Algunos d¨ªas el cliente tiene raz¨®n
Enrique Olvera plante¨® un tema importante: ?qui¨¦n tiene la raz¨®n, el cliente o el cocinero? No hay forma de reglamentar la forma de comer ni los gustos de cada quien
La alta cocina cl¨¢sica ajustaba la relaci¨®n con el comensal a un principio b¨¢sico: el cliente siempre tiene raz¨®n. Era el tiempo del comedor severo, el feligr¨¦s vestido para el acto -prohibido el acceso sin saco y sin corbata-, el camarero disfrazado de severidad y el maitre inclin¨¢ndose serio y obsequioso, tirando a servil, cuando le dirig¨ªan la palabra. Algunos se desquitaban con los intrusos, dej¨¢ndoles claro que equivocaron el terreno de juego. El cliente siempre tiene la raz¨®n, se dec¨ªa, y en caso contrario, tambi¨¦n la tiene. Sobre ese principio se perpetraron demostraciones de pre...
Reg¨ªstrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PA?S, puedes utilizarla para identificarte
La alta cocina cl¨¢sica ajustaba la relaci¨®n con el comensal a un principio b¨¢sico: el cliente siempre tiene raz¨®n. Era el tiempo del comedor severo, el feligr¨¦s vestido para el acto -prohibido el acceso sin saco y sin corbata-, el camarero disfrazado de severidad y el maitre inclin¨¢ndose serio y obsequioso, tirando a servil, cuando le dirig¨ªan la palabra. Algunos se desquitaban con los intrusos, dej¨¢ndoles claro que equivocaron el terreno de juego. El cliente siempre tiene la raz¨®n, se dec¨ªa, y en caso contrario, tambi¨¦n la tiene. Sobre ese principio se perpetraron demostraciones de prepotencia y humillaci¨®n estremecedoras. Pod¨ªa pasar de todo, y de cuando en cuando pasaba. Fui testigo de algunas dif¨ªciles de olvidar, como un exministro de Franco pegando un pu?etazo al due?o de Pr¨ªncipe de Viana que le negaba una mesa, o al propietario de uno de los hist¨®ricos de Madrid pateando a uno de sus camareros a la vista de los clientes; a veces el titular del negocio, que por entonces era la estrella, compart¨ªa ralea con sus feligreses.
Cambiaron los tiempos y con ellos los restaurantes, las cocinas y sobre todo los clientes, el cocinero sali¨® al comedor para erigirse en foco de luz y sabidur¨ªa, y el comensal prefiri¨® vivir experiencias antes que pedir platos. La transici¨®n trajo sus complicaciones, ?cu¨¢ntas nuevas normalidades habremos estrenado en los ¨²ltimos cincuenta a?os? Enrique Olvera, recordaba hace unos d¨ªas en un diario c¨®mo fueron los primeros pasos de Pujol, rodeados precisamente por la necesidad de romper el dogma de infalibilidad, que para entonces apenas se aplicaba al Papa y a los clientes de los restaurantes. Eran sus d¨ªas de nouvelle cuisine, asom¨¢ndose ya a la cocina de autor, y peleaba por mostrar la identidad y el brillo de su trabajo mientras tej¨ªa nuevos marcos de relaci¨®n con el parroquiano, concebidos para proteger su trabajo de las ¨ªnfulas y las costumbres de algunos comensales. Su nota hablaba m¨¢s de actitud que de otra cosa, y recurr¨ªa a los excesos del mexicano con el lim¨®n y el picante, para ilustrar un argumentario que le revent¨® en la cara. Lo que el cliente acept¨® hace 20 a?os es ahora el objeto del encono en las redes.
Planteaba Olvera un tema importante en la hosteler¨ªa de nuestro tiempo; ?qui¨¦n tiene la raz¨®n, el cliente o el cocinero? ?el que paga o quien cobra? No fue feliz la comparaci¨®n de los tiempos heroicos de la alta cocina mexicana, cuando lanzaron la cruzada que trajo la negaci¨®n de los caprichos culinarios de sus clientes, cuyo h¨¢bitos cuestionaban la naturaleza del plato, con las de la vida pol¨ªtica. En ella, el mismo argumento sustenta la primac¨ªa del gobernante sobre el gobernado; sabe lo que le conviene y todo lo hace por su bien, incluido lo que nunca debi¨® hacer. ?Tambi¨¦n en la cocina? Todo ha cambiado en el mundo de la cocina desde el arranque de Pujol. Empezando por el restaurante de alta cocina, convertido en un templo al que se acude en estado de rendici¨®n incondicional, gratificados por la gracia de una reserva. Nadie se atrever¨¢ a pedir lim¨®n o picante que trastoquen la genialidad del momento. ?Le dar¨ªan sal? ?Por qu¨¦ no lim¨®n? La raz¨®n cambi¨® de bando, ahora la exige el restaurante; del todo al nada en una generaci¨®n de cocineros y dos de comensales.
No es prudente hablar de raz¨®n, ni siquiera en el tiempo de la uniformizaci¨®n del gusto, en un territorio que deber¨ªa regirse por las emociones. No hay forma de reglamentar la forma de comer, los gustos de cada quien o su percepci¨®n de los sabores, como no la hay para determinar la correcci¨®n o no de las relaciones entre ingredientes. Ser¨ªa bueno un poco de sentido com¨²n. Nadie debe comer carne medio cruda cuando le gusta como una suela de zapato o, al rev¨¦s, pescado acorchado si le apetece suave y jugoso. He presenciado lo primero, vivo condenado a sufrir lo segundo. En ambos casos, la vara del buen gusto parece estar en manos del cocinero, pero nadie va al restaurante a pasar un mal rato, ni paga por sufrir. Comemos para disfrutar y por suerte no todos disfrutamos con lo mismo.