solo caminan israel¨ªes. El Acuerdo de Hebr¨®n en 1997 dispuso la divisi¨®n de Hebr¨®n en dos ¨¢reas: H1, bajo control de la Autoridad Palestina, y H2 - zona donde se hab¨ªan establecido los asentamientos israel¨ªes -, bajo control israel¨ª. Por JUAN CARLOS TOMASI
  • Los jud¨ªos de Israel y los visitantes extranjeros son libres transitar por la zona H2 de Hebr¨®n para llegar a tres puestos de avanzada de colonos jud¨ªos de Hebr¨®n: Beit Hadassah, Beit Romano, Avraham Avinu y Tel Rumeida. El resto tiene que pasar por controles militares. Por JUAN CARLOS TOMASI
  • La calle Shuhada era la columna vertebral del centro de Hebr¨®n, y un¨ªa el norte y el sur de la ciudad. En 1994 una matanza perpetrada por un colono en la Tumba de los Patriarcas fue la excusa para prohibir y restringir los movimientos a los palestinos en esta zona. Por JUAN CARLOS TOMASI

Hay muchos otros momentos en que israel¨ªes y palestinos ¨Co mejor, jud¨ªos y musulmanes radicales¨C se ven, con perd¨®n, tan parecidos. Digo, por ejemplo, cuando pasan esos hombres musulmanes o jud¨ªos caminando, sus mujeres detr¨¢s y muy tapadas, inundadas de ni?os, sometidas: tan voluntariamente sometidas.

Ya lo hab¨ªan hecho muchas veces. Llevaban un par de a?os cruzando la frontera en ese valle, no muy lejos de Hebr¨®n, donde la vigilancia sol¨ªa relajarse y el alambrado ten¨ªa agujeros. M¨¢s de una vez se hab¨ªan preguntado por qu¨¦ tanto descuido; nunca pensaron si ser¨ªa a prop¨®sito.

Iban a trabajar a Israel. No ten¨ªan permiso, porque para tenerlo habr¨ªan debido ser mayores de 25, casados, alg¨²n hijo. Noor y su hermano y su primo ten¨ªan 21, 22. En la costa les pagaban unos 200 shekels ¨C40 euros¨C por d¨ªa de alba?iler¨ªa y en un mes pod¨ªan trabajar diez o doce d¨ªas; en territorio palestino el trabajo era escaso y mucho peor pagado. A sus patrones tambi¨¦n les conven¨ªa: los palestinos sin permiso les cuestan la mitad que un obrero con papeles. Si los descubren deben pagar multas; muchos se arriesgan.

Noor no siempre la pasaba bien. A veces ca¨ªa en alg¨²n control policial, le pegaban, lo devolv¨ªan a Cisjordania; a los pocos d¨ªas cruzaba de nuevo. Hasta esa tarde de noviembre: Noor se arrastraba bajo el alambrado cuando sinti¨® el rel¨¢mpago en la pierna. Pens¨® que deb¨ªa ser un golpe de electricidad: que el alambrado le hab¨ªa dado una descarga. Tard¨® un momento en ver la sangre, los pedazos de pierna colg¨¢ndole del pantal¨®n roto. Le hab¨ªan acertado una bala explosiva.

El dolor tard¨® en llegar; cuando lleg¨®, nada dej¨® que no doliera. Noor gritaba, se agarraba la pierna, se retorc¨ªa en el suelo. Varios soldados lo rodearon, le apuntaban; uno le dijo que hab¨ªa tenido suerte, que la pr¨®xima vez tirar¨ªan a matarlo.

La operaci¨®n dur¨® casi seis horas: Noor ten¨ªa la tibia y el peron¨¦ de la pierna derecha hechos pedazos. Todav¨ªa le quedaban otras tres cirug¨ªas, dos meses en el hospital, la recuperaci¨®n que no termina. Noor sabe que quiz¨¢ nunca camine como antes, y los dolores lo persiguen. Por lo menos, dice, ya no tiene esas pesadillas espantosas en que la bala volv¨ªa y volv¨ªa.

Noor tiene el pelo muy corto, las cejas gruesas, la palabra dif¨ªcil: busca, tarda, no siempre las encuentra. Tiene un rictus constante entre la pena y la extra?eza: como quien no entiende o, mejor, preferir¨ªa no entender lo que s¨ª entiende. Sabe, entre otras cosas, que nunca va a poder volver a trabajar en Israel. Ning¨²n miembro de su familia va a poder: en la oficina de permisos les dijeron que nunca se los dar¨ªan porque si cruzaban quiz¨¢ trataran de vengarse.

¨C?Y ustedes tratar¨ªan de vengarse?

¨CNo, qu¨¦ vamos a hacer. Si tratamos de vengarnos podr¨ªan tirarnos abajo la casa. Yo no quiero m¨¢s l¨ªos, quiero estar tranquilo. Yo ahora s¨¦ lo que te hacen si les traes problemas.

Fotograf¨ªas de Cisjordania. La visita de Mart¨ªn Caparr¨®s y Juan Carlos Tomasi a Cisjordania (Palestina), en fotograf¨ªas.

Los trabajos se mezclan y se intrincan: los dineros. Aqu¨ª mismo en Hebr¨®n un empresario palestino fabrica buena parte de las botas que usan los soldados israel¨ªes.

¨CBueno, aqu¨ª ya casi nadie le habla. Pero se ve que la plata le hace olvidar los sinsabores. Me dice Samir, mi gu¨ªa. Tambi¨¦n se mezclan las condenas: Rania me cuenta la tristeza, la sordidez de tener que hacerse cargo de la prisi¨®n de su hijo Ahmad, 16 a?os:

¨CLo condenaron a dos a?os y, como era menor, le dieron prisi¨®n domiciliaria. Entonces yo, su madre, soy la responsable de que no salga de la casa. Yo soy su carcelera, me entiende, yo tengo que ser su carcelera, yo, su madre.

El problema, una vez m¨¢s, son los principios: comparar la actitud de Israel con sus propios principios. No con un Estado belicoso y represor sino con un proyecto de pa¨ªs democr¨¢tico, socializante, surgido para lavar la peor represi¨®n de los tiempos modernos.

¨CCuando los ingleses colonizaban lo hac¨ªan en nombre de la civilizaci¨®n; los franceses, de los derechos humanos; los espa?oles, de la religi¨®n. Los israel¨ªes colonizan en nombre de las v¨ªctimas: victimizan a otros, legitimados por su antigua condici¨®n de v¨ªctimas. Y lo m¨¢s curioso, en un caso como el de Hebr¨®n, es que se vuelven a convertir en v¨ªctimas: ellos mismos instalan un gueto jud¨ªo armado en medio de una poblaci¨®n de miles y miles de personas que los odian. Es la v¨ªctima la que manda, la v¨ªctima-verdugo, un invento tan raro.

Dijo Marius, aquella vez, y la risa le son¨® muy amarga.

"El problema es que no puedo hacer nada. Solo pienso que como madre tengo que criar buenas personas"

Centro de Hebr¨®n, el sol que raja, las cuatro de la tarde, un soldado israel¨ª ¨Cmoreno, casi ni?o, lampi?o, los ojos lega?osos¨C se hamaca en una hamaca de jard¨ªn que alguien dej¨® en un descampado. Debe estar de servicio: tiene sobre la falda una de esas ametralladoras tremebundas y est¨¢ casi dormido: calor, el balanceo. De pronto, desde tantos rincones, alauakbar, diez o quince muecines llaman a la plegaria. El aire se le llena de voces enemigas. El chico se sobresalta, sacude la cabeza, aprieta con las manos el arma, mira nervioso hacia los lados. Los gritos crecen, alauakbar. El chico sigue mirando, nervioso, a los costados.

Hanan me cuenta que cuando los soldados se llevaron a Leith, su hijo de 14, no era capaz de ir a su cuarto, as¨ª que lo cerr¨®. Que nueve meses lo tuvo cerrado, que nadie pod¨ªa entrar.

¨CQuer¨ªa su olor, quer¨ªa que su ropa estuviera como ¨¦l la hab¨ªa dejado, quer¨ªa que todo estuviera como ¨¦l hab¨ªa querido¡­ Quer¨ªa olvidarme de esa noche, esos soldados.

¨C?Los odia?

Hanan se calla, piensa, busca, canta un gallo:

¨CS¨ª. La verdad, s¨ª. Nunca me voy a olvidar de c¨®mo le pegaron, delante de m¨ª¡­

¨C?Y qu¨¦ piensa hacer con su odio?

¨CEl problema es que no puedo hacer nada. Solo pienso que como madre tengo que criar buenas personas. Israel quiere que nuestros chicos sean ladrones, traficantes, drogados; como madre, mi lucha es que mis hijos sean los mejores. Si cada madre pudiera criar buenos chicos, les dar¨ªamos m¨¢s pelea que con las piedras. Dice Hanan y se le va una l¨¢grima y me cuenta que su hijo de cuatro a?os, Hasan, no lloraba nunca cuando iban a la c¨¢rcel. Aqu¨ª, entre los sillones, Hasan est¨¢ jugando con una pelota de goma. Me la pasa, la rebotamos en el suelo, nos re¨ªmos, nos chocamos las palmas, ¨¦l me besa la mejilla. Yo me derrito y ¨¦l se r¨ªe y tira fuerte su pelota de goma.

¨CHasan nunca lloraba, miraba todo muy serio, miraba mucho a los guardias de la c¨¢rcel. Un d¨ªa, cuando ten¨ªamos que irnos, me dijo que no se quer¨ªa ir. Busc¨® a un guardia, le tir¨® del pantal¨®n para llamarle la atenci¨®n y le dijo, tan serio: ¡°Enci¨¦rreme a m¨ª. Yo quiero que me encierre a m¨ª y deje que Leith se vuelva a casa¡±.

Dice su madre y me dice, bajito, que tiene mucho miedo.

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