Una pareja abierta y una aventura con un jardinero bisexual: la ajetreada vida sexual de la mansi¨®n donde se rod¨® ¡®Howards End¡¯
Peppard Cottage, en el condado ingl¨¦s de Oxfordshire, era la propiedad real que se hac¨ªa pasar por la casa de campo que daba t¨ªtulo a la pel¨ªcula y a la novela original de E.M. Forster
La cr¨ªtica de cine puede ser un ejercicio tan ocurrente como radical. Cuando se estren¨® Howards End (1922), de James Ivory, el diario The New York Times public¨® una rese?a del cr¨ªtico Vincent Canby que exig¨ªa una ley que impidiese a nadie m¨¢s que a Ivory, su coguionista, Ruth Prawer Jhabvala, y su productor, Ismail Merchant (a la saz¨®n, pareja del director), realizar adaptaciones al cine de cualquier obra literaria. Y lo justificaba as¨ª: ¡°Al igual que la novela, la pel¨ªcula es elegante, divertida y rom¨¢ntica. Aunque sus preocupaciones son intensamente serias, es igual de escapista que un mes en una campi?a inglesa tan id¨ªlica que probablemente no exista¡±. Solo en esto ¨²ltimo se equivocaba Canby, ya que el trozo de la campi?a inglesa en el que se film¨® gran parte de la cinta era un lugar real. Peppard Cottage, en el condado ingl¨¦s de Oxfordshire, era la propiedad que se hac¨ªa pasar por la mansi¨®n campestre que daba t¨ªtulo a la pel¨ªcula y a la novela original de E.M. Forster, llevada a la pantalla por el tr¨ªo Merchant, Ivory y Jhabvala con un esmero que ya hab¨ªan aplicado a otros libros, ya fueran del mismo escritor (Una habitaci¨®n con vistas y Maurice) o de Henry James o Jean Rhys. Como apuntaron Canby y la mayor parte de los cr¨ªticos del momento, Howards End, la pel¨ªcula, era un triunfo del cine academicista. En cuanto a Howards End, la casa, encarnaba todo un modo de vida, y era depositaria de una carga afectiva y social que la convert¨ªa en algo m¨¢s que mortero y ladrillos, dentro y fuera de la ficci¨®n.
Howards End, libro y pel¨ªcula, cuentan la historia de tres familias de la Inglaterra de principios del pasado siglo, cada una representativa de una clase social distinta. Los Wilcox son un clan poderoso, liderado por el pater familias Henry, industrial conservador cuya inmensa fortuna procede del comercio con las colonias. Despu¨¦s est¨¢n las hermanas Margaret y Helen Schlegel, pertenecientes a una burgues¨ªa liberal, con inquietudes culturales e ideas pol¨ªticas progresistas. Y, por fin, el matrimonio formado por Leonard Bast, un modesto y sensible empleado de oficina, y la indefensa Jackie, con la que ¨¦l se cas¨® por sentido de la responsabilidad m¨¢s que por amor o afinidad. Los destinos de las tres familias se entrelazan y confluyen en un escenario com¨²n, un hermoso cottage que pertenece a Henry Wilcox y cuyo nombre da t¨ªtulo a la novela. La casa representa una cierta idea de lo brit¨¢nico, una Inglaterra at¨¢vica y te¨®ricamente eterna, y por eso se ubica en el centro del conflicto entre modernidad y tradici¨®n, y tambi¨¦n entre justicia, herencia y clase, desarrollado primero por Forster y despu¨¦s por Ivory.
Un cottage es una casa de campo brit¨¢nica, en su origen una morada modesta propia de campesinos. A partir del siglo XVIII, y con especial intensidad en el XIX, debido al auge urbano y a los cambios sociales promovidos por la llegada de la Revoluci¨®n Industrial, comenz¨® a extenderse en el pa¨ªs una nostalgia por los tiempos pasados, lo buc¨®lico y lo campestre, que llev¨® a las clases altas a hacerse con este tipo de viviendas, y a ampliarlas o incluso a construir otras nuevas m¨¢s aptas para sus necesidades. Esta fue una estrategia t¨ªpica de los industriales victorianos, que por un lado recog¨ªan los dividendos procurados por el holl¨ªn y el vapor, y por otro quer¨ªan considerarse nobles caballeros campestres, herederos de las tradiciones m¨¢s antiguas del pa¨ªs.
Howards End no transcurre en la ¨¦poca victoriana sino en la inmediatamente posterior, la eduardiana. El reinado de Eduardo VII abarc¨® de 1901 a 1910 aunque, para algunos historiadores, la era a¨²n se prolong¨® hasta la I Guerra Mundial. Fue aquel un tiempo de transici¨®n entre dos mundos, pues en el pa¨ªs a¨²n imperaba una estricta divisi¨®n de clases mientras emerg¨ªan poderosos factores de cambio. As¨ª, florecieron grupos creativos como el de Bloomsbury, y se extendieron ideolog¨ªas propensas a defender el pacifismo, el igualitarismo y la mejora del estatus de las mujeres (esto ¨²ltimo, gracias sobre todo al impulso de las sufragistas). Ese es el caldo de cultivo borboteante que E.M. Forster recogi¨® en su novela, publicada en 1910, que parec¨ªa tener un ojo girado hacia ese presente y otro hacia un pasado que se conceb¨ªa como un para¨ªso perdido.
Y no hay para¨ªso que se a?ore m¨¢s que una infancia feliz. La Howards End literaria se inspiraba en Rooksnest House, en Herfordshire, donde Forster hab¨ªa vivido con su madre de 1883 a 1893, entre los cuatro y los 14 a?os. Esta casa hab¨ªa pertenecido a una familia de nombre Howard, y despu¨¦s a un militar de alto rango y c¨¦lebre jugador de cricket que se la alquil¨® a Lily, la madre reci¨¦n enviudada de Forster. El muchacho pas¨® all¨ª su ni?ez y primera adolescencia, que recordaba como una ¨¦poca de constante dicha. Pero, al cabo de unos a?os, el propietario muri¨®, y su heredera decidi¨® no renovar el alquiler, as¨ª que madre e hijo tuvieron que abandonar aquel lugar id¨ªlico. Al parecer, la experiencia determin¨® para siempre la opini¨®n del futuro escritor sobre los caseros, prejuicio negativo que emple¨® a fondo en la construcci¨®n del personaje de Henry Wilcox.
Cuando James Ivory buscaba localizaciones para su rodaje, la directora art¨ªstica Luciana Arrighi le habl¨® de una casa que pertenec¨ªa a un conocido suyo, comerciante de plata, situada en Rotherfield Peppard, un pueblo de un millar de habitantes a unos 35 kil¨®metros de Oxford. Construida originalmente en el siglo XIV, ofrec¨ªa la estampa ideal del cottage de lujo, con su fachada de ladrillo cubierta de glicinas y plantas trepadoras, sus ventanales de carpinter¨ªa blanca, su tejado de tejas dotado de estilizadas chimeneas y su hermoso jard¨ªn, por el que Ruth Wilcox (Vanessa Redgrave) deb¨ªa pasear al atardecer durante la escena inicial de la pel¨ªcula. Sin m¨¢s discusiones, aquella casa de nueve habitaciones llamada Peppard Cottage se convirti¨® en la Howards End (o la Rooksnets House) cinematogr¨¢fica.
Adem¨¢s de la antig¨¹edad de Peppard Cottage, que la hac¨ªa perfecta como emblema de la Inglaterra tradicional, concurr¨ªa otra caracter¨ªstica, y era que una de sus propietarias hab¨ªa sido Lady Ottoline Morrel (1873-1938), una exc¨¦ntrica dama inglesa vinculada a los artistas e intelectuales del grupo de Bloomsbury, en cuyo esp¨ªritu se hab¨ªa inspirado Forster para componer los personajes de Margaret y Helen Schlegel. Lady Ottoline descend¨ªa de una estirpe nobiliaria y estaba emparentada con la familia real brit¨¢nica. Culta, inteligente y de mentalidad avanzada, hab¨ªa asistido a clases como alumna externa en la universidad de Oxford (algo poco com¨²n para las mujeres de su tiempo), y manten¨ªa un acuerdo de pareja abierta con su marido, Philip Morrell, pol¨ªtico liberal proveniente de la alta burgues¨ªa. Entre sus amantes destacaban el fil¨®sofo Bertrand Russell y el pintor Henry Lamb, as¨ª como un joven jardinero bisexual, Lionel Gomme. Fue tambi¨¦n amiga y protectora de otros intelectuales del grupo, como Roger Fry, Lytton Strachey o Virginia Woolf, con la que tuvo una relaci¨®n complicada y que quiz¨¢ fue tambi¨¦n su amante. Destac¨® por su inteligencia, su generosidad como promotora de las artes, su peculiar pero atractivo sentido de la moda y su magnetismo personal. ¡°Sexy y grotesca¡±, defin¨ªa la apariencia de Lady Morrell la escritora Hermione Lee en su biograf¨ªa de Virginia Woolf, escrita en 1996. Despu¨¦s a?ad¨ªa: ¡°Era muy alta, con una enorme cabellera de color cobrizo, ojos turquesas y grandes facciones picudas. Llevaba, con mucho estilo y valent¨ªa, ropas y sombreros fant¨¢sticos y coloridos¡±. Por desgracia, algunos de sus amigos tend¨ªan a hacerla objeto ¨Ca sus espaldas¨C del proverbial humor brit¨¢nico, y nunca perdon¨® los crueles retratos literarios, apenas disimulados, que le dedicaron D.H. Lawrence (era la insufrible Hermione Roddice de Mujeres enamoradas) o Aldous Huxley (quien la represent¨® de forma similar en Amarillo cromo). Parece ser, por otra parte, que Lawrence tambi¨¦n se inspir¨® en su romance con el jardinero para la situaci¨®n central de su escandalosa El amante de Lady Chatterley.
Peppard Cottage solo perteneci¨® a Lady Ottoline durante unos a?os de principios del siglo XX, pero aquel fue tiempo suficiente para que algunas de las reuniones del grupo de Bloomsbury se celebraran en ella. No es de extra?ar que la doble carga simb¨®lica de la casa, la de la tradici¨®n de su origen y la modernidad de su uso social en aquellos tiempos, decidieran a James Ivory a utilizarla como escenario para una pel¨ªcula cuyo trasfondo expon¨ªa las tensiones entre ambos polos. Decisi¨®n que se demostr¨® acertada, a juzgar por el Oscar a la mejor direcci¨®n art¨ªstica que recogieron Luciana Arrighi y el dise?ador de decorados Ian Whittaker. Fue uno de los tres que se llev¨® el filme, junto con el de mejor guion adaptado y mejor actriz protagonista, para una Emma Thompson que aportaba su c¨¢lida humanidad el personaje de Margaret Schlegel. Hasta entonces, Thompson estaba asociada sobre todo a quien era su pareja, Kenneth Branagh, pero gracias a este trabajo se convirti¨® en una estrella aut¨®noma, digna prolongaci¨®n de la tradici¨®n interpretativa brit¨¢nica a la que tambi¨¦n pertenec¨ªa el resto del reparto: Anthony Hopkins (reciente su ¨¦xito con El silencio de los corderos) era Henry Wilcox; Vanessa Redgrave, su esposa, Ruth Wilcox; James Wilby (que hab¨ªa encarnado al protagonista de Maurice) su insensible hijo Charles Wilcox; y Helena Bonham Carter, tras Una habitaci¨®n con vistas, pisaba terreno conocido como Helen Schlegel. El magn¨ªfico casting result¨® decisivo, junto con la perfecci¨®n de fotograf¨ªa, vestuario y escenarios, para transmitir al espectador la sensaci¨®n de asomarse a las clases altas e ilustradas del Londres de principios del siglo XX. Una aptitud nada despreciable, a pesar del desd¨¦n con que en ocasiones se despacha un tipo de cine brit¨¢nico para el que se ha inventado la expresi¨®n ¡°cine de tacitas¡± ¨Cpor las inevitables escenas en las que los protagonistas aparecen compartiendo t¨¦ en un servicio de porcelana¨C, en el que el tr¨ªo Merchant-Ivory-Jhabvala parec¨ªa especializado. Ciertamente, este tipo de cine manifiesta una fatal propensi¨®n al anquilosamiento, peligro del que ni siquiera el propio Ivory se libra: sus adaptaciones de un autor m¨¢s complejo como Henry James, Las bostonianas (1994) y La copa dorada (2000), resultan algo acartonadas. Pero, si este puede considerarse un g¨¦nero, hay que ubicar a Howards End en el tope de su gama, gracias a la destreza con la que combina la reproducci¨®n de un lugar y una ¨¦poca con la creaci¨®n de unos personajes dotados de vida.
Ivory no es Visconti, ni Howards End ofrece la dimensi¨®n pol¨ªtica, el sentido de la historia y la grandeza oper¨ªstica de El gatopardo, pero s¨ª demuestra un talento similar para recrear un universo del pasado. Por otra parte, a veces Ivory y Jhabvala se muestran demasiado temerosos de apartarse de la senda marcada por su material de partida, lo que les conduce a cierta equidistancia en la mirada sobre el tiempo que retratan, en particular por lo que se refiere a los conflictos entre las tradiciones y los avances sociales, y los depredadores y sus v¨ªctimas. Para bien y para mal, da la impresi¨®n de que la pel¨ªcula se hubiera realizado en la misma ¨¦poca en la que se escribi¨® la novela.
El propio E.M. Forster tambi¨¦n tuvo que lidiar con unos cuantos conflictos de este orden. En la d¨¦cada de los a?os cuarenta, siendo ya un venerable sesent¨®n y un escritor de amplio reconocimiento en su pa¨ªs, entabl¨® amistad con los nuevos propietarios del cottage de su infancia, y comenz¨® a visitarlo con regularidad para recrearse en aquellos tiempos de felicidad radiante. La ventaja del pasado es que permite reproducirlo a voluntad, borrando de ¨¦l los aspectos menos gratos, inevitables en el presente. Porque, en aquel momento, Forster segu¨ªa viviendo con su madre mientras, en secreto, manten¨ªa una relaci¨®n amorosa con Bob Buckingham, un polic¨ªa casado 23 a?os m¨¢s joven que ¨¦l. Su novela autobiogr¨¢fica Maurice, la ¨²nica en la que incorpor¨® protagonistas homosexuales, permanec¨ªa encerrada en un caj¨®n, y no se publicar¨ªa hasta 1971, despu¨¦s de su muerte. El mundo hab¨ªa cambiado desde los tiempos de Howards End, pero a¨²n quedaba mucho cambio por delante.