Odio la cocina de inducci¨®n
Quiero poder inclinar una sart¨¦n sin que pierda calor, para poder dar forma a una tortilla. Quiero poder usar tanto mi paellera chula como la cazuela de barro. Quiero mi olla favorita de vuelta
Una de las peores quemaduras que he sufrido en la vida fue en una cocina de hotel, hace 378 a?os. Toda soltura y nervio, y con esa falsa sensaci¨®n de poder¨ªo e invulnerabilidad que da el tener 19 a?os, tir¨¦ con decisi¨®n de una de las asas de la olla grande del fumet de pescado, sin trapo ni guante ni nada, que herv¨ªa con alegr¨ªa desde hac¨ªa media hora, para acerc¨¢rmela y echarle un vistazo. No vi que la llama que sal¨ªa del fog¨®n, a m¨¢xima potencia, llevaba un rato rebasando el culo de la olla, asomando por uno de los laterales, y dejando esa agarradera al rojo vivo. La solt¨¦ de golpe, la mir¨¦, ahogando un grito, y ah¨ª estaba: una impresi¨®n perfecta y en relieve de mis dedos pegada al metal. Eso, con una cocina de inducci¨®n, no te pasa. Tampoco se te ennegrecen las puntas de las cucharas de madera si las dejas apoyadas de cualquier manera, ni se te funden los mangos de las sartenes cuando no quedan bien centradas, ni al soltar el trapo arrugado con el que has movido la paella se te aparece un agujero humeante troquelado a imagen y semejanza de Formentera. Dicho esto, odio la cocina de inducci¨®n. Visceralmente.
En la vida, hay ¨¦pocas en las que parece que todo son desgracias. Y mira que el otro d¨ªa volv¨ªa de la pescader¨ªa bien contenta por haberme agenciado un par de sepias que me iban a dar un arroz de campeonato. Pero al llegar a casa y abrir la puerta me encontr¨¦ con una grieta atroz partiendo el techo en dos de lado a lado y hasta el suelo. Dej¨¦ las bolsas en el rellano, cog¨ª el perro, el h¨¢mster de mi hija y una bolsa del Ikea de las azules atiborrada de braguitas, calcetines y camisetas y me plant¨¦ en casa de mi novio a mendigar cobijo. Llevo dos semanas viviendo en precario y sin poder entrar en mi casa m¨¢s que de forma espor¨¢dica a recuperar alg¨²n b¨¢rtulo, pero lo peor de todo es que el colega tiene una cocina de inducci¨®n.
No es porque s¨ª que he mencionado las sepias, que visto el percal ese d¨ªa fueron de cabeza al congelador. Anteayer las recuper¨¦ pensando en hacer un arroz al d¨ªa siguiente. Me plant¨¦ delante de la tabla de corte, les pas¨¦ un agua a los bichos y los cort¨¦ a daditos. Les saqu¨¦ la salsa para el sofrito, reserv¨¦ la tinta para otra ocasi¨®n, piqu¨¦ ajos y pimiento rojo para una salmorreta r¨¢pida y cog¨ª mi vieja paellera de acero pulido que tantas alegr¨ªas me ha dado en la vida. Al agarrarla me di cuenta de lo est¨²pido de la situaci¨®n. Maldije esa superficie negra de cristal cer¨¢mico lis¨ªsima con todas mis fuerzas.
Hice un viraje brusco. En vistas a la situaci¨®n y a los ingredientes, decid¨ª sacar una bolsa de guisantes congelados y convertir esa sepia y esa salmorreta en un estofado. Con una picada de avellanas, ajo frito, perejil y pan tostado a¨²n pod¨ªa salvar el d¨ªa con un guiso de cuchara decente. Tir¨¦ de mi cazuela favorita, una de aluminio fundido con revestimiento antiadherente, construida de una sola pieza. Arranqu¨¦ el sofrito y puse a pochar la sepia. Al cabo de media hora de cocci¨®n tapada, y con la ayuda de un vasito de vino blanco, se abland¨®. La placa hac¨ªa ruidos extra?os, pero en mi enfurru?amiento estaba decidida a no prestarle atenci¨®n. Prosegu¨ª a a?adir los guisantes al guiso, con el agua justa para cubrirlos. Entre el sofrito, el vino, la sepia, su salsa y la picada que le a?adir¨ªa al final, ese jugo, pese a no ser caldo, tendr¨ªa una potencia de sabor m¨¢s que suficiente. Cuando el estofado estuvo listo, apagu¨¦ el fuego (expresi¨®n que qui¨¦n sabe si dentro de poco se habr¨¢ convertido para siempre en met¨¢fora) y apart¨¦ la cazuela de la fuente de calor.
Algo no iba bien. La cazuela no vino hacia m¨ª como lo hab¨ªa hecho a lo largo de tantos a?os de convivencia, sino que trastabill¨®. Tom¨¦ dos trapos, la as¨ª por los dos lados, la sostuve en el aire y la mir¨¦. El fondo estaba completamente abollado y resquebrajado. La inducci¨®n no solo me hab¨ªa dejado sin arroz, sino que se hab¨ªa llevado mi mejor cazuela. Quien haya tenido una cazuela favorita en alg¨²n momento de su vida me entender¨¢ cuando digo que tuve ganas de llorar y de gritar.
Odio la cocina de inducci¨®n. La odio con todas mis fuerzas. Quiero poder inclinar una sart¨¦n sin que pierda calor, para poder dar forma a una tortilla. Quiero poder usar tanto mi paellera chula como la cazuela de barro. Quiero mi olla favorita de vuelta. Y me da igual que el agua de hervir lo haga en 7,2 segundos y no en tres minutos. Llevo 20 a?os sabiendo que el tiempo es relativo, que el pan no se va a tostar mientras lo est¨¦ mirando, y que en cuanto salga un segundo de la cocina y lo pierda de vista quedar¨¢ carbonizado. As¨ª es como me gusta.
La cocina de inducci¨®n puede ser todo lo eficiente que quiera. Seguir¨¢ resultando m¨¢s cara que las tres bombonas de butano al a?o que me cuesta comer casero cada d¨ªa de mi vida. Es cierto que quemar gas no es sostenible a nivel clim¨¢tico: las emisiones anuales de metano de las cocinas de gas, solo en los Estados Unidos, que es de donde tenemos datos, son similares a las de medio mill¨®n de coches. Lo curioso del caso es que esa cantidad de emisiones son las que lanza ese pa¨ªs a la atm¨®sfera en solo tres horas y media. Por poner el dato en perspectiva.
Algunos subproductos resultantes de la combusti¨®n de las cocinas de gas provocan asma en los ni?os, dicen algunos estudios; datos que recientemente han causado cierta alarma. Los mismos estudios, en sus conclusiones, afirman que una posible soluci¨®n ser¨ªa el uso de un sistema de ventilaci¨®n o extracci¨®n, o sea, una campana extractora como la que tenemos todos.
A ver si con respecto a la cocina se nos va a permitir ponernos sentimentales con los guisos de las abuelas, con las libretitas de recetas escritas a mano, con las experiencias tecnoemocionales en restaurantes, con las conjunciones astrales al compartir el postre, o con viajar a la infancia mediante el olor de un bollo, y vamos a tener que ponernos fr¨ªos y racionales con esto, y en base al ¨²nico argumento realmente s¨®lido que sostiene a la inducci¨®n: el hecho de que es m¨¢s f¨¢cil de limpiar. En lo que a inducci¨®n se refiere, no necesito m¨¢s tiempo de adaptaci¨®n ni m¨¢s argumentos racionales, lo que necesito es un martillo m¨¢s grande.